En el temblor del agua. Un retrato (muy breve) de David Huerta
Este breve retrato muestra a David Huerta en diferentes estaciones creativas, antes y después de Incurable, su opus magnum. Lo mismo aparece el magisterio de su taller poético como el militante que supo privilegiar el diálogo con alumnos y colegas desde la generosidad
POR EMILIANO ÁLVAREZ
Ayer, ocho de octubre, David Huerta hubiera cumplido 73 años. Cumplido: terminado. Solemos contar mal: nuestro primer año de vida va del nacimiento al primer cumpleaños. Cuando cumplimos un año quiere decir que ha llegado a su fin, no que empiece. David no estuvo en este mundo 72 años, sino 73, casi completitos. Esto importa poquísimo, o tal vez no importe nada. Pero en el ábaco del afecto cada cuenta nos parece indispensable, como lo son cada una de las teclas de un piano, para que la potencia de la música esté allí, entera.
Conocí a David en 2006. Estaba a tres años de cumplir 60. Ese año publicó un libro bellísimo, La calle blanca, y había recibido hacía muy poco el premio Xavier Villaurrutia, por Versión. Fue una entrega atípica, como si el premio saldara una cuenta pendiente, pues Versión, en realidad, es un libro de 1978, que por ese entonces, en 2004, fue reeditado por Era. Casi a sus sesenta, recibió un premio (y un premio particularmente importante para el gremio —El Premio “de escritores para escritores”) por un libro de sus tardíos veintes. Era así: la poesía de David iba siempre un paso (o dos) adelante, como lo ha vuelto a comprobar su más reciente obra —ahí está El ovillo y la brisa, libro de radiante desparpajo. Al mismo tiempo, sucede que su obra obliga continuamente a volver la cabeza: ya en Versión, y aún antes (en Cuaderno de noviembre [1976], p.e.), estaba madurando, según se haría evidente después, un acontecimiento: el cisma que fue Incurable (1987). Se premiaba, pues, Versión, para reconocer en él su belleza propia, pero también el germen de su opus magnum, punto nodal de una trayectoria vital volcada a la poesía. Uso la palabra “cisma” con deliberación: Incurable sigue siendo un libro animosamente polémico. Digámoslo así: su saturación palabral, su radicalidad extrema, su fatigosa longitud de intensidad que no cede, dividieron las opiniones: hubo quien supo ver allí una obra central de la poesía en nuestra lengua y una necesaria sacudida de nuestras ambiciones y nuestros modos; y hubo quien sólo alcanzó a ver sus propios anhelos frustrados de transparencia engañosa y sensiblería lírica.
“Había rayos verdes entre mis libros y nadie me leía
pues yo estaba rodeado por un halo de iridiscente lejanía
del que se desprendían velozmente voces amargas”,
diría Huerta años más tarde en “El fumador” (Hacia la superficie, 2002). Exageraba, por supuesto. Pero la hipérbole nos habla de cómo vivió el propio autor esa polémica. Son relevantes el “halo de iridiscente lejanía” y la velocidad de esas voces amargas: voces de reacción que fueron repelidas por un libro que prefiguró a sus lectores, y que sería, con el tiempo, impulsado con mayor admiración e ímpetu al lugar cenital que le corresponde —aunque no ha dejado de tener sus detractores. Dice Eagleton que el ideal del poema como un pequeño sitio donde no sobra ni falta nada es una derivación de la idea de Estado moderno. Incurable opone, a ese orden opresivo, el caos y la acumulación.
Fue también Incurable un nado frenético, en un mar alcoholado, hacia la supervivencia. No es difícil advertir que ese libro “empapado en alcohol”, como lo describió David, fue un rito de paso terapéutico hacia una nueva vida: la de su renacer en 1989. Recuerdo las palabras que Mark Schafer, su traductor al inglés, pronunció en una celebración por los 30 años de Incurable: un conmovedor agradecimiento de hermano por haber escrito Incurable, por haber transitado con esa hondura la desesperación, y sin embargo haber sobrevivido. Fue poco después cuando David conoció a Verónica Murguía, la escritora formidable que fue el amor de su vida. Su presencia fue el símbolo de esa nueva etapa, marcada por un nuevo semblante poético.
Dice Víctor Cabrera que lo más conocido, comentado, antologado de la poesía huertiana está en Incurable y esos otros libros que lo prefiguraron. Es buen momento de seguir admirando esa poesía brutal, pero también de prestarle renovada atención a su obra finisecular (Historia [1990], Lápices de antes [1993] o La música de lo que pasa [1997]), y a sus libros de las últimas dos décadas (El ovillo y la brisa [2018] y Los instrumentos de la pasión [2019], entre los más recientes). Encontraremos allí tanto momentos de serenidad y diáfanas estrofas esmeriladas, como nuevos desbordes electrizantes y sorpresivos. Instantes poderosos de la mejor poesía amorosa y reflexiva, así como la magia de una escritura que no dejó de renovarse, cuestionarse, de volverse extraña, para luego plegarse de nuevo sobre sí misma. Lejos del estancamiento y de la autosuficiencia, que lleva a algunos, a partir de cierta edad y cierta fama, a escribir siempre en un tiempo pasado —el de su maduración—, la obra de David nunca dejó de ser abrumadoramente contemporánea. Eso lo volvió un referente para tres o cuatro generaciones: la de quienes lo vieron como una de las voces que tomaba la estafeta; la de aquellos que lo acompañaron y dialogaron con él, como hermanas y hermanos, desde su juventud; la de esos otros que lo hicieron su hermano mayor, su joven maestro; y la de todos los que llegamos al último, quienes vivimos su partida como un tipo de orfandad.
Pero vuelvo a 2006. Empezaba entonces una nueva faceta de su vida: la de profesor universitario. Había sido docente, por supuesto, y sobre todo un tallerista generoso, pero apenas entonces la institución académica le ofreció la oportunidad de dictar cátedra. Gracias a un compañero comencé a asistir a un seminario que impartía en la UACM, un proyecto educativo divergente y necesario que David apoyó desde el principio. Era una clase muy distinta a las que yo había llevado hasta entonces: sin periodicidad semestral, sin calificaciones, sin pizarrón, consistía en una mesa redonda de lectura minuciosa. No era un espacio exclusivo para estudiantes, sino un aula abierta a la comunidad que rodeaba el campus. Era un gesto del todo político: abrir la universidad a quien quisiera. Seguíamos la lectura en voz alta, y cada quien aportaba lo que consideraba pertinente, desde recorridos de vida completamente heterogéneos. Él guiaba la lectura, subrayaba fragmentos con la voz, ponía puntos sobre las íes, pero estaba siempre abierto a la colaboración del grupo. También asignaba tareas, en función de nuestros intereses. Tenía, claro está, sus manías: había aprendido de Antonio Alatorre a desconfiar del sentimiento para comentar la literatura, así que nos llamaba la atención, un poco tosco, si “sentíamos”, y no “pensábamos”, al frasear nuestros comentarios.
Ahora que lo escribo, pienso que un alma tan sensible tenía por fuerza que desconfiar del sentimiento. Cómo lo desesperaba la cursilería, la idea narcisista de la lírica, la estética de “mi penita pena”, como solía decir. Sin embargo, su obra —y su manera de leer— fue todo menos fría. Solía citar esa frase de Auden, sobre cómo las formas tradicionales nos obligan a pensar todo dos veces, para ponerle un coto al imperio del yo. Aunque el grueso de su obra no es regular, métricamente hablando, supo sustituir las formas de la tradición por una autocrítica feroz, para que el poema no se encerrara en las lindes de la autocomplascencia.
Además de aquel seminario, dirigía otro, pero de lectura y crítica de poesía, en el plantel de San Lorenzo Tezonco de la misma UACM. Al pie de ese cerro rojo enseñó a numerosos de jóvenes a descifrar los entresijos de los mejores versos de nuestra tradición. Su poesía, famosamente difícil —famosa y engañosamente, porque no toda lo es, hay que decirlo—, su poesía retadora, demandante, provocadora, era el dibujo que trazaba una de sus manos, mientras la otra se encargaba de la tarea complementaria: enseñar a leer, incluso lo más difícil. Desconfiado, como Adorno, frente a las seducciones de aquello que desnuda demasiado fácil su secreto (o que no lo tiene), David pertenecía a una izquierda de artistas y pensadores cuya finalidad no era que el arte se plegara a los designios de un gusto cada vez más amplio, sino, por el contrario, la de procurar que el arte conservara su necesaria diversidad, y que lo difícil fuera, en un mundo más justo, estímulo y no elitismo. Esa misma vocación llevaba consigo en 2010, cuando comenzó a impartir clases en la UNAM, a la que décadas antes asistió como alumno. En sus semblanzas suele decirse que cursó estudios de letras españolas, inglesas y filosofía. Se lamentaba un poco por no haber concluido ninguna, pero ese erratismo entre carreras fue un gesto muy suyo: el de un ansia voraz por saber más —siempre más. Terminó así por ser en parte un rabioso autodidacta que, como su maestro Alatorre o como Arreola, le regaló a la universidad, a sus estudiantes y colegas, una forma de aprender más ligada al apetito. Tuve la fortuna de asistir varios años a su materia, “Poesía en lengua española”. Leíamos a sus clásicos, Góngora a la cabeza, mientras se dejaba llevar por la corriente de su pensamiento para compartir con nosotros poemas de Jaime Jaramillo Escobar, o Salomón de la Selva, o Coral Bracho, o incluso para saltar a Stevens, Mallarmé, Pound, Dickinson, Baudelaire. Mi cuaderno de notas era un eterno catálogo del hambre. Hambre, por cierto, alimentada también fuera del aula: era claro que lo mirábamos como una figura tutelar, y que él lo sabía, por supuesto, pero nos hacía muy pronto saber que la relación que buscaba con nosotros era de amigos y colegas. Nos decía, y sin un dejo de falsa modestia, sus “jóvenes maestros”. Con ese mismo cariño nos regalaba libros a cada rato: a veces en excursiones a librerías; a veces cuando lo visitábamos en su casa. Tenía una biblioteca extraordinaria, pero a la vez llena de huecos: enemigo de la acumulación excesiva, se la pasaba revisando sus estantes para quedarse con aquello a lo que sabía que volvería, tarde o temprano, y regalaba todo lo demás, para nutrir a sus amigos.
En 2011, interrumpió el flujo temático de su materia para leer “El sobreviviente”, de Javier Sicilia, cuyo hijo acababa de ser arteramente asesinado. Ese crimen cimbró especialmente a la comunidad de escritores, que se volcó en un movimiento antimilitarista, cuyos ecos nos aturden hoy con mucha fuerza. Cuando la caminata encabezada por él llegó al Zócalo, Sicilia le pidió especialmente a David que leyera un poema antes de su discurso. No era raro: la trayectoria de David, desde su juventud, cuando aun adolescente sobrevivió a la matanza de Tlatelolco, lo volvían un referente para las luchas por la paz y la justicia. No era usual que mezclara esa militancia con su obra poética: sus convicciones políticas están allí de fondo, en muchos poemas, para quien sepa verlas, pero casi nunca se permitía mostrarlas de maneras muy evidentes. Si hizo algunas excepciones, es claro que fue con la intención de que su poesía y su nombre, que estos últimos años comenzaron a pesar cada vez más, se sumaran a la fuerza de la lucha. Entre sus poemas más abiertamente políticos, esplende “Nueve años después”, quizá el texto más potente que se haya escrito en México sobre el 2 de octubre. Cómo pesa en el poema ese contraste duro, tan vivido como sabiamente traducido en cada verso, entre la muerte y la vida. Tlatelolco, para David, fue una muerte y fue un renacimiento: sobrevivir fue una medalla lacerante, pero también un impulso para entregarse a la vida y la escritura.
La firmeza de sus convicciones no le impedía ser un crítico agudo de los movimientos de izquierda, ni estar abierto a la amistad más diversa: conservó, por ejemplo, estrechos lazos fraternales con amigos de juventud, quienes transitaron hacia cierto dandismo que David, siempre sencillo en sus costumbres, no compartía, y encontró a otro de sus grandes maestros en un abierto anti marxista: Gerardo Deniz, a quien conoció cuando ambos trabajaban en el FCE. Hay allí, por cierto, una más de las dimensiones de su quehacer: la editorial. Dirigió, por ejemplo, La Gaceta del Fondo y el Periódico de Poesía, a la vez que cuidó pruebas, revisó manuscritos, escribió cuartas de forros. Mantuvo, asimismo, durante 31 años, una columna semanal en este periódico sobre temas de lo más variados —aunque principalmente sobre arte, literatura y la vida política del país—, y fue también un crítico literario como pocos, como lo muestran sus Aguas aéreas, en la Revista de la Universidad, o sus colaboraciones en suplementos varios, como Hoja por hoja. Muchos de esos materiales están reunidos en volúmenes, que se revelarán esenciales, como Correo del otro mundo, Las hojas y El vaso de tiempo. Algunos de sus pocos pero brillantes trabajos de corte más académico aparecieron en revistas como Criticón y Acta poética, y recientemente dictó una conferencia extraordinaria —disponible en YouTube— para la Cátedra Góngora.
He obviado, aquí, un dato que está por todos lados: el nombre de su padre. Ya se sabe lo recubierta que estuvo su cuna de ese capital cultural heredado, elemental, qué duda cabe, para su vida. Pero sé que David agradecería que mencionara aquí, mejor, a su madre, Mireya Bravo, a sus hermanas, Andrea y Eugenia, a su hija Tania, a Antonio. A Verónica, otra vez y siempre. A todos sus amigos, cuyos nombres no cabrían aquí, ni sólo dedicándome a enlistarlos. A sus editores. A los artistas con quienes trabajó libros hermosos. A esas presencias, familiares, amadas, fraternales, filiales, que fueron el sustento material de la vida, el trabajo y la alegría de uno de los poetas fundamentales de nuestro tiempo, como lo reconoció, entre otros, el premio FIL de literatura en lenguas romances.
“Soy hijo de una muerta” empieza “La mano de mi madre”, poema suyo publicado en 2011. Somos amigos de un muerto.
Pero veremos, una vez más, su mano en el temblor del agua, cayendo, interminable; su mano que aquí sigue, tocándonos.
FOTO: El poeta David Huerta durante uno de sus talleres/ Cortesía Alejandro Arras
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