Las tres voces de David Huerta

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Este texto fue escrito para ser leído en el homenaje organizado por el INBAL en honor de los 70 años del poeta. Hoy, da cuenta del legado que Huerta deja en la formación y memoria de sus discípulos y amigos

 

POR JORGE COMENSAL

5 de octubre de 2022:

Desde hace un par de días le escribo a David Huerta palabras lacrimosas y tan crudas, indigestas, que no debo compartirlas todavía. No estoy listo para decir nada sobre su muerte. Hace tres años tuve la fortuna de celebrar su vida en el homenaje que le organizó el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura por su septuagésimo aniversario. Ese mediodía de otoño de 2019 declaré que me habría gustado dedicarle a David Huerta una obra semejante a “El poema y su sombra”, la brillante conferencia de mil versos endecasílabos que él escribió sobre Pablo Neruda. En ella Huerta afirma que:

 

 

…No es lo que queremos,
sino lo que negamos, rechazamos
y nos envuelve con su tacto frío,
lo que impulsa e insiste en escribirse;
lo que no somos, lo que no queremos
—escribió un italiano— es lo que ahora
debe decirse, y pronto…

 

 

Repito las palabras que pronuncié en aquel festejo, convencido de que en este luctuoso octubre de 2022 también “debe decirse, y pronto”, que David Huerta persevera en el recuerdo de sus amigos y discípulos y en las páginas de su obra, tan extensa y profunda que nunca ha de agotarse.

 

 

10 de noviembre de 2019:
Gracias al temprano adoctrinamiento en el misterio cristiano de la Trinidad, no me resulta difícil conciliar las diversas figuras que coexisten bajo el nombre de David Huerta. Si alguna vez pude aceptar que un anciano omnipotente, un predicador crucificado y una paloma pirómana eran tres personas en una, no me cuesta trabajo conjugar en David al poeta fecundo, al maestro erudito y al amigo bromista y comelón. Lo único que me resulta completamente misterioso en él, y ni siquiera hago el esfuerzo por comprenderlo, es su afición por cierto equipo de futbol que ni siquiera sé si se llama Atlas, Atlante o Necaxa.

 

Más allá de este misterio irresoluble, puedo decir que primero conocí al maestro, cuyos artículos y ensayos leía de adolescente en El Universal y en la Revista de la Universidad de México. Luego asistí, en septiembre de 2007, al curso “Góngora y nosotros”, donde David nos transmitió, de manera incurable, el amor por la poesía del cordobés. Aún recuerdo el cartel del curso con el retrato de Góngora pintado por Velázquez, así como la emoción de asistir con mis amigos al Centro Vlady de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Aparte de convertirme en un fanático de las Soledades, aprendí en aquel curso que claridad no es sinónimo de sencillez, y que cualquier dificultad tiene sentido si es un medio para afinar la música del verso. Al terminar el curso, David Huerta se fue a cenar con los más chavos del grupo, entre los cuales estaba yo, un septuagenario camuflado que encontró en el maestro Huerta a un cómplice de parranda, entendida como una buena comida a las dos y media de la tarde.

 

Poco tiempo después de ese curso gongorino, David comenzó a impartir una clase de poesía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Impartir es un verbo demasiado rígido y autoritario para describir lo que David hace en sus clases, pues más bien actúa como un director de orquesta que nos enseña a interpretar partituras textuales. Recuerdo con nitidez el comienzo de la primera sesión, cuando el maestro Huerta, más serio que de costumbre, nos dio la bienvenida a ese espacio donde la buena poesía en español se leería en igualdad de condiciones, sin guantes ni tapabocas, línea por línea. Así abordamos poemas de Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, Luis de Góngora, sor Juana y muchos otros. Mi memoria, pido disculpas, está sesgada hacia los siglos de Oro, que David me enseñó a gozar. Desde entonces he pasado por muchas aulas, y nunca he vuelto a tener un maestro tan comprometido, cercano y generoso como él.

 

La labor docente de David Huerta es un apostolado poético que se prolonga en sus ensayos. Algunas de sus colaboraciones en la Revista de la Universidad de México aparecieron reunidas en el libro El vaso de tiempo, un vaso repleto de conocimiento y pasión lectora, de literatura e historia, métrica y filosofía. El título, tomado del verso 111 de Muerte sin fin, le sirve a David para expresar la dimensión sagrada de los poemas, que son también vasos de tiempo, vasos para saciar la sed más profunda.

 

En el ensayo que da nombre al libro, David escribe:

 

 

las voces del poema dibujan el pensamiento del poema —la mente del poema, bien vista y sentida por William Carlos Williams—; las sílabas de la imaginación verbal levantan ideas sobre el papel y forman incisiones en el pensamiento del lector; ahí se reconstruye el poema, como un pródigo dispositivo de asociaciones, pliegue de la onda mnemónica descrita por Aby Warburg, como leí en una página de Roberto Calasso —la memoria del poeta reinscrita en la memoria del lector a través del poema—. Un dispositivo, sí; una criatura viva, también…

 

 

Con pasajes como éste, el maestro me ha ayudado a acercarme al poeta, y a lo largo de los años voy andando, cada vez con pasos más firmes, por los muchos caminos de su obra, repartida en más de veinte libros, gobernada por una imaginación verbal sin ataduras y una imaginación valiente, temeraria, psicodélica y muy culta. Un intento por conocerse a sí mismo, por hallarse en esa mancha en el espejo que es el mundo. Una orgía del lenguaje que comienza, pudorosa, con El jardín de la luz, alcanza el paroxismo febril en Incurable, y continúa, por una ruta sinuosa, hacia el idilio sublime de Historia, donde se encuentran pasajes eróticos de una belleza cristalina, sin turgencias groseras ni humedades fáciles; a través de los poemas, la conciencia sigue su camino Hacia la superficie, título de uno de mis libros predilectos de David, donde prospera su voz con plenitud, con madurez, a través de estupendos poemas metafísicos o en versos inspirados como los de “El silencio”, el feliz “Lustro” o “Enfermedad”.

 

Está de moda últimamente denigrar la inspiración poética, decir que eso no existe, que la poesía es labor, esfuerzo, proyecto, beca, faramalla, reporte trimestral. Se le quita importancia a la sensibilidad para dársela a la voluntad, al sujeto que dice y no al que escucha. Libros como Cuaderno de noviembre, Versión y La música de lo que pasa me parecen una refutación de estas nociones: en ellos no reconozco el discurso de un sujeto cartesiano que escribe, sino de una voz plural que pronuncia, en el momento álgido de una vida consagrada al lenguaje, lo que la lengua quiere decir a través del poeta, escribiéndose a sí misma, explorando las regiones oscuras a las que nunca llega la charla ni la prosa; en la obra de David Huerta atestiguamos, con fidelidad nerviosa de encefalograma, a la mente del poema que se comunica con la angustia, los recuerdos y las lecturas del poeta.

 

Esta obra desbocada de la imaginación lingüística halla una expresión muy natural en el versículo y en la prosa poética, como la del reciente El ovillo y la brisa, un libro que, entre otras gratas sorpresas, me sugirió que algún día podré platicar de Giorgio Manganelli con David.

 

El largo aliento de la poesía de Huerta no se expresa únicamente en el millar de páginas reunidas en La mancha en el espejo y en los libros que le siguen, sino en la duración de esos periodos extensos en los que están escritos muchos de sus mejores poemas. Los pasos mentales del poema huertiano suelen ser prolongados, se estiran, se esmeran y avanzan por la geografía barroca de una sensibilidad extrema.

 

Para no quedarnos sin aliento al leer este tipo de poemas es preciso hacer ejercicio literario, ganar condición poética, lo cual puede lograrse bebiendo los ensayos y los poemas breves de Huerta, así como los libros (Homenaje a la línea recta, Los objetos están más cerca de lo que aparentan o Los cuadernos de la mierda) que dialogan con el arte plástico de Gunter Gherzo, Miguel Castro Leñero y Francisco Toledo, respectivamente. Estas obras estupendas pueden funcionar como caminos de entrada al universo poético de Huerta.

 

Aunque David Huerta ha escrito en una gran variedad de registros, su poesía siempre es compleja. La complejidad es un atributo que ubica a las obras literarias a una distancia infinita tanto de la aridez trillada como de la tempestad ruidosa. De un lado está el lugar común, el adjetivo fácil, la conjetura obvia; del otro lado está el ruido, el capricho, la estridencia visceral, la cacofonía. La poesía compleja, insisto, se halla tan lejos de un polo como del otro: en el punto exacto donde se puede comprender el sentido del poema sin agotarlo. Por eso no se puede glosar la poesía de David sin traicionarla; si digo, por ejemplo, que Incurable es la epopeya de una conciencia intoxicada que lucha contra la soledad, dejo de afirmar muchas otras cosas que también son ciertas sobre el libro, cosas que incluso contradicen esa interpretación, sin cancelarla.

 

Cuando uno afirma que algo es complejo se suele entender también que es difícil. Pero esa asociación no es necesaria. Hay poemas sencillos en la obra de Huerta, pero eso nunca los hace simples, porque son fáciles y complejos al mismo tiempo. Un ejemplo muy querido es “El poema”, de La calle blanca, donde dice, hablando de José Gorostiza:

 

 

No del lenguaje, sí del mundo ávido,
son los órganos tenues del poema.

 

 

Él quiso nada más la claridad
de observar a través de la ventana
del poema los seres y las cosas.

 

 

Hay poemas difíciles (aquí vuelvo a pensar en Incurable) porque exigen una concentración prolongada y la disposición abierta a experimentar estados turbulentos de conciencia, visiones estrambóticas, dolencias inasibles, conceptos atormentados. Los libros de Huerta no son, como muchos poemarios de nuestro tiempo, colecciones de postales, ocurrencias, pretextos líricos para un punch line. Se obra es, en palabras ya citadas del Huerta magisterial: “un pródigo dispositivo de asociaciones, pliegue de la onda mnemónica… la memoria del poeta reinscrita en la memoria del lector… Un dispositivo, sí; una criatura viva, también…”.

 

Después de ejercitarme en la lectura de David Huerta, luego de quemar cientos de calorías imaginando esas cadenas inusitadas de lenguaje, después de atravesar paisajes mentales tan floridos como abruptos y llenarme el espíritu de alimento conceptual, cierro sus libros y siento un hambre profana. Llamo entonces al amigo David, al vecino napolitano, al sibarita, y le pregunto si desea que vayamos a explorar nuevas mesas, platos y viandas. Espero con emoción casi pueril nuestras comidas, tan locuaces como abstemias, tan librescas como jocosas. También son políticas, sociales, indiscretas. Este par de contemporáneos entre los que no existe brecha generacional alguna, escribimos al pie de la vida notas llenas de citas, minucias, datos curiosos. Al margen de la prosa cotidiana, el verso del relajo y la confianza.

 

A diferencia del maestro y del poeta, el amigo David es un chavo. Es tan joven que siempre tiene ganas de escuchar; tan joven que a veces peca de honesto, de franco, de transparente; tan joven que no le importan los protocolos, las reverencias, los nombramientos; tan joven que tiene veinticinco años de haber empezado de nuevo porque, como escribió Hannah Arendt, “los humanos, aunque hemos de morir, no hemos nacido para eso sino para comenzar”.

 

No quiero extenderme demasiado con elogios de cursilería fraterna. Aprecio mucho al cumpleañero. Ya he descrito al maestro, al poeta, al amigo. Me falta mucho por conocer todavía. Me falta que el amigo me cuente del poeta, y que el maestro me enseñe del amigo. He escuchado cosas muy diversas sobre su vida y obra, pero casi nunca de su propia boca. David Huerta no es proclive a la cátedra autorreferencial ni al monólogo autobiográfico. Me gusta conversar con él como amigos, pero ahora quiero también escucharlo con afecto de aprendiz, porque ha vivido mucho y sabe más.

 

FOTO: Desde 1972, David Huerta inició una obra hoy celebrada por la crítica y la academia/ Cuartoscuro: Pedro Valtierra

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