David Lynch y su perturbadora inocencia
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El libro Espacio para soñar, híbrido entre la biografía y la autobiografía, es un retrato fiel de David Lynch. En esas páginas conviven confesiones y vivencias fílmicas, desde su infancia hasta sus proyectos más recientes
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POR MERCEDES ESTRAMIL/ EL PAÍS/ GDA
Desde hace meses se puede ver en Netflix un corto que habilitaría a definir a su autor como un excéntrico, un caprichoso, un delirante o un genio. El film presenta a un detective humano que interroga a un mono parlante acusado de un crimen pasional contra una gallina. El detective y director de ese monumento al absurdo es David Lynch, y desde que el calificativo “lynchiano” se puso de moda allá por los noventa el mundo supo que de este personaje cabe esperar no sólo la sorpresa sino también su reiteración al infinito. Puede suponer un descuento, pero a Lynch se lo acepta o no, sin medias tintas. Juegan a su favor la seriedad e independencia con que encara cada proyecto —cuando cedió ante la industria lo reconoció y lo lamentó— y a veces juega en contra la carga lúdica que les imprime. Para muchos, es uno de los últimos “Autores” del cine.
El libro Espacio para soñar es un híbrido de biografía y autobiografía que exporta a un Lynch casi en estado de pureza infantil a lo largo de toda su vida hasta 2018. Por un lado Kristine McKenna, periodista y amiga, reordena en capítulos un puñado importante de entrevistas realizadas a familiares, amigos, colegas, esposas y amantes de Lynch. Por otro, él mismo corre detrás de esos capítulos y los comenta. La palabra sintetizadora de McKenna y la confesión memoriosa de Lynch, alternadas, siguen un orden cronológico que hace desfilar vivencias y películas. Ya sea que hable de su infancia familiar en Idaho, o de los problemas que tuvo para dirigir a un Anthony Hopkins enojado con la vida, o de cómo le cambió el destino a Naomi Watts, en cada pasaje aflora el sello combinado de perturbadora inocencia que lo define.
Líder nato
David Keith Lynch nació en Missoula el 20 de enero de 1946. Los traslados de su padre entomólogo determinaron sucesivas mudanzas, escenarios de luz y sombra, desapegos y oportunidades. Así sería su vida. Su hermano John lo describe como un “líder nato”, título que Lynch desmiente. Sí confirma y alardea de haber tenido muchas novias y disfrutar resolviendo problemas, rasgos que lo pintan tanto como su exterior alegre, su exotismo en el vestir, la agorafobia, los nervios intestinales o el ser gran fumador y bebedor de café. Y el atractivo físico, un compuesto de espectacular cabellera, sonrisa compradora y el disparatado acento del Medio Oeste.
En 1968 Lynch se casó por primera vez. Su novia embarazada era Peggy Lentz Reavey, y la vida de padre casado despuntó junto con un breve pasaje por el American Film Institute de Los Ángeles y con la idea —después de varios cortos— de su primer largo, Eraserhead (Cabeza de borrador, 1977), que le insumió años. Mucho después esa hija diría de él: “Nunca me pareció que mi padre fuera un excéntrico”. Posiblemente era la única que pensaba así. Lynch, en tanto, iba viendo que “matrimonio y vida de artista no encajan”. En cambio sí encajó un descubrimiento de orden espiritual: el 1 de julio de 1973 aprendió a meditar. La experiencia es tan fuerte que lo acompañará toda la vida (este libro está dedicado a “Su Santidad el Maharishi Mahesh Yogi y a la familia del mundo”) y quizá la razón más poderosa sea que la meditación no se atraviesa en su arte: “Antes de empezar, me preocupaba que la meditación pudiera hacerme perder facultades; yo no quería perder el fuego creativo. Luego descubrí que te da más fuego para hacer cosas y más dicha al hacerlas, y no pierdes facultades sino que las ganas”, dice Lynch.
En 1974 se separó de Reavey, que sería la primera de una lista de agradecidas ex mujeres. En 1977 se casó con Mary Fisk, hermana de su mejor amigo, Jack. Recién ese año estrenó Cabeza de borrador, celebrada por Stanley Kubrick y convertida con el tiempo en film de culto.
Hacia fines de esa década se cruzó en el camino de Lynch el comediante Mel Brooks, que acababa de crear la productora Brooksfilms para producciones más “serias” y lo financió para dirigir un guion ajeno: El hombre elefante (1980). Llevar a la pantalla la desgraciada historia del deforme Joseph Merrick con actores consolidados como John Hurt y Anthony Hopkins supuso para Lynch una salida del patio trasero de las producciones independientes y trajo consecuencias. Las hubo buenas: obtuvo un dinero que le permitió pasar de la miseria a la riqueza, y compitió en los Oscar (fue el año en que arrasó Gente como uno, de Robert Redford). Y dudosas: comenzaron a lloverle ofertas desde la orilla más comercial del cine.
Un fiasco caro
El millonario productor Dino de Laurentiis tenía desde hacía poco los derechos sobre un best seller de la ciencia ficción: Dune, de Frank Herbert, novela de 1965 que había ganado los premios Hugo y Nébula y primera de una saga que hablaba de imperios galácticos, gusanos gigantes y dramas familiares. Lynch, que había declinado dirigir El retorno del Jedi para el emporio Lucas, aceptó en cambio realizar Dune (tarea que había sido rechazada por Ridley Scott, quien con mejor criterio eligió adaptar a Philip K. Dick y filmar Blade Runner). Pese a contar con cuarenta millones de dólares de presupuesto, con la actuación de Max von Sydow, de Sting y del alemán Jürgen Prochnow, Dune (Duna) fue un extenso agujero negro. No sería la última vez que Lynch apostaría cartas a una derrota. Lo resume así: “Uno muere dos veces cuando se vende y no ha estado a la altura. Como pasó con Dune. Mueres una vez por bajarte los pantalones, y una segunda porque fue un fracaso. Fuego camina conmigo no tuvo ninguna incidencia en cuanto a público se refiere, pero con esa peli solamente morí una vez, porque estaba contento con el resultado. Si uno es consecuente con las cosas que ama, puede vivir consigo mismo la mar de bien.”
Con todo, Dune significó un aprendizaje y un reencauce de objetivos. Le sirvió para conocer al que sería su gran actor a futuro: Kyle MacLachlan, y para ir trabajando a modo de catarsis en el guion de su próxima película, Blue Velvet (Terciopelo azul, 1986). Habitada por la demencia, en esa cinta se midió consigo mismo y logró una joya rara. Un casting formidable incluía a Isabella Rossellini imperfectamente hermosa, a Dennis Hopper recuperado del alcoholismo, y a dos representantes de una juventud falsamente ingenua: Laura Dern y Kyle MacLachlan. No menor fue la suma del compositor neoyorkino Angelo Badalamenti al equipo de Lynch. En esta ocasión De Laurentiis también intervino creando una distribuidora propia para el film, pero dejó a Lynch todas las decisiones creativas, incluido el final cut.
Por esa época, el matrimonio de Lynch con Mary Fisk había dado otro hijo pero iba en caída con varias interferencias adúlteras. Isabella Rossellini le aportó cinco años de romance y glamour que terminaron cuando Lynch le cortó los víveres por teléfono; Rossellini cuenta que se sintió devastada por años y encima culpable por no acompañarlo en la meditación, como replicando a la masoquista Dorothy Vallens que interpreta en Blue Velvet. Otro ejemplo de que el arte copia a la vida y la vida copia al arte.
Lula, Laura, Marilyn
En los años noventa llegó Twin Peaks, con Kyle MacLachlan interpretando al agente Dale Cooper del FBI. La serie televisiva cuyo episodio piloto se emitió el 8 de abril de 1990 por la cadena ABC tuvo un pico de audiencia nunca visto hasta entonces. Lynch estaba detrás aunque sólo dirigió unos pocos capítulos y subió el tobogán del éxito tan alto que fue portada de Time con la leyenda “El zar de lo extraño”. Pero bajó. La ABC le insistía con revelar la incógnita que mantenía en vilo a los espectadores: ¿quién mató a Laura Palmer? Develar el misterio fue clave para el descenso y en 1991 Lynch rodó el último capítulo. Ya tenía en mente otros proyectos, entre ellos un film sobre Marilyn Monroe que quedó en el debe y del que luego se consoló afirmando: “Se podría decir que Laura Palmer es Marilyn Monroe, y también que Mulholland Drive va sobre Marilyn Monroe. Todo va sobre Marilyn Monroe.” Que es como decir que todo va sobre la belleza, el misterio y la muerte.
Lo que sí estaba en marcha era Wild at Heart (Corazón salvaje, 1990), adaptación de la primera de una serie de novelas de Barry Gifford que tenían como protagonistas a dos desquiciados: Sailor y Lula. Lynch eligió a Laura Dern y a Nicolas Cage para esos papeles, a Rossellini para la memorable Perdita Durango y a Willem Dafoe para un impagable veterano de Vietnam completamente chiflado. Con esa road movie se llevó la Palma de Oro en Cannes. Y, como buen empecinado, decidió retornar al ficticio pueblo de Twin Peaks para hacer una precuela. Twin Peaks: Fire Walk Whit Me naufragó en grande. Y aunque el actor Ray Wise (el incestuoso padre de Laura Palmer en la ficción) la definió como “obra maestra”, la crítica la destrozó y Cannes no se acordó de ella.
Lynch se distrajo pintando, incursionando en la música, haciendo muebles, filmando spots publicitarios y video clips (el tráiler del álbum Dangerous de Michael Jackson así como Rammstein de la banda alemana homónima, llevan su firma). En 1995 participa con un corto en el proyecto-homenaje Lumière and Company, que aglutina trabajos de cuarenta cineastas. En 1997 realiza Lost Highway (Carretera perdida), en la senda del noir y el thriller psicológico. Bill Pullman interpreta a un tipo con amnesia y conflictos de identidad, acosado por llamadas misteriosas y por la nada misteriosa infidelidad. La factura del film era tan oscura como su trama y quizá por eso uno de los actores, Balthazar Getty, afirmó: “la única persona que tiene una visión completa de una película de Lynch es él mismo”.
Por esa época Lynch ya estaba ligado a la ayudante de montaje Mary Sweeney, con quien tendría un hijo y un matrimonio breve. Fue Sweeney quien lo embarcó hacia 1999 en un proyecto diferente y clarísimo.
Atrapar al pez dorado
Ese proyecto era The Straight Story (Una historia sencilla, 1999), una road movie basada en hechos reales y bien sencillos. Un anciano recorre Estados Unidos subido a un cortacésped John Deere para hacer las paces con su hermano enfermo. El resultado fue de un impacto emocional profundo, quizá porque el planteo era lineal, sin juguetería lynchiana y actuado por dos monstruos: Richard Farnsworth y Harry Dean Stanton, a quienes Lynch calificó como “seres puros”. A propósito de Farnsworth dijo que “la gente no tiene edad, porque el yo al que le hablamos no envejece, el yo es intemporal; el que envejece es el cuerpo, lo demás no cambia”.
En el siglo XXI Lynch volvió a la carga con las series. Negoció con ABC Disney para hacer una titulada Mulholland Drive, pero su episodio piloto no convenció a los inversores. Lynch se lo llevó y lo adaptó a formato cine, reacomodó el contrato con los actores, le añadió desnudos, masturbaciones y escenas lésbicas. La película se estrenó en Cannes en 2001 y ganó el premio a Mejor Director compartido con Joel Coen (por El hombre que nunca estuvo allí). Naomi Watts, que interpretaba a una actriz principiante capaz pero temerosa —muy parecida a sí misma— dio un vuelco positivo a su carrera.
El nuevo siglo también trajo un cambio en la técnica. En 2006 Lynch recibió el León de Oro del Festival de Cine de Venecia donde presentó Inland Empire (Imperio), su último largo hasta ahora, rodado con una cámara digital Sony PD150. Afirma que la diferencia entre rodar en digital o en analógico es como la que hay en pintura entre el acrílico y el óleo. El sentido del tempus fugit en Lynch no es menor y habilita todo un estante atiborrado de nostalgias como la que siente por los solitarios bosques de su niñez en Boise. Ahí puede estar parte de la explicación para que en 2012 —casado por cuarta vez, con Emily Stofle, y padre nuevamente— decidiera reflotar Twin Peaks.
En 2014 la cadena Showtime anunció el relanzamiento de la serie y luego de idas y venidas, un año de rodaje y otro de posproducción el pueblo maldito resurgió en Twin Peaks: el regreso. Múltiples capas de significado en dieciocho capítulos dirigidos por Lynch y escritos por él y Mark Frost. Kyle MacLachlan en un alucinante doble papel, Naomi Watts como su abnegada esposa, la cantante Chrysta Bell como estirada agente del FBI, Lynch como el sordo y gritón jefe Gordon Cole y mucho envejecido actor de la primera serie, incluida la Sheryl Lee que encarnó a Laura Palmer. Nada podía salir mal. Otra vez David Lynch atrapó el pez dorado, metáfora que usó muchas veces (hasta le dio título a un libro en 2006) para significar que en arte solo metiéndose en aguas profundas se pesca lo que vale la pena tener.
FOTO: David Lynch estrenó en 2017, What Did Jack Do? un cortometraje protagonizado por un mono capuchino y el propio Lynch, cinta disponible en Netflix./ Especial
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