De cómo se prohibieron las drogas en México
POR HUGO VARGASHace un siglo todas las drogas eran legales. En el tránsito del xix al xx lo que se investigaba eran las propiedades de cada una de las sustancias para mejorar la calidad de la vida; eran utilizadas no sólo como “distractores” o “evasores” sino, y principalmente, como auxiliares en el tratamiento de diversas enfermedades, síndromes y cuadros patológicos.
Antes de la primera guerra mundial en todo el mundo se podían adquirir las más diversas sustancias con una alta calidad. Hasta principios del siglo xx, en el mundo y en México, el consumo de drogas tampoco era castigado, y se veía como un acontecimiento cotidiano, que en el peor de los casos podría considerarse una enfermedad, curable con cierta facilidad, como lo prometían los anuncios que aparecían en la prensa de la época.
Ricardo Pérez Montfort (Yerba, goma y polvo, Era-Conaculta, México, 1999) cita algunos de los aparecidos en los diarios mexicanos: “Morfina / Curación radical de morfinomanía y narcomanías sin molestia: en casa/ Medicina y métodos nuevos. Muestra gratuita para cuatro días / Dr. Antonio Márquez, 1ª Donceles 4”. O éste otro: “Morfinismo/ Se cura este hábito en cuatro semanas / con el tratamiento Keeley aplicado en el / sanatorio para alcohólicos y morfinómanos / The Keeley Institute Puebla / 3ª. Aztecas 3. Médico director: Alberto O’Farrill.”
“En los ambientes bohemios —dice Pérez Montfort—, en el mundillo artístico y literario, en las altas esferas aristocráticas, en los mandos medios y superiores del ejército revolucionario, entre la tropa rasa, entre profesionistas y clases medias, y no se diga en los cabarets, en las farmacias, en las penitenciarías o en los llamados ‘bajos fondos’, el consumir zoapatli, toloache, opio, marihuana, codeína, pastillas Houdé, polvos de Dover, morfina ‘en jeringas de Parvaz’ y hasta heroína en sus más variadas formas era visto como algo propio de la sociedad de su momento.”
En la mayoría de las boticas del país, así como en hospitales y dispensarios se adquirían sin receta ni control “clorhidrato de cocaína, de morfina alemana de la casa Merck y francesa, Poulenc Frères”. En las ciudades donde se habían asentado los inmigrantes chinos no era difícil conseguir opio. Pérez Montfort asegura que durante el régimen de Madero un grupo de comerciantes chinos ofreció pagar impuestos por un millón de pesos si se le permitía monopolizar la importación de chandoo (el opio para fumar).
El alcoholismo provocaba estragos en todos los niveles sociales, pero había distingos. El Diario Ilustrado editorializaba en 1908: “El alcohol horripila pero únicamente en el espectáculo del borracho callejero, medio desnudo, temulento. La borrachera discreta, bien vestida y paseada en coche, es cosa diferente, respetable y decente.”
Sin embargo, ya se dejaban escuchar las voces de alerta y llamadas a la prohibición. En julio de 1919 se anunciaba la formación de un Consejo de Salubridad que preparaba la estrategia para atacar el “vicio de la intoxicación más o menos artística, más o menos vulgar, que está alcanzando entre nosotros un incremento grandísimo, sobre todo entre la juventud de la clase media que ha tomado como un esnobismo fumar opio, marihuana, inyectarse heroína, cocaína y otras sustancias sucedáneas del opio”.
Las bases de los instrumentos legales y discursivos utilizados para combatir el consumo de drogas eran del porfiriato. Un antecedente se encuentra en el Código Penal de 1871 para el DF y el territorio de Baja California. Ese reglamento cuyo énfasis estaba puesto en garantizar el buen estado de los alimentos y de las medicinas, ya contiene un capítulo titulado “Delitos contra la salud pública”, donde se prohíbe la elaboración de “sustancia nocivas a la salud o productos químicos que puedan causar grandes estragos” (Axayáctl Gutiérrez Ramos, La prohibición de las drogas en México. La constitución del discurso jurídico, 1917-1931, tesis, Instituto Mora, México, 1996).
La Revolución fue un paréntesis en el fortalecimiento del discurso prohibicionista, pero una vez resuelta la fase armada, al momento de discutirse la Constitución, apareció el tema. Y era abordado con los prejuicios de la época, entre los que figuraba, en primer lugar, “la degeneración de la raza”: “es indispensable que las disposiciones dictadas para corregir esta enfermedad de la degeneración de la raza provenida principalmente del alcoholismo y del envenenamiento por sustancias medicinales como el opio, la morfina, el éter, la cocaína, la marihuana, etc., sean dictadas con tal energía, que contrarresten de una manera efectiva, eficaz, el abuso del comercio de estas sustancias tan nocivas a la salud.”
Quien sostenía lo anterior era el doctor y general José María Rodríguez, que luego será el presidente del Consejo de Salubridad General, una continuación hasta cierto punto lógica del órgano porfiriano Consejo Superior de Salud. La idea del doctor Rodríguez era adicionar el artículo 73 con las siguientes precisiones: el Consejo de Salud dependerá “directamente” del presidente, sin intervención de ninguna secretaría de Estado; sus disposiciones generales serán obligatorias, y en caso de una epidemia grave o invasión de enfermedades exóticas el Consejo podrá dictar las medidas correspondientes, “a reserva de que después sean sancionadas por el presidente”.
En los albores de la legislación prohibicionista las preocupaciones fundamentales eran el alcoholismo y el morfinismo. La marihuana, aunque se mencionaba al pasar, se mantenía al margen cuando se enlistaban las “sustancias peligrosas”.
En enero de 1917, algunos años antes que en Estados Unidos, varios diputados, entre los que se encontraban Francisco J. Múgica y David Pastrana, propusieron una ley antialcohólica, para lo cual era preciso reformar la Constitución y prohibir “la fabricación y venta de pulque, lo mismo que la fabricación de alcohol de maguey y de caña de azúcar para la fabricación de bebidas embriagantes, y la de cereales con cualquier objeto que sea. La Federación impedirá la importación de alcohol para la preparación de bebidas embriagantes.” También proponían ilegalizar la venta de drogas “que causen la degeneración de la especie”, que sólo podrían adquirirse con prescripción médica, y prohibir los juegos de azar, los toros y las peleas de gallos. Hubo mucha oposición a la iniciativa, pues la medida no detendría el consumo de alcohol y se arruinarían muchas zonas económicas y empresas, con la consecuente merma de la hacienda pública. La propuesta fue rechazada por 98 contra 54 votos.
En el mundo se advertían ya los primeros intentos por lograr una legislación internacional sobre el tema. En 1904, promovida por Estados Unidos, se llevó a cabo, en Shangai, una convención sobre el opio, sin resultados concretos. México no asistió. Años después, en 1912, se realizó en La Haya otra convención internacional. En esa ocasión el gobierno de Madero envió un representante a la reunión, que tampoco tuvo mucho éxito debido a la ausencia de Turquía y Austria-Hungría y porque Inglaterra –dice Escohotado– sólo quería hablar de morfina y cocaína, y Alemania protestaba en nombre de sus poderosos laboratorios, alegando que Suiza no estaba presente y aprovecharía las restricciones en su beneficio; Portugal protegía el opio de Macao, y Persia (hoy Irán) sus cultivos ancestrales de amapola; Holanda producía cientos de toneladas de cocaína en Java, y Francia reportaba excelentes ingresos por el consumo de opiáceos en Indochina; Japón, como parte de sus maniobras para invadir China, introducía a ese país morfina, heroína e hipodérmicas; Rusia contaba con una producción de opio nada desdeñable, e Italia se retiró de la reunión luego que fue rechazada su propuesta de incluir el tema del cannabis.
Pero hubo algunos acuerdos que irían sentando las bases de la ilegalización: se limitaba el comercio de opio, la morfina y la cocaína, se determinaban algunos puertos para la exportación-importación; se exigían registros y controles para el uso con fines médicos. México firmó el tratado, pero la suerte del régimen maderista impidió la puesta en práctica de sus disposiciones. La convención de La Haya fue firmada por el Senado hasta 1924, ratificada por el presidente al año siguiente y publicada en el Diario Oficial en 1927, quince años después de su firma.
Venustiano Carranza decretó, el 9 de julio de 1916, la ilegalidad de la importación y tráfico de chandoo, y la obligación para quienes lo quisieran producir con fines lícitos de solicitar el permiso respectivo. La inestabilidad política impidió la aplicación de ese decreto, pero México entraba a la lógica de la prohibición.
En 1920 los prohibicionistas ponen la mira en la marihuana. Hasta ese momento el cannabis era considerado una planta medicinal, “como lo demuestra –asienta Axayáctl Gutiérrez– su inclusión en la lista de sustancias medicinales del reglamento de farmacias y boticas que estuvo en vigor desde 1892”. Pero en una sesión del Consejo de Salud, en enero de 1920, fue propuesto que se añadiera a la marihuana en la lista de sustancias peligrosas: “la marihuana no es una planta medicinal –decía la propuesta– no es medicina. Pero es una de las manías más perniciosas en nuestro pueblo.”
La persecución no se limitaba a los traficantes y consumidores. Se trataba de cerrar el círculo y evitar que hubiese algún resquicio por donde se colara la permisividad. Desde 1902 –dice Gutiérrez Ramos– una referencia obligatoria para los estudiantes de medicina, química y farmacología era el libro de Juan Manuel Noriega, Compendio de historia de las drogas. La obra de Noriega consignaba a la marihuana como un medicamento y consignaba seis preparaciones de ella. Pero en la edición de 1941 sólo se lee: “Desde el punto de vista medicinal, la acción de la cannabis no es bien conocida. Sin embargo, se le usa como antiespasmódico y en algunos casos como estimulante del sistema nervioso”. Se habían eliminado las seis preparaciones de las que se hablaba en ediciones anteriores.
No tardaron en manifestarse las consecuencias de la prohibición. Pérez Montfort consigna este testimonio: “El director de la Penitenciaría ha solicitado al gobernador del Distrito Federal que cuanto antes sea relevada la escolta por estar formada por soldados nada escrupulosos de su deber. Estos soldados, al decir del director de dicho establecimiento, se dedican a vender marihuana, alcohol, morfina, coca y demás drogas ‘vaciladoras’ a los reclusos”.
Por esa época aparecen los primeros estudios sobre el consumo de marihuana. El doctor Ignacio Guzmán graduado con la investigación Intoxicación por marihuana presentaba las primeras estadísticas. Basado en cien casos que conoció en la Penitenciaría del Distrito Federal encontró lo siguiente, según Gutiérrez Ramos: 93% de los usuarios son hombres y 17% mujeres; la edad de los usuarios va de los 14 a los 65 años y alcanza su máximo entre los 20 y 40, para decrecer notablemente después; el uso de la marihuana es casi exclusivo de la “clase baja”, sobre todo de los militares.
México estaba a la vanguardia en su lucha contra el consumo de cannabis, pues Estados Unidos, el principal impulsor de la ilegalización, se limitaba al opio y la cocaína; la marihuana fue prohibida en Estados Unidos hasta 1937, y uno de los argumentos fue precisamente que los migrantes mexicanos la promovían entre los jóvenes de Estados Unidos. Pero en el país vecino el espíritu prohibicionista se iba fusionando en un amplio y profundo consenso para sacar adelante la ley Volstead –que prohibía la venta y el consumo de alcohol– apoyado por la población rural conservadora, los antiinmigrantes, que querían mejorar la raza, las iglesias protestantes, el feminismo y, por supuesto, los mismos contrabandistas y gángsteres, una de cuyas bandas era dirigida por el padre de los Kennedy. “Esta noche –dijo el senador Volstead, el 17 de enero de 1920–, un minuto después de las doce nacerá una nueva nación. El demonio de la bebida firmó su acta de defunción. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos pronto serán cosa del pasado. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres, reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno”. Además del nacimiento cinematográfico de las bandas gangsteriles, Estados Unidos enfrentó una verdad más desagradable: 10% de los casi 18 mil agentes que combatían el consumo de alcohol fue cesado por delitos como extorsión, robo, falsificación y perjurio; el secretario del Departamento de Estado, A. Fall, y el de Justicia, H. Daugherty, fueron condenados por su complicidad con los contrabandistas; en los trece años de vigencia de la ley, y con datos de Escohotado, casi 50 mil personas fueron sentenciadas por delitos relacionados con el alcohol, 150 mil por multas y detenciones; murieron 30 mil y 100 mil quedaron con lesiones irreversibles de parálisis y ceguera. Como una guerra.
Para quien hubiera querido ver, ahí había una refutación contundente de la idea prohibicionista.
Mientras, en México Álvaro Obregón emitía un decreto importante en junio de 1923: conceder un porcentaje a los denunciantes del tráfico de drogas. Según Gutiérrez Ramos: se otorgaba “50% de las multas o remate público que se obtengan de la delación del tráfico ilícito de drogas heroicas o recompensa de cinco a 100 pesos en los casos en que no se pudiera aplicar multa o remate por la naturaleza de la sustancia confiscada (marihuana, por ejemplo).” En julio Obregón decreta que sólo el gobierno podrá importar opio, morfina, cocaína y heroína. La disposición levantó una polémica y una fuerte oposición en el Legislativo, que argüía que se estimularía el contrabando y se ubicaban en la ilegalidad a quienes se dedicaban a estas actividades en el marco de las reglamentaciones anteriores. La nueva ley, agregaba el Legislativo, promovería la corrupción policiaca y gubernamental.
Plutarco Elías Calles estableció por primera vez, en 1925, la confiscación de bienes de los narcotraficantes, esos nuevos delincuentes. Al año siguiente aparece un nuevo código sanitario que sustituía al porfiriano de 1902. En él se resumen todos los criterios prohibicionistas y se establece la ilegalidad del consumo de todas las sustancias, excepto los alucinógenos prehispánicos. El código establecía también que para atender el problema de salud pública que suponen las adicciones el Departamento de Salud estaba facultado para fundar “establecimientos especiales”, que resultaron ser los psiquiátricos ya existentes, o el presidio más cercano. Finalmente, los toxicómanos no tenían remedio: “seres vencidos por la vida –decía un profesor de la facultad de Medicina–, irredentos, mal dotados por la naturaleza, que arrastrando su miseria y su ignorancia, tratan en vano de conseguir lo que todos seguimos: la felicidad, y en su equívoco camino recurren a las drogas enervantes.”
Hacia 1930 Estados Unidos había logrado cierto consenso internacional para el combate a las drogas. En ese año la Secretaría de Relaciones Exteriores accede, a petición del gobierno norteamericano, a “ejercer de común acuerdo, una vigilancia más activa sobre el tráfico ilícito de drogas enervantes”. En 1931, a instancias de EU, se reunió en Ginebra la “Convención para limitar la fabricación y reglamentar la distribución de drogas estupefacientes”. Aunque en las resoluciones emitidas por la convención –y apoyadas por el representante mexicano– no se incluía la marihuana, de la reunión saldrían las bases definitivas para el discurso y la política prohibicionistas que hoy padecemos. A partir de entonces empiezan a tomar forma los grupos mundiales del narcotráfico.
En México, con la aprobación del nuevo código sanitario nacional y con la firma de los nuevos acuerdos internacionales se desataría otra espiral: el problema policiaco, la corrupción gubernamental y la violencia.
Pérez Montfort asegura que de 35 expedientes de agentes de la policía antinarcóticos escogidos al azar entre 1925 y 1928, doce resultaron cesados de sus puestos por estar vinculados a “individuos sin escrúpulos”. “Otro caso también llama la atención: a mediados de 1930 al jefe de la policía de narcóticos, comandante Raúl Camargo, que ocupara el puesto desde 1927, se le comprobaron tal cantidad de delitos relacionados con el tráfico de opio y heroína en diversas locaciones de la ciudad de México, que no hubo manera de sostenerlo en el cargo. Los informes de sus actividades lo hacían aparecer como el máximo ‘sostenedor del vicio’ en México.”
Como ahora, había voces que advertían del error de la ilegalización de las drogas. El doctor Leopoldo Salazar Viniegra, director del Manicomio, señalaba en marzo de 1939: “los toxicómanos son enfermos y no delincuentes y debe tratárseles con la humanidad aconsejada” por la medicina, no sólo “proporcionándoles el tóxico que usan, sino dándoles facilidades para que lo adquieran sin caer en las garras de los traficantes, quienes sí incurren en un muy grave delito explotando las enfermedades de los demás.” E insistía: “el peligro para la sociedad no es el vicioso, sino el traficante que prácticamente está al margen de cualquier peligro porque cuenta con autoridades inmorales que lo toleran y hasta lo convierten en su cómplice”.
Pero la opinión hegemónica era muy otra. Como la del juez Jorge Salazar Hurtado quien, en 1937, propuso que los responsables de lo que ya se llamaba delitos contra la salud “fueran relegados perpetuamente en islas deshabitadas, y a los declarados incurables, condenados a la esterilización de sus órganos genitales”.
Al final de cuentas se trataba de algo más que la simple ilegalidad. Como escribió Octavio Paz años después, en Corriente alterna, cuando la prohibición alcanzó a los alucinógenos: “Las autoridades no se comportan como si quisieran erradicar un vicio dañino, sino como quien trata de erradicar una disidencia. Como es una forma de disidencia que va extendiéndose más y más la prohibición asume el carácter de una campaña contra un contagio espiritual, contra una opinión. Lo que despliegan las autoridades es celo ideológico: están castigando una herejía, no un crimen”.
Una herejía y un crimen que las propias autoridades crearon.
Escritor y periodista