“De dos en dos”: adelanto de “La Biblia encarnada”, de Danush Montaño Beckmann
En la oscuridad de un túnel del metro, la animalidad aflorará entre los pasajeros hostiles de un vagón. Este cuento pertenece al libro La Biblia encarnada, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2020
POR DANUSH MONTAÑO BECKMAN
(Génesis 7:8-10)
Siempre he odiado la estación del metro Tacubaya, los trasbordos son largos y las escaleras eléctricas no sirven. Recientemente la Jefa de Gobierno dijo que se descomponen a causa de orines humanos. Le llovieron críticas: nos quiere ver la cara, cómo va a ser, ni que fuéramos animales. La verdad yo sí le creo, después de todos los humanos sí somos animales… y los hay muy bestias. Subo por las escaleras y respiro fuertemente. Lo ácido del aroma hace que quiera perder la nariz o que me la roben, como solía hacérmelo creer mi tío cuando yo era una niña de seis años.
Mis rodillas sufren con cada escalón, y no ayuda que en mi mochila lleve la computadora. Hay quien dice que es mejor subir por las escaleras fijas cuando las eléctricas no sirven. Algo sobre la medida del paso que das, así te cansas menos, yo no sé. Suba por las eléctricas descompuestas por orines o por las fijas, que seguramente también han de estar orinadas, el dolor es el mismo. Un argumento a favor de las escaleras eléctricas: es más fácil cuidarse del típico imbécil que busca asomarse por debajo de tu falda. Al ser un sendero angosto, se les dificulta la movida. En cambio, en hora pico (término que cada día pierde más sentido) las eléctricas se vuelven insoportables por la estampida humana que te hace sentir Mufasa en plena agonía, entre las pezuñas filosas de ñus apresurados por llegar a su trabajo de oficina.
Llego al andén, voy al área exclusiva para mujeres. No hay policía cuidando que no se pasen hombres y, por principio de correlación que se antoja de causación, se suben al vagón dos tipejos. Uno va de traje, corbata roja y demasiado larga, al estilo Trump, zapatos negros, de esos que parecen que fueron aplanados por un microbús que se pasó el semáforo. Su cabello engominado como casco de moto lo hace ver perpetuamente húmedo, viscoso, algo que habita debajo de tu lavabo, hidratándose con la mínima fuga de un tubo PVC de instalación defectuosa. El otro es un viejo que no deja de relamerse los labios, viste pantalones caqui, tenis blancos y desgastados, camisa a cuadros y una chamarra a pesar del calor en el subsuelo. El volumen de la chamarra me pone a pensar en la temperatura de la sangre, en cuánto realmente puede variar dentro de una misma especie.
Ninguna de nosotras les dice nada a esos dos hombres: ancianas que cargan bolsas de mercado que parecen contener el universo; adolescentes con su uniforme de bachiller que de vez en cuando sueltan una carcajada tras un cuchicheo que resguardan a pesar de que a nadie le interesa lo que dicen; madres hercúleas que llevan en brazo a un bebé y que con la mano libre se sostienen del tubo; y otra treintañera, como yo, que comparte el oficio pasajero de mirar con odio a los tipejos, quizá armándose de valor para increparlos.
Cierran las puertas y el tren echa a andar. En pleno paso entre una estación y otra se detiene, se apagan las luces y yo pego mi mochila al vientre, como si fuera un embarazo repentino y a poco de su término, un feto de 38 semanas en forma de computadora. No se escucha nada. Nadie habla. La oscuridad es tal que parece que nos enterraron en vida, fosa común, funeral masivo, un minuto de silencio por cada una nosotras… y de esos dos tipejos.
Estoy acostumbrada a las averías del metro, a quedarme entre estaciones unos minutos mientras limpian los restos de un suicida que aprovechó la velocidad del tren; incluso a que se vayan las luces y se apaguen los ventiladores que evitan que nos crezca moho. Sin embargo, es distinta esta pausa, esta vez pesa algo que no puedo describir, solo lo huelo, pero huele a todo: pasto, heno, tierra perfumada tras la lluvia, mierda fresca, perro mojado, orines, fruta podrida…
El vagón se mueve poco, con una especie de brinco accidental, pero no avanza. Se escucha el ronroneo eléctrico como si estuviéramos dentro de un gato acurrucado en una cobija. Las luces se encienden de golpe, ningún ojo humano podría adaptarse a un cambio tan veloz. Me había acostumbrado a la oscuridad, arde la luz y tardo en enfocar. Mis sentidos luchan por ganarse la atención de los pensamientos dentro de mi cerebro: siento cosas extrañas, como si algo me jalara por detrás, pero algo que viene de mí misma. Los oídos me duelen a causa del estruendo que me rodea, como si una orquesta estuviera cayendo por unas escaleras infinitas. Mi corazón late con fuerza y alcanzo a distinguir una especie de abrigo enorme pasar de un lado a otro, deja tras de sí un olor a mierda y polvo. En la manga del abrigo está la cabeza de un camello con la lengua de fuera.
Aparto la mirada como si esta realidad no me correspondiera. Pero a mi izquierda, con un brazo firme en el tubo, veo un koala, ojos bien abiertos, en el otro brazo lleva una criatura, un koala bebé que ante la algarabía elige dormir. Las garras rayan el metal del tubo y demuestran más maestría que la de un adolescente con navaja.
Ya no puedo huir apartando la mirada, aquí y allá hay pelajes de varios grosores, enralados con lodo, estiércol y follaje; los aromas conforman una esencia que me hace recordar el Zoológico de Chapultepec, solo que aquí los animales están entremezclados, no hay jaulas poniendo orden entre las especies, ni mucho menos protegiendo a los humanos. Surcan peligrosamente por los aires reducidos del vagón aves de colores varios: cacatúas con sus penachos amarillos, tucanes con picos que parecen plátanos, gaviotas en busca de pececillos saltones. La vista me la obstruye un chimpancé que se balancea de lado a lado, es preciso al aterrizar en la firmeza de los tubos, y cada cuando pela los dientes y asemeja la risa humana. Dos urracas se posan a mi derecha, parecen cuchichearse secretos, sueltan alaridos que me aturden y molestan a una loba que se ovilla y pone las patas sobre su cabeza. Por el suelo andan serpientes, ratones, conejos y armadillos; lentamente se acerca a mí una tortuga de las Galápagos, parece tener muchos años, sobre su caparazón carga una bolsa de mercado inmensa. Al ver estas cosas me es inevitable llegar a donde empiezo yo, a donde deberían estar las botas negras, mis piernas y luego las rodillas que tanto me molestaron en las escaleras averiadas. En su lugar, están dos patas alargadas, con un dedo deforme, inmenso. Mis piernas están cubiertas con pelaje ralo y café, y las rodillas ni las veo, antes parece iniciar mi torso, inclinado y también velludo; en lugar de ombligo tengo una especie de bolsita formada de piel y pelaje, está casi tocando el suelo del vagón, dentro está mi computadora.
El susto que me provocaron los otros animales no es nada comparado con el de girar mi cuerpo y posar la vista en las puertas del vagón; en el cristal, reflejado, está un canguro, veo entre mis patas una cola poderosa. Doy un brinco instintivo y mis pies enormes caen sobre algo que cruje, los aparto y en el suelo del tren están dos escarabajos aplastados, uno trae, sobre lo que solía ser su cabeza, una especie de engominado húmedo, viscoso, que lo hace brillar con la luz blanca del metro, el otro tiene una pelusita encanecida, y su abdomen, que parece caparazón, es voluminoso.
Un movimiento brusco del vagón me impide seguir observando a los insectos. Los animales suspenden la histeria y el caos, quedan atentos, como si esperaran la voz de mando de algún profeta: orejas en alto, ojos y pezuñas fijas, respiraciones sosegadas. Se apagan las luces. Oscuridad absoluta. El tren empieza a moverse a la velocidad acostumbrada, hasta llegar a la siguiente estación. La luz de afuera penetra por las ventanillas y las puertas, revela a mujeres que viajan en silencio: ancianas que cargan bolsas de mercado; adolescentes, pegadas las mejillas, una de la otra, como esperando escuchar el latir en la cercanía; madres hercúleas que cargan un bebé; y una treintañera, como yo, que comparte conmigo el oficio pasajero de mirar con susto a dos escarabajos aplastados en el suelo.
ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega/ EL UNIVERSAL
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