De E.T. a D.T.
POR JOSÉ FELIPE CORIA
Ya no hay patriotas. Sólo rebeldes y tiranos.
Xander Cage (Vin Diesel) en xXx reactivado (2016).
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Durante años la discusión de si el cine fue un invento francés o estadounidense, el añejo conflicto Edison vs. los Lumière, alimenta el chovinismo de ambos bandos. El estadounidense promedio tiene la certeza de que el cine es parte natural de su cultura. El tema no es ocioso: en Estados Unidos se le rinde culto a todo tipo de estrellas, géneros y épocas del cine; se le considera parte de su realidad. Muchas conductas o formas de ser para el espectador promedio se forman viendo películas, desde la moda de un peinado, el uso de ciertas prendas, popularizar canciones, o incidir en la manera de concebir la política. El cine estableció parámetros de verosimilitud, de ahí que haya sido el arte más censurado de todos. Un moralista impuso un código que llevó su apellido entre 1930 y 1968. Will H. Hays en esos años decidió qué era aceptable y qué no para el público. Estableció que el cine, por sus imágenes irrebatibles, es real.
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A cada paso de su historia, las películas forjaron parte de la mentalidad estadounidense; su ideología e influencia social. Mucho tiempo ha pasado desde que aquel Caballero sin espada (1939, Frank Capra) llegara a Washington para enfrentar la corrupción. O de ese retrato devastador que fue Decepción (1949, Robert Rossen). Ambos títulos son ejemplo de cómo se criticó la política en un país donde la democracia se supone es el valor supremo y ninguno otro está sobre ella.
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Los tiempos cambiaron con El candidato (1972, Michael Ritchie). En una era bélica, el anti-héroe cínico se impuso. Pero luego se transformó de nuevo, ante los resultados de la debacle que fue Vietnam. Fue fácil porque determinados personajes comenzaron a repetirse, situación ya recurrente en Hollywood desde hace veinte años, pero que más o menos inició en la administración del presidente Ronald Reagan (1981-89).
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El aspirante a puestos de elección popular desapareció del cine. Dándole paso al simple ciudadano que tuvo su infancia, su madurez, su sublimación y ahora es una estrella de reality show, profundamente nutrido por lo peor del cine estadounidense, como el rebelde que alcanza la presidencia de la considerada mayor potencia del mundo.
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El nuevo presidente de los Estados Unidos es antisistema. Donald Trump rompe esquemas con su brutalidad declarativa (principalmente vía Twitter); su exceso de vulgaridad, empezando por sus palacetes sobrecargados de oro y bisutería, mera decoración en donde hay que incluir a la inexpresiva esposa alabastrina que parece un trofeo más; y su arrogancia de dizque decir siempre la verdad aunque se contradiga o, de plano, mienta. La posverdad no existe: es la vil mentira tradicional. Sistemáticamente negada, eso sí.
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Las actitudes del personaje y su imagen definen a las de un abusador. También las de un rebelde que el cine promueve gracias a su inercia con los estereotipos funcionales a los que recurre. Sin darse cuenta que estos crean un fondo residual que se trasmina a ese oxímoron: el inconsciente colectivo.
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Parte sustancial del argumento de Melissa Mathison para E. T., el extraterrestre (1982, Steven Spielberg) es ejemplar. Cuando se filmó iniciaba la era Reagan, presidente con gran presencia, formado en Hollywood. Galán de actitudes sinceras, político completo, con carisma. Un presidente confiable. Para el estadounidense promedio, el presidente es símbolo de la nación y lo que haga, lo hace correctamente porque jura sobre una Biblia respetar y hacer respetar su Constitución, documento que consta de siete artículos, en su redacción original firmada por los 39 delegados de la asamblea constituyente el 17 de septiembre de 1787. A lo largo de la vida independiente de los EU se le han hecho a esa Constitución unas 27 enmiendas. En esencia es un documento claro y sencillo. Así que jurarle respeto supone, a los presidentes, seguir las reglas de una vida igual de clara y sencilla donde la ley y el orden son fundamentales.
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El quid del tema está en que las reglas del gobierno son también simples: por el pueblo y para el pueblo. La esencia política es confiar en las instituciones. Siempre se han fortalecido, aún se ignora si para desmoronarse en la administración que inicia.
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Pues bien, en E.T., Elliott (Henry Thomas), tras esconder en su casa al perdido extraterrestre y volverlo tierna mascota de la que mucho aprende, descubre que una institución gubernamental con aviesas intenciones persigue a ese entrañable ser que sólo desea regresar a casa. Lo esconde por temor a que el FBI, u otra organización, se apoderen del alien (también significa extranjero) y le hagan daño. Esto es implícito. El gobierno quiere apoderarse del extraterrestre sin explicar nunca la razón. Elliott asume instintivamente que el gobierno es nocivo. En consecuencia, huye con él; lo ayuda. Los “hombres de negro”, como son presentados los agentes gubernamentales (en el pasado G-Men, Government Men, Hombres del Gobierno), actúan con frialdad intentando capturar a la creatura.
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Mayor muestra de desconfianza en el gobierno y sus instituciones no se había visto hasta entonces en el cine. No es un criminal ni un político transa sino un niño de los suburbios el que desconfía y con ello logra la complicidad de sus amigos, incluso de su madre, para impedir que el extraterrestre caiga en manos gubernamentales. De manera instintiva, Elliott no cree en su gobierno: pasa a ser un rebelde. Que vive en un idealizado pueblo donde la vida es agradable, esa “América” que era “grande”, sin las drogas que luego poblarán un porcentaje elevadísimo de sus ciudades y películas hasta normalizar el uso de las mismas como parte de lo cotidiano. El idealizado poblado tenía como mayor conflicto encontrarse con lo desconocido, algo maravilloso que debía preservarse.
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Este primer germen de desconfianza y rebeldía ante el gobierno fue incrementándose. En Duro de matar (1988, John McTiernan), el leal policía John McClane (Bruce Willis), es llevado por las circunstancias a actuar en solitario. La razón es que el único que confía en él es, claro, otro policía, en este caso un patrullero. Sigue siendo el mundo donde la ley y el orden imperan, pero –por supuesto hay un pero–, aparece el FBI: la autoridad federal; el gobierno, pues, ocasionando una debacle.
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Dentro del edificio donde está McClane, los eficaces terroristas germanos (obvio: aliens), esperan abrir la bóveda de seguridad del edificio y robarse lo que contiene. El guión de Steven E. de Souza y Jeb Stuart pone en boca de Hans Gruber (Alan Rickman) la frase “me pediste un milagro, te entrego al FBI”. Esto porque los agentes que se apoderan de la escena del crimen deciden cortar la luz (“en cuanto se queden a oscuras, se cagarán”, dice jactancioso uno de los agentes, Johnson; el otro también se apellida Johnson –“no somos parientes”, dicen como chiste recurrente–, y por eso son vistos como unos imbéciles buenos para nada). Al hacerlo quitan el último seguro de la bóveda que Gruber espera abrir. Así, con ayuda gubernamental, el terrorista cumple su objetivo. Su único obstáculo, un hombre del sistema, McClane, que se vuelve rebelde: desafía a la autoridad y actúa tal cual su instinto se lo indica. El gobierno, pues, es el inepto mayor ante el solitario héroe que hace todo para preservar su status quo.
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La torpe ineptitud del FBI, junto con la ATF, tuvo su momento de realidad en el famoso sitio de Waco, entre febrero 28 y abril 19 de 1993, al enfrentarse con la secta de David Koresh, bajo sospecha de poseer ilegalmente armas, que costó la vida a 86 personas y que dos años más tarde, justo el 19 de abril de 1995, llevó a Timothy McVeigh a reventar un edificio federal en Oklahoma, en venganza, asesinando a 169 personas con un coche bomba. El anti-héroe solitario, pues, actuó en ambos casos contra las autoridades federales convirtiéndose en “víctima” o “mártir”. De película.
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La idealización de ese solitario antisistema fue Jack (Leo de Caprio), en Titanic (1997, James Cameron). Se cuela de la cubierta de tercera clase a la de primera, sin dificultades. Y grita en la proa: “¡Soy el rey del mundo!” Lo confirma ligándose a Rose (Kate Winslet), justo en el barco que fue símbolo del poderío tecnológico del siglo XX con tan malhadada suerte que se hundió en su viaje inaugural. Pero la metáfora sirve perfecto para el mundo perfecto (al menos según Cameron) de la película perfecta (11 Óscares de la Academia, aunque no el de guión; falla clave en una historia que exalta los valores del hombre antisistema y cómo los impone en un mundo social y rígidamente clasificado).
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Este simple Jack es el fruto antisistema más depurado que logra lo que quiere aunque al final muera. Dejó puesta la mesa para exagerar e insistir en torno al solitario hasta esa caricaturesca sublimación: Captain (make) America (great again): civil war (2016, Anthony Russo, Joe Russo), donde el héroe por excelencia, el buen soldado Steve Rogers (Chris Evans, justo el estereotipo del saludable e ingenuo all american boy), se rebela contra el ahora pro-sistema Tony Stark (Robert Downey), o el lugar común del arrogante millonario que cree tener todas las respuestas –la otra cara de ese Capitán–, quien quiere seguir las reglas. Pero es imposible. Ya no hay fe en las instituciones gubernamentales de los Estados Unidos.
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Se ha reiterado tanto y han aparecido tantos solitarios que hacen lo que se les pega su regalada gana, siempre con éxito (la mayoría de las veces gracias a las imposturas del guionista y/o director), que poco faltaba para apoyar a un populista racista, misógino y majadero que construyó su imagen como el que actúa solo; aquel en quien nadie confía pero que se protege del escrutinio gubernamental (véase cómo escondió sus declaraciones al fisco). Actúa igual que los personajes cinematográficos que le sirven de modelo. Labró su camino, sin censura, hacia el máximo papel de su vida: la Casa Blanca, desde donde gobernará con los pulgares febrilmente activos en su Twitter, sin guionista que le dicte diálogos, eso sí: tampoco, ojalá, sin complaciente happy end.
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Es un Elliott senil a bordo de un Titanic con una guerra civil en proceso, y ninguna conciencia moral. Sus amenazas y bravatas demuestran una desconfianza imposible de desarraigar en las actuales instituciones. Como la realidad no es una película, el pueblo estadounidense buscará salvarse en ese edificio ingobernable, donde más de la mitad de los inquilinos precisamente repudian al solitario rebelde antisistema, tirano color naranja y grotesco WC cerebral con peluquín de tapadera, que se cree, en efecto, duro de matar. ¿Cómo acabará? Seguro habrá en años varias películas que lo cuenten.
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FOTO: La creación que el cine hollywoodense ha hecho de estereotipos de solitario antisistema, con fuerte influencia en el incosnsciente colectivo va desde películas de los años de entre guerras hasta producciones clásicas de la era Reagan, como E.T y Duro de Matar. En la imagen, una secuencia de E.T. El extraterrestre.
Crédito de foto: Especial
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