De los efluvios del cuerpo

Oct 19 • destacamos, Ficciones, principales • 10905 Views • No hay comentarios en De los efluvios del cuerpo

POR FRANCISCO GONZÁLEZ CRUSSÍ

 

De nada sirven lamentos, ni exasperación, ni enojo: es parte de la humana condición que el cuerpo despida emanaciones odoríferas, y no siempre agradables. Montaigne, en un breve ensayo sobre el olor corporal, dice que a pesar de ser fama que algunos, como Alejandro Magno, despedían un sudor de agradable aroma, tan intenso que dejaba perfumadas sus camisas, “el modo común del cuerpo es al contrario, y la mejor condición que puede tener es estar exento de todo olor”. En esto coincidía con el sentir de Plauto, quien en su comedia Mostellaria (I. iii, 7) dice del olor femenino aquello de que “Mulier tum bene olet, ubi nihil olet” (“La mujer, desde que no huele a nada, huele bien”). Pero no todos han pensado así. En la Inglaterra Isabelina, antes de que las costumbres adquiriesen el sello de puritanismo y flemática reserva que les fue impreso posteriormente, los británicos eran gente osada y turbulenta: entre ellos se estilaban las “manzanas del amor”. Las mujeres colocaban una manzana pelada bajo su axila, para que se impregnase de olor corporal, y así preparada la obsequiaban al amante; entonces podía éste evocar la presencia de la amada, mediante inhalaciones. Que en seguida se la comiera me parece lo más lógico: la antropofagia se vislumbra en el oscuro trasfondo del erotismo.

 

Sin embargo, los enamorados son una excepción: su conducta y juicios, más o menos aberrantes, vienen de un estado fisiológico que no sabemos bien a bien si fuera mejor llamarlo patológico. En todo caso, son ellos quienes principalmente han propalado la versión de que todas las grandes seductoras de la historia poseían cuerpos con un delicioso y embriagador perfume; ese aroma es parte de la inefable aura femínea, fragua donde se forjan las invisibles cadenas que mejor aprisionan, someten y retienen a los hombres. Ya desde tiempos bíblicos, el amante místico del Cantar de los Cantares, usando el lenguaje del erotismo, proclamaba: “Como un Líbano de aromas / De tus vestidos el olor […] De nardo y azafrán / Caña aromática y canela / De todos los árboles de incienso / La quintaesencia de cada perfume…”1 Así de Judith, así de Dalila, y de cuantas fatales seductoras en el mundo han sido. Su natural quintaesencia de nardo, azafrán, caña y canela aparentemente jamás ha podido ser reproducida por la industria química en los cosméticos modernos.

 

Pero una ley inflexible que rige nuestras vidas decreta que a cada placer suceda un dolor, y a cada delicia un tormento. Cuando bien se mira, un frío cálculo arroja un total mayor del lado de las penas que de las alegrías. Por eso es inevitable que a todo aroma que exulta corresponde una o más fetideces que asquean. Si bien las bellas seductoras difunden vapores que cautivan, del cuerpo de la mujer pueden también dimanar aires mefíticos que repugnan. Hablando de una cortesana, Marcial observa en uno de sus epigramas que la dama apestaba “a macho cabrío recién terminados sus amores, o a una boca de león, o a polluelo pudriéndose en un huevo abortado”. Su fértil imaginación le sugiere otra comparación no menos ofensiva: dice que su olor era comparable al de una vasija de sobador rota en medio de la calle. Los trabajadores encargados de la sobadura del cuero en la antigua Roma utilizaban la orina en su trabajo, y Marcial quiso indicar que la orina de la vasija era ya vieja, y en consecuencia fétida.

 

Tampoco se crea que un olor corporal repelente es solo el atributo de los marginados, los indigentes o los derrelictos en el océano de la vida. No, los encumbrados y privilegiados están al mismo nivel con aquellos en cuanto al olor de sus personas. Así el poderoso Luis XIV de Francia, el Rey Sol, despedía una terrible hediondez en sus pies. Tanto, que muchos aristócratas dejaron el círculo inmediato del monarca por ese motivo, y Fagon, principal médico del rey, decía de ellos que “habrían llegado a ser perfectos miembros de la corte si hubiesen tenido menos nariz”. Que el mal olor resultara de las deficientes reglas de higiene imperantes en su tiempo, o que factores hereditarios ejercieran su influjo, es algo que me parece imposible de determinar. Pero es un hecho confirmado por los historiadores que el abuelo del Rey Sol, el popularísimo y admirado Enrique IV, de quien los franceses hablan como “el buen rey” (le bon roi), también se distinguía por esta singular y nada atrayente característica. Un cronista de aquel tiempo, Tallémant des Réaux, nos cuenta que cierta distinguida dama cercana al monarca, Madame de Verneuil, declaró con el desenfado y llaneza entonces en boga: “Buena cosa es que sea rey: sin eso nadie lo aguantaría, porque apesta a carroña”.

 

El término técnico que designa tan desafortunada condición es “bromidrosis” (del griego bromos, brvmoV, fetidez, + idros, idrwV, sudor). Puede provenir de pies, de axilas, o de todo el cuerpo. En ocasiones es tan intenso, que para la persona que lo sufre es en extremo desesperante. Puede acentuarse o atenuarse; como quiera que sea, el efecto social puede ser devastador. La medicina contemporánea reconoce estos malhadados estados del cuerpo. Los médicos del ámbito anglosajón los agrupan bajo el término de “malodor syndromes”, que en buen castizo podría pasar como “síndromes de hediondez”. Entre ellos destaca “el síndrome de olor a pescado”, o en términos técnicos, trimetil-aminuria. Los sujetos afectados eliminan la maloliente trimetil-amina a través de sus secreciones, porque en virtud de una deficiencia genética carecen de una enzima que convierte este compuesto químico (el cual se origina normalmente a partir de los alimentos), en un derivado inodoro. Como resultado, el sudor, el aliento y la orina adquieren un olor que semeja el del pescado en descomposición. El rechazo, el ostracismo y la discriminación que la sociedad impone sobre estos infelices han llevado a algunos al suicidio. Este padecimiento es raro, pero no es más que uno de los síndromes que cursan con desagradable olor corporal. La prestigiosa revista médica británica The Lancet publicó en 1995 una carta de un grupo de médicos que decían haber recibido, después de la aparición de un artículo sobre el tema, cientos de cartas de pacientes desesperados que describían sus sufrimientos por causa de olor corporal repugnante: unos decían que el olor era fecal, otros ácido, otros más, parecido al del queso, o al de comida en descomposición. No pocos se declaraban incapaces de formular una descripción justa en el lenguaje cotidiano, pero no dejaban duda sobre la gravedad de su preocupación, pues habían necesitado ayuda médica para superar un estado de depresión.

 

Montaigne, en su arriba citado ensayo, nos dice que ha notado que los olores ejercen diferentes acciones sobre su persona, dependiendo del estado en que se encuentra, y que “los médicos podrían derivar de los olores mayor utilidad de la que obtienen”. Declara en seguida que está de acuerdo con quienes piensan que la costumbre de quemar incienso y otras substancias odoríferas en los templos (los mexicanos pensamos, desde luego, en el copal), tan extendida en todas las religiones, tiene por objeto regocijar el ánimo, purificarlo y disponernos a la contemplación religiosa. Solo en parte estoy de acuerdo con el ilustre ensayista galo. Tras de haber visto el enorme incensario, el famoso botafumeiro que se hace oscilar de un extremo a otro de la nave de la catedral de Santiago de Compostela, me inclino hacia la versión que atribuye al incienso otra función mayor: la de quitar, apagar o disfrazar el hedor despedido por la masa de sudorosos fieles congregados en el sacro recinto.

 

Aunque es cierto que los médicos no se han aprovechado de los olores para diseñar sus tratamientos, la verdad es que no han sido parcos en incorporarlos al diagnóstico. La “aromaterapia” sigue perteneciendo más bien a la medicina alternativa que a la llamada “medicina oficial”; en cambio esta última cuenta con una rica tradición de estudio y sistematización de los olores del cuerpo en la salud y la enfermedad. No es de extrañar este marcado interés, pues durante mucho tiempo las enfermedades contagiosas se relacionaron con aires corruptos o exhalaciones mefíticas de lugares insalubres, o en el aliento de personas capaces de transmitir el contagio.

 

En la antigüedad, Plinio el Viejo consideraba el aliento de las mujeres durante los menstruos particularmente tóxico. Un autor holandés, de nombre Stephan Blankaaert, repetía esta creencia en las postrimerías el siglo XVII, excepto que era ya llegado el tiempo del racionalismo, cuando los microscopistas holandeses, liderados por Leeuwenhoek, asombraban al mundo con innumerables descubrimientos, incluyendo la existencia de seres increíblemente pequeños. Blankaaert, en consecuencia, propone que en las partículas del aliento exhalado por las mujeres menstruantes “hay diminutos gusanos invisibles que tal vez logremos ver, creo yo, mediante el uso de apropiadas lentes de aumento, si colectamos el aliento sobre una lámina de vidrio”.2

 

En la venerable tradición olfativa de la medicina diagnóstica, se esperaba que el médico afinara su sentido del olfato hasta obtener un altísimo grado de discriminación. Debía ser capaz de reconocer una impresionante variedad de olores, porque estos se correlacionaban con distintos padecimientos. El entrenamiento nasal de un clínico sobresaliente tenía que ser exquisito, comparable al de un experto en perfumería (aunque, ¿quién lo duda?, en un campo muchísimo menos agradable). Su habilidad diagnóstica se incrementaba a la par de su percepción olfativa.

 

Leo los libros de texto de la medicina clínica del decimonónico, y no ceso de asombrarme ante la cantidad de diagnósticos que supuestamente podía hacerse por este medio. Me entero de que los pacientes con fiebre tifoidea huelen a pan recién horneado (olor más bien agradable); los enfermos de escrófula, a cerveza rancia; una emanación metálica, como de cobre, se percibe en los pacientes tratados con mercurio contra la sífilis; en la fiebre amarilla, el olor recuerda el de una carnicería; los niños parasitados por el gusano Ascaris tienen un aliento con un cierto olor a ajo, otros dicen a rábano. En la revista Medical Record del 21 de julio de 1877, aparece este sorprendente reporte: el Doctor Hammond, de Nueva York, asegura que una paciente histérica despide un olor a piña durante las crisis; otra paciente sudaba solo en la mitad izquierda de la superficie anterior del tórax y exhalaba un olor a iris, el cual se debía a la presencia de éter butírico. La gangrena pulmonar se descubre cuando el esputo del paciente adquiere un olor a “yeso recientemente echado a perder” —símil que tal vez era fácilmente comprensible en el siglo antepasado, pero que ciertamente me escapa—. Los envenenados por cianuro huelen a almendras agrias.

 

Huelga decir que el médico del pasado debía ser un hombre (en efecto, raras eran las mujeres que ingresaban a la profesión) de estómago a toda prueba, es decir, capaz de vencer su repugnancia. Son estos esforzados clínicos quienes nos informan que en la albuminuria el olor de la orina recuerda el del caldo de ternera, y en otros casos el de buey, agriado; que los pacientes con albuminuria pueden comer espárragos sin que su orina adquiera el olor característico de este comestible; que el pus tiene un olor repugnante, ligeramente nauseoso, pero que adquiere diferentes características según el padecimiento que lo produce y el órgano afectado; así, en los abscesos hepáticos adquiere un olor amoniacal de bilis putrefacta, mientras que en los abscesos mamarios el carácter es butírico, debido a la putrefacción de la caseína en la leche.

 

No tiene caso proseguir la enumeración de las cualidades olfativas de las secreciones y excreciones humanas. Los médicos de antaño llenaron volúmenes enteros con detalles que el lector de hoy no puede menos que encontrar asombrosos por su acuciosidad, pero también repulsivos y aborrecibles por su naturaleza. El médico, en tiempos pasados, olía el paciente, olía su orina y sus deyecciones. Este proceder lo hacía fácil blanco de las sátiras: Francesco Petrarca, en su Invectiva contra un médico, compara al galeno con una abubilla, “pájaro insectívoro del tamaño de una tórtola” dice el diccionario de la RAE, que es “agradable a la vista pero de olor fétido”. Comúnmente se veía el ave en los basureros o depósitos de inmundicias, y su olor repelente se atribuía a su hábito de rondar por esos sitios. Así el médico, de puro frecuentar los sitios malolientes, los hospitales, los recintos donde sufren los enfermos, y de puro examinar de cerca los productos expelidos del organismo, termina contaminándose de esos olores. Cómo no recordar aquel poderoso pasaje de El sueño de la muerte de Quevedo, donde el inigualable satírico representa a los médicos examinando cuidadosamente la orina del paciente, como era de rigor, y dice: “van al servicio y al orinal a preguntar a los meados lo que no saben, porque Galeno los remitió a la cámara [excremento] y a la orina, y como si el orinal les hablase al oído, se le llegan a la oreja, avahándose los barbones con su niebla…” Quevedo nos hace ver cómo el vaho que despide la orina, igual que los efluvios que se desprenden de otras repugnantes materias, impregna no solo los ropajes, sino las barbas y el cuerpo mismo de quienes, por razón de su profesión, deben pasar su vida entre desperdicios y bardoma.

 

Los médicos de hoy día tienen mucha razón en alegrarse de que la tecnología médica moderna los ha liberado de tan ingratas tareas. De aquella época heroica apenas quedan residuos. El estudiante de medicina todavía aprende que el aliento de enfermos con acidosis diabética es “frutal”, comparable al de manzanas podridas, o que las madres de bebés con fenil-cetonuria son las primeras en diagnosticar esta rara enfermedad metabólica al detectar un olor característico (“ratonil”, dicen algunos; “mohoso”, señalan otros) en los pañales y el aliento de su cría. De modo semejante, los libros de texto de medicina aún señalan la existencia de olores característicos en una que otra enfermedad, sobre todo raros padecimientos de origen metabólico. Pero lo hacen raramente, a título de mera curiosidad, o como recurso mnemotécnico, o quizá, ¡Dios nos libre!, tratando de amenizar la aburrida prosa de los libros técnicos de la profesión médica.

 

El aliento del enfermo, igual que otras emanaciones corporales, contiene información de utilidad diagnóstica. Véase, si no, el ejemplo de perros entrenados que son capaces de detectar, con pasmosa precisión, la presencia de cáncer y otros padecimientos en muestras de orina u otros especímenes provenientes de sujetos enfermos. Pero, por supuesto, el médico contemporáneo no va a regresar a la época en que el diagnóstico dependía de qué tan bien imitaba a un sabueso. Tampoco es recomendable, por multitud de razones que aquí es imposible detallar, recurrir al uso sistemático en la clínica de perros entrenados en el diagnóstico olfatorio. Se habla, en cambio, de perfeccionar modelos ya existentes de la máquina conocida como la “nariz electrónica”. El paciente exhala en un recipiente conectado a un dispositivo que analiza, mediante avanzada espectrometría, las moléculas presentes en el aliento, y produce un trazado que representa el perfil molecular típico del padecimiento.

 

He aquí un método científico, reproducible, confiable, y admirablemente exacto. Son ya pasados los tiempos en que el médico sentía el paciente, y es inminente el arribo de los tiempos en que no será necesario ni siquiera verlo. ¿Olerlo? No solo era algo repugnante y desconfiable como procedimiento diagnóstico, sino que caía por debajo de la dignidad de tan augusto profesional. ¿Auscultarlo? ¿Palparlo? ¿Percutirlo? ¿Para qué, si ya desde ahora existen técnicas que hacen el cuerpo transparente, y permiten ver las alteraciones estructurales de los órganos con absoluta claridad, hasta en sus más apartados recovecos y sus más recónditos escondites?

 

Imagine el lector que vive en un futuro relativamente no muy lejano —digamos, a medio siglo o a más tardar un siglo de distancia—. Imagine a continuación que tiene, por desgracia, motivos de salud que lo obligan a ingresar a un hospital. En el curso de la investigación diagnóstica, verá enfermeras que colectan muestras de su sangre u otros especímenes; un técnico altamente especializado que le hace un examen por ultrasonido; otro que lo somete a la última versión de tomografía computarizada o resonancia magnética; un técnico más (ciertamente no un médico) le hará exhalar en una “nariz electrónica”, que para entonces, gracias a la nanotecnología, será una máquina portátil que se puede traer a la cabecera de la cama. A su médico —suponiendo que todavía pueda hablarse de “su médico”, o “médico familiar”, es decir, un experto en cuidados de la salud con quien se establece una relación personal— lo verá raramente, y siempre de prisa. Será un hombre muy al corriente de los adelantos científicos que le incumben. Y precisamente por eso invertirá gran parte de su tiempo extralaboral en mantener su competencia profesional y casi todas sus horas de trabajo escudriñando los sofisticados análisis biotecnológicos. Es natural y está bien que así sea: porque esos exámenes, esos análisis, le aportarán una información mucho más cabal e inmensamente más precisa del estado del cuerpo del enfermo que la que podría obtener examinándolo físicamente, sin más ayuda que sus cinco sentidos.

 

El resultado de todo esto será que el diagnóstico será mejor, más expedito e informativo que hoy; más eficaz y más exacto de lo que podemos imaginar. Es justo suponer que también el tratamiento será mejor y, por ende, la probabilidad de sanar estará correlativamente incrementada. Pero, paradójicamente, en medio de toda esa eficiencia, de esos adelantos y ese rutilante equipo médico, el paciente no se sentirá tan bien como era de esperarse. Al contrario, se sentirá confuso, desconcertado, perplejo y como desvalido y abandonado. Porque añorará la calidez del contacto humano; extrañará la sensación de una mano tibia que oprime la suya en medio de su sufrimiento; echará de menos unos ojos que lo miren, si no compasivamente, al menos con destellos de interés por comprenderlo. Y no sería raro que le hiciera falta inclusive ver que alguien tiene un gesto de repulsión al acercarse a su cama. Porque intuitivamente sabe que tras esa mueca está el temor a la enfermedad y la muerte, y eso le recordará que vive entre seres de carne y hueso, que sigue siendo miembro de la atribulada especie humana. El que huele mal y el que hace un mohín involuntario al percibir el mal olor: he aquí dos seres de algún modo hermanados por la irrevocable amenaza de la muerte que a todos nos espera, es decir, un futuro común de descomposición, putrefacción y hediondez.

 

 

1 Guido Ceronetti, El Cantar de los Cantares, traducción de Claudio Gancho, El Acantilado, Barcelona, 2001, p. 21.

 

2 Citado por el doctor Cabanès en Les Cinq Sens, Le François, Paris, 1926, p. 257. Cabanès reporta el título del libro de Blankaaert, escrito en flamenco, como Nieuw ligtende praktyk der medycynen waar in getoont werd dat alle zietken, Jam ten Hoorn, Amsterdam, 1685.

 

*Fotografía: “Smell”, de Jan Miense Molenaer, 1637.

 

 

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