De San Cayetano a la Imprenta Universitaria
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Las enseñanzas que los padres jesuitas dieron a Batis durante sus años juveniles fueron decisivas para sus primeros empleos, como el que tuvo en la Imprenta Universitaria de la UNAM, espacio donde conoció a escritores que lo vincularon al periodismo cultural
POR HUBERTO BATIS
En una ocasión, estando en Cuernavaca, me fui a conocer al padre Gregorio Lemercier. Recuerdo que dirigía un convento benedictino que estaba a la entrada de esa ciudad. En un monasterio de esta orden, cualquier persona puede tocar a la puerta y los frailes tienen la obligación de recibirla y ofrecerle hospedaje. A cambio, se tienen que obedecer las reglas de ese lugar, como ajustarse a sus horarios, los cuales son marcados por toques de campana: horas de meditación y de estudio. La comida, aunque suele ser muy raquítica, te engorda como cerdo, pues se basa en muchos granos, pan y tortillas. A cada persona le toca un huevo a la semana y un bistec delgadito al mes.
Durante cinco años yo llevé esa vida cuando estuve en el internado de San Cayetano, Estado de México, en la zona donde nace el Río Lerma. Ahí teníamos unas vacas y un gallinero. Una vez a la semana partía una camioneta grande a la Ciudad de México para comprar alimento para las cerca de doscientas personas, entre estudiantes y padres superiores.
San Cayetano está muy cerca de Santiago Tianguistenco, entre hermosos bosques. Desde la Ciudad de México se debe tomar la carretera Picacho-Ajusco y tomar el antiguo camino a Chalma, que baja a Coatepec, Jalatlaco y finalmente a Santiago Tianguistenco. San Cayetano era un sitio precioso con un viejo molino movido por el caudal de un río que movía las aspas. Mataban un becerro a la semana para darnos de comer. Se vivía a toque de campanilla. Los estudiantes vivían en camarillas y sólo tenían un catre, un buró, un aguamanil y un perchero. Afuera contaban con un pupitre en el que guardan sus útiles de estudio.
A nosotros nos dividían en noviciado, juniorado y teologado, con un intermedio que se llama “de maestrillos”, en el cual los jesuitas vienen a enseñar a los colegios de México, Guadalajara, Torreón y otras ciudades. En el noviciado estuve internado cinco años, entre los 15 y los 20; los primeros dos los pasé entre San Cayetano y la Ciudad de México, en unas instalaciones jesuitas que estaban donde actualmente está el ITAM. Recuerdo que la primera vez que llegué de Guadalajara fue en un camión en el que encontré lugar en una tabla entre las dos filas de asientos. Entonces el camión era más barato que el tren y llegaba a una terminal que estaba en algún punto sobre la avenida San Juan de Letrán, donde me recibió una tía mía, la historiadora Berta Ulloa Ortiz, prima de mi mamá.
En San Cayetano cursé el equivalente a los estudios preparatorios. Tuve profesores en el taller de escritura a los que les debo mucho: Javier Ortiz Monasterio y Alberto Valenzuela Rodarte. Con ellos aprendí algunos rudimentos de latín y griego, los idiomas universales de la Iglesia Católica Romana. Recuerdo que a un hermano de Ortiz Monasterio lo expulsaron porque un 15 de septiembre se le ocurrió gritar en el dormitorio: “¡Viva México, cabrones!” Comencé a escribir varios diarios en los que narro mis experiencias. Los seguí durante algún tiempo luego de que entré a estudiar a la universidad.
Esos conocimientos que adquirí del latín me ayudaron a acreditar esa materia en la Facultad de Filosofía y Letras. Me examinaron tres maestros en un examen que se llama “a título de suficiencia”. Fue muy riguroso, pero lo pasé. Me sabía de memoria poemas de Virgilio, Horacio y Catulo.
Todo eso me sirvió para conseguir mi primer trabajo cuando llegué a la Ciudad de México. Como ya he contado, fue en la Imprenta Universitaria, en la calle de Bolivia 17, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Afortunadamente, al construir la Ciudad Universitaria, dedicaron un edificio a las publicaciones. A los diez años de trabajar ahí, el rector Barros Sierra me nombró su director, en lugar de Rubén Bonifaz Nuño, quien pasó a ser coordinador de Humanidades. Me tocó estar en la imprenta cuando vino la matanza de Tlatelolco. Ahí también me hice muy amigo de Jesús Arellano, jalisciense como yo, pero de Ayo El Chico, hoy Ayotlán. Él tenía una revista literaria que se llamaba Me[n]táfora. Ahí publiqué algunos textos que me abrieron las puertas a otras publicaciones. Jesús Arellano tenía pleito casado con mi amigo Jorge Carpizo, quien luego sería rector de la UNAM. En Me[n]táfora publicó a muchos otros jalisquillos, como Emmanuel Carballo, quien se asumía como jalisciense aunque en realidad había nacido en Michoacán.
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FOTO: RICARDO SALAZAR / CORTESÍA DE HUBERTO BATIS
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