Del Popocatépetl a Nueva York

Mar 31 • Conexiones, destacamos, principales • 3250 Views • No hay comentarios en Del Popocatépetl a Nueva York

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En esta entrega de sus memorias, Huberto Batis cuenta cómo el espíritu viajero lo llevó a recorrer desde las tierras de Sor Juana hasta las calles de la Gran Manzana

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POR HUBERTO BATIS

Hace unos días se presentó el libro Protagonistas del suplemento sábado de unomásuno, una serie de entrevistas de Catalina Miranda, quien fue mi secretaria de redacción del suplemento sábado a finales de los años 90. La carátula incluye dos versiones de un retrato que le hice a Inés Arredondo: la fotografía que le tomé y una versión en dibujo que hizo nuestro ilustrador “Ero-Díaz”. Esa fotografía de Inés es una de mis favoritas porque ahí aparece ella mostrando las rodillas, una parte del cuerpo femenino que a mí más me atrae.

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Inés Arredondo fue la intelectual con la que tuve más cercanía. De las discusiones que tuvimos retomé muchas de sus ideas y enriquecí las mías. Buena parte de su formación se dio en Uruguay, adonde se fue a vivir y a trabajar con su primer marido, el poeta Tomás Segovia. Allá aprendió mucho de la crítica de arte Martha Traba y de su esposo, Ángel Rama. Tiempo después, Rama visitó México y me dio muchas ideas para sábado, un suplemento que él conocía por su infinita curiosidad.

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Puedo decir que Inés Arredondo fue causa de mi separación de Estela Muñoz Reinier, mi primera esposa. Todo sucedió durante un viaje que hizo Estela a París. A su regreso yo estaba muy unido a Inés. Habíamos hecho todo tan en secreto que una noche, mientras nos acariciábamos en total oscuridad, su hija Inés entró a la recámara. Estaba muy inquieta. Inés y yo nos quedamos en silencio. Inesita se desahogó y se retiró a su recámara.

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Cuando me fui de mi casa de Tlalpan, por imposición de Estela, llegué a casa de Inés con mi maleta. Ella me dijo: “¿Qué haces aquí? Aquí no te quedas”. Ella tenía una gran ética, incluso en medio de estas relaciones turbulentas, pues esa noche sólo me dejó dormir en la cama de su hijo Francisco. Así de estricta era. Antes ya nos había corrido a Tomás Segovia y a mí, una noche de Navidad; el motivo fue que Tomás llegó de improviso a visitar a sus hijos durante la cena y yo defendí su intención de quedarse. Inés lo tomó como una imposición inaceptable. Tomás y yo compartimos la cena de Navidad en una cafetería de la colonia Roma.

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Poco después empezamos a salir de paseo con nuestros hijos, todos juntos. Ella llevaba a Inés, Ana y Francisco; y a mis hijas Gabriela y Ana Irene, quien desgraciadamente ya murió. Íbamos a unos balnearios que se llaman Agua Hedionda porque son manantiales de aguas sulfurosas, probablemente del volcán Popocatépetl, que está muy cerca. Nos paseábamos muy a gusto por los rumbos de San Miguel Nepantla, la tierra de Sor Juana, y en las noches nos hospedábamos en un hotelito cerca de Cuautla, con el imponente volcán de fondo.

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Ante su negativa a quedarme a vivir con ella, empecé a rentar un departamento en Polanco, en la esquina de Mariano Escobedo y Euler, arriba de la Librería Reforma, de Vicente Alverde. Ese departamento fue escenario de mis soledades, pero también fue un refugio para Inés, quien lo usaba para escribir su tesis sobre Jorge Cuesta. Un día llegué y encontré la máquina de escribir con la última cuartilla con frases de desesperación porque no hallaba cómo terminar las conclusiones. Esa tesis luego la examinamos con Luis Rius y le dimos mención honorífica.

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En esa época también se dio mi primer viaje a Estados Unidos: fue por invitación de Vicente Alverde, “el poeta del alba”, como lo bauticé; fuimos con su hermana Pilar y su esposo Manuel Orozco, sobrino del “regente de hierro”, Ernesto P. Uruchurtu. Nos paseamos por Nueva Orleans en las fiestas de la Pascua. No me arrepiento de haber gozado aquellos años de felicidad. Vicente y yo nos conocimos por correspondencia, porque así me mandaba sus poemas que yo publicaba después en Cuadernos del Viento.

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La segunda vez que viajé a Estados Unidos fue por invitación de Beatrice Trueblood, a quien había conocido en el Comité Editorial de los Juegos Olímpicos de 1968. Con ella viajé a Nueva York y ahí trabajé en la primera edición del libro sobre la Ciudad de México que hizo Pedro Ramírez Vázquez. Me tocó vivir a cuerpo de rey en el hotel Waldorf Astoria, pero también conocí la modestia en la que vivía Beatrice; ella rentaba un departamento en el que los escalones estaban llenos de basura. En un cuartito tenía todas sus cosas. En la acera de enfrente había una cárcel. Desde ahí se asomaban los presos y gritaban obscenidades que, por cierto y por suerte, no entendía.

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También fui a Nueva York a visitar a “la bella” Beatriz Baz, una actriz muy famosa en esa época por la telenovela Corazón salvaje y después por la película Trampas de amor. Para mí fue muy gozoso volverla a ver y muy triste, dejarla en el hospital donde la atendían. Recuerdo que nos fuimos en taxi desde el aeropuerto hasta Central Station, en la Quinta Avenida. Se recuperó de su enfermedad porque la vi nuevamente en México, años después. Supe por Luis Prieto que murió trágicamente en El Paso, Texas, en 2010. Todavía conoció a mis hijos con Mercedes Benet Marsá.

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De pronto me vi en total soledad y desamparo. Volví a mis libros y a mis alumnos de la Universidad, a los que dediqué cincuenta años, con total alegría. No echo de menos aquellos años de felicidad.

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FOTO:  Huberto Batis en un bote de basura en la ciudad de Nueva York. Ca. 1969. / Tomada del libro “Lo que Cuadernos del Viento nos dejó”

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