Deleuze antes de Guattari
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Entre las parejas famosas, la de Gilles Deleuze y Félix Guattari es una de las últimas en permanecer en el imaginario, junto a otras más prominentes, geniales, apasionadas, hechizas, disparejas o chuscas: Marx y Engels, Dostoievski y Tolstói, Pierre y Marie Curie, Wilde y Bosie, Frida y Diego, Sartre y Beauvoir, Viruta y Capulina.
Leer la monumental biografía de François Dosse (Gilles Deleuze y Félix Guattari. Biografía cruzada, 2007), no es suficiente para entender la casi milagrosa empatía intelectual lograda por un filósofo profesional (Deleuze, 1925-1995) y un psicoanalista disidente (Guattari, 1930-1992), a través de una comunión estilística tan misteriosa como la de otra pareja célebre, la de Borges y Bioy.
No se sabe exactamente cómo manufacturaban sus libros —Deleuze, al parecer, mandó destruir sus borradores antes de dejarse morir— pero es certero decir que fue el loco Guattari quien cambió a Deleuze, transformando a un pulcro especialista académico en Bergson, Nietzsche y Spinoza, en un profeta controvertido y actualísimo, a partir de El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia (1972), su primera obra al alimón.
Es frecuente escuchar decir que la obra de Deleuze & Guattari fue la charlatana danza de la muerte del postestructuralismo, un postrero estilo churrigueresco que Francia, negada al Barroco, al fin tuvo con ellos. Pero nunca falta un severo filósofo analítico oxoniense, como Moore, levantando la mano para señalar a Deleuze como uno de los grandes metafísicos, o un censor germánico de la filosofía francesa contemporánea, un Manfred Frank, por ejemplo, quien, tras descartar los casi infinitos dislates y aberraciones, “la chifladura” que puebla casi toda su obra, coloque al Deleuze pre-Guattari, el de Diferencia y repetición (1968), como un estético digno de codearse con Kant y Schleiermacher. No fue Deleuze dueño del siglo XX, como lo dijo su protector Foucault en 1969. Lo es del siglo XXI. Lo digo a mi pesar.
En una observación que puede extenderse a buena parte del postestructuralismo y la Deconstrucción, es Frank, en ¿Qué es el neoestructuralismo? (1984), quien dice que el problema con Deleuze & Guattari es que, pese a la vasta experiencia psiquiátrica del segundo (y el horror que Gilles sentía cuando acompañaba a su colega al manicomio de La Borde dirigido por aquel), todos sus ejemplos y documentos provienen de la literatura y no de la clínica. Tienen su origen, como el propio Edipo freudiano, en la ficción o el mito, y no en la realidad (piénsese lo que se piense de la consistencia científica de ese concepto), y son ajenos a toda verificación que no sea la de la complacencia con la cual la literatura se lee a sí misma.
A la crítica literaria, finalmente, hemos llegado. Es Proust y los signos, de 1964, que Deleuze modificará, en la segunda edición (la de 1970), para demostrar su amor de maestro convertido en discípulo, por Guattari y hacer de Marcel Proust una máquina “productora de signos de diferentes géneros”, el libro que nos permite empezar a preguntarnos si alguna importancia tuvo su autor como crítico literario.
Leído entre el conjunto de la ingente crítica proustiana debo decir que Proust y los signos me decepcionó (nunca antes lo había leído). Se junta con lo que la fenomenología decía entonces de Proust y confirma lo muy bergsoniano que era Deleuze (ninguno de sus heteróclitos comentaristas le niega ese vitalismo) y lo muy bergsoniano que fue Proust, y no porque fuera Bergson su pariente (hasta fue paje en la boda del joven filósofo con una prima de su mamá), sino porque la época era bergsoniana: los novelistas aspiran los aires de su tiempo. Pero, los buenos, no leen filosofía para escribir novelas y Proust, como todo novelista que se respete, rechazó ser representante de aquella filosofía a la moda.
En Le bergsonisme (1966), el estupendo tratadillo de Deleuze, aparecen las cuatro paradojas bergsonianas (el pasado es ontológico, la diferencia entre pasado y presente es sólo perceptiva, el pasado y el presente no se suceden sino coexisten, y el psiquismo se limita a repetir esa diferencia) y las cuatro se aplican a En busca del tiempo perdido, a cuyo autor le aburrían los libros de Bergson. Será en otro libro deleuziano, la Presentación de Sacher–Masoch. El frío y el cruel (1967), pobretona monografía comparada entre el archifamoso Sade y el olvidado inventor del masoquismo, donde aparezca Franz Kafka, la presa mayor a cazar por Deleuze & Guattari, en la siguiente década, con Kafka. Por una literatura menor (1975).
Kafka. Por una literatura menor, como le ocurre a tantos clásicos del postestructuralismo, es pan comido para la letalmente ominívora erudición académica, pero no sólo por lo que dice de sus autores, o por la novedad de su terminología maquínica y futurista, más propia de Verne y Wells que de Lévi–Strauss y Derrida, sino porque fue una reveladora y por momentos genial relectura de Kafka.
Tras descartar a la Culpa y a la Ley como verdaderas preocupaciones de Kafka, nos recuerda Deleuze que “cuando Kafka leyó El Proceso a sus oyentes les dio un ataque de risa, del que no se libró ni el mismo Kafka”, según contaba Brod, el legatario desobediente. Sacar a Kafka de las pesadumbres y tinieblas del Antiguo Testamento, del psicoanálisis y del existencialismo, acercándolo a “la ironía y el humor clásicos”, el de Platón, hará de Kafka. Por una literatura menor, gran crítica.
La difunta Pascal Casanova, quien odiaba a toda la crítica fascinada con la oracular oscuridad del lenguaje, de mala gana hubo de reconocer, en Kafka en colère (2011), que Deleuze & Guattari tenían la razón al decir: “Nunca ha habido un autor más cómico y alegre desde el punto de vista del deseo: nunca un autor más político y social desde el punto de vista del enunciado. Todo es política, comenzando con las cartas a Felice”. Y, concede Casanova, que “tuvieron el inmenso mérito de arrancar a Kafka de las garras de la crítica psicológica que pretendía el monopolio interpretativo después de haber enunciado aquello que consideraba como la verdad última de la obra”.
Otorgado el reconocimiento, Casanova regaña a Deleuze & Guattari por su ignorancia histórica, duda de lo que entienden por “literatura menor” y los despacha por padecer, digamos, de “la enfermedad infantil del izquierdismo”con todo lo que ello significa, en incongruencia mental disfrazada de distinción de estilo y en pobreza en ideas encubierta por una imaginería furiosa.
Todas las creaturas de la filosofía literaria del también llamado “neoestructuralismo” vienen de los dobles inventados por Artaud y de los locos repudiados (y no tan secretamente admirados) por la Ilustración y la romántica sociedad burguesa. Nuestra pareja agregó a sus preferidos, desde luego: Tieck, Hoffmann, Von Kleist, Sacher-Masoch, y, como hemos visto, Proust y Kafka. El esquizo de Deleuze & Guatarri es el avatar que el 68 más profundo, el de la Teoría, necesitaba para hacer renacer al maldito y al rebelde. El refractario, siempre idéntico y siempre distinto, tomaba a K como signo.
FOTO: El filósofo francés Gilles Deleuze (1925) es considerado entre los más influyentes del siglo XX. Crédito: Anagrama
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