Damien Chazelle y el dinamismo añorante

Feb 4 • Miradas, Pantallas • 15749 Views • No hay comentarios en Damien Chazelle y el dinamismo añorante

POR JORGE AYALA BLANCO

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En La La Land (EU, 2016), efusivo filme 3 del autor total rhodeisleño de 31 años Damien Chazelle (Guy y Madeline en un banco del parque 09 y Whiplash: música y obsesión 14; notables guiones de Grand piano 13 y Avenida Cloverfield 10 16), el bloqueadísimo irascible musiquito de jazz clásico siempre degradado Seb (Ryan Gosling) y la meserita provinciana aspirante a actriz siempre humillada en los castings Mia (Emma Stone) se encuentran en invierno durante un atroz embotellamiento godardiano y varias fracasadas veces más hasta que enchufa sentimentalmente tras ser expulsado él como pianista de bar por su sádico jefe trumpeano (el exinstructor de jazz J. K. Simmons de Whiplash) y ella sea abandonada por sus amigas al final de una parranda, en primavera ella deja plantado en plena cena a su novio convencional Greg (Finn Wittrock) para unirse a Seb, en verano viven juntos en Los Ángeles, en otoño él se unce a una banda infame y ella debuta pero renuncia como dramaturga-estrella monologal, pero luego de cinco años de nuevo en invierno, la desviación de otro embotellamiento conduce a la convencionalmente casada Mia al sótano jazzístico de Seb para desatar ambos cara a cara su dinamismo añorante. El dinamismo añorante se consigue sobre todo como un juego gozoso e inesperado de mutaciones a la vista, mutaciones que van de Méliès al posvideoclip, mutaciones que modifican sustancialmente el espacio y anulan el tiempo con un solo cambio de planos y emplazamientos de cámara, mutaciones a las que les basta un simple oscurecimiento completo hacia el precine a la Edison o hacia las siluetas vivientes de Reiniger para consumar sus arabescos y sus fundamentales intervenciones tonales de la heroína, mutaciones legibles en los cambios sufridos por un cine Rialto como ínfima sala de arte y lastimoso refugio de artistas de vanguardia o de resistencia tradicionalista, mutaciones que son a la vez efectos sensoriales y poética de la inminencia.

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El dinamismo añorante promueve cultísimas referencias cultistas a los grandes clásicos del cine danzado hollywoodense de los 30-50s (de La calle 42 de Bacon 33 y Sombrero de copa de Sandrich 35 a El pirata de Minnelli 48 y Cantando bajo la lluvia de Donen-Kelly 52) pero también acepta ecos sin ascos de las más populacheras comedias musicales de esa época, tipo la ñoña Las viudas del jazz (Mayo 42), la parcialmente genial Morena oscura (Stone 43), la erizante Sueños dorados (Hall 47) o la melcochosa Brigadoon de Minnelli 54 ya en un mundo onírico paralelo, por poner sólo algunos ejemplos, y más recientemente de los soberbios homenajes hiperconscientes a la Demy (Las señoritas de Rochefort 67), Fellini (Ginger y Fred 85), Allen (Todos dicen que te amo 97), Resnais (En la boca no 03) o Hazanavicius (El artista 11) para reciclar, revitalizar, diversificar y revigorizar el género, como aquí en Chazelle y su volátil cámara etérea hi-tech (fotografía de Linus Sandgren), su alegre delirio (canciones y música de Justin Hurwitz) y su voracidad (locaciones en monumentos históricos y un museo tecnológico), si bien las influencias-tributo particulares son más que evidentes: el tumulto de danzantes espontáneos en el embotellamiento carreteril del inicio a lo Fama (Parker 80), el dúo romántico en el mirador tipo La alegre divorciada (Sandrich 34), la creación sobre la marcha del tema principal a lo largo de un continuum reminiscente de Moulin Rouge (Luhrmann 01), la disyunción hacia el extraviado destino alternativo ya imposible al estilo La última tentación de Cristo (Scorsese 88) como una irremediable muerte recapituladora en los tiempos compactados de El show debe continuar (Fosse 79) y así.

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El dinamismo añorante secreta una poderosa y calmadamente delirante corriente positiva que resume y unifica todas las energías negativas del filme, todas sus dimensiones transdescendentes en una sola omniabarcadora y arrasante amalgama dinámica, a saber, su dimensión lela e idiota de Ba Ba Land (hay cierto margen para el dolor, la derrota y el encarnizamiento reales, fingidos y verosímiles más allá del melodrama previsible), su dimensión de Bla Bla Land (verborrea de diálogos autoexplicativos al mínimo y a lo oblicuo), su dimensión blandengue de Blan Da Land/Ablan Da Land (respuesta a una necesidad de evasión histórica similar a la preguerra de los 30s), su dimensión Glee Glee Land (todas sus temporadas seriales en una porque se reducen a cinco vivaldianas estaciones exultantes del año) e incluso una posible dimensión sangronaza y pastosamente lactosa de leche Lala Land, conjuntándolas y desbordándolas en una Da Da Land que viaja, se viaja y remite a los líricos orígenes del arte dadaísta y de la palabra misma dadá, según el rumanomoldavo Tristan Tzara y aquí con un solo ínfimo ajuste fílmico, “Dadá: salto elegante y sin prejuicio de una armonía a la otra esfera; trayectoria de una imagen lanzada como un disco de sonoro grito; respetar todas las individualidades en su locura momentánea… Libertad, dadá, dadá, dadá, alarido de los dolores crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones, de lo grotesco, de las inconsecuencias: la vida”, tal cual, vuelto aquí libertad para la alegría desaforada y para volar de felicidad cósmica en el planetario del ligue gay encubierto de Rebelde sin causa (Ray 55).

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Y el dinamismo añorante va poco a poco de menos a más hasta alcanzar grandes alturas inventivas y dramáticas en virtud de su complejidad audiovisual, ensartando temas cada vez más adultos, como el amor loco reivindicador estoico del jazz puro (menos puro show virtuosístico que en Whiplash), el llamado fatal del histrionismo, la historia de un amor fallido y la separación de los amantes, so pretexto endeble (ir a rodar una película a París) pero bajo las bendecidoras ventanas de Casablanca (Curtiz 42), con su desgarrador reencuentro de Esplendor en la hierba (Kazan 61) al cabo del tiempo deshecho y del impulso vital vencido.

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FOTO: La La Land, con Emma Stone y Ryan Gosling, se exhibe en las salas comerciales de la Ciudad de México./Especial

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