Demiurgo enamorado

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Clásicos y Comerciales

POR CHISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL


Es famosa la página de Augusto Monterroso sobre el riesgo de que los novelistas latinoamericanos o curiosos de nuestra América se enamorasen, al novelizarlos, de sus tiranos. De la selecta bibliografía, iniciada con el Tirano Banderas (1926), de Valle-Inclán y terminado, con el siglo XX, con La fiesta del chivo (2000), de Vargas Llosa, no había leído Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, cuyo centenario de nacimiento se celebra en 2017. Al único gran escritor del desgraciado Paraguay no le tenía yo mayor simpatía o desafecto, a diferencia del antipático Miguel Ángel Asturias (1899–1974), a quien sólo humanizó su paisano Cardoza y Aragón, ni la debilidad –poco compartida– que siento por El otoño del patriarca (1975), de García Márquez ni mi resuelta admiración por la última de las grandes novelas de Vargas Llosa ni el franco desprecio que me motivó la no muy lejana lectura de El recurso del método (1974), de Carpentier, ejemplo del rococó tropical tan capciosamente rechazado por Cabrera Infante.


Me impresionó la novela de Roa Bastos sobre el dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1766–1840), cuyas fechorías y excentricidades, lo mismo que su despotismo ilustrado en purísimo estado, esperaba a su novelista y ese no podía ser otro que Roa Bastos, fallecido en Asunción del Paraguay el 26 de abril de 2005. La novela, a la cual me acerqué, contra lo usual, sin la amistad o la interferencia de la bibliografía secundaria, abriéndola de golpe, es, no se necesitaba de que llegase yo para decirlo, un libro sólo comparable a las grandes obras de Sarmiento, Da Cuhna, Guimâraes Rosa, Rulfo, García Márquez.


Pertenece Yo el Supremo, sobre todo por su prosa, al dominio de lo fundacional, de lo telúrico, para disponer del tópico. Destaca por su “empapelamiento”, profuso en fuentes escritas reunidas por el novelista, desde el libelo con el cual arranca el libro en el cual el Dictador Perpetuo pide su propia decapitación y que sus fieles servidores sean ahorcados, como viudas indias arrojadas a la pira. Documentos de toda índole van nutriendo esta novela-archivo, trabajos o testimonios ya de los opositores al dictador, ya de quienes ha secuestrado, como Legard, el conocido del marqués de Sade, con el cual Roa Bastos se place en comparar a su dictador, ambos como extremistas de las Luces, uno en el gobierno y en el desgobierno del cuerpo, otro en el de ese Paraguay, alguna vez reino jesuítico, disminuido casi hasta la extinción por sus voraces vecinos durante las guerras de Independencia y durante la posterior carnicería del Chaco (1932–1935).


En ese no-país al borde de la inexistencia, centro vacío de América, Roa Bastos planta a su dictador grafómano, autodeificado en el ateísmo, idólatra del materialismo filosófico más cruel y grosero, aunque, gracias al novelista, grafómano autor incesante de aforismos, imágenes y sentencias de una originalidad honda, hiriente, como se ve desde las primeras páginas, las más suculentas, leemos en Yo el Supremo: “¿Sabes qué es lo que distingue a la letra diurna de la letra nocturna? En la letra de noche hay obstinación con indulgencia. La proximidad del sueño lima los ángulos. Se distienden más los espirales. La resistencia de izquierda a derecha es más débil. El delirio, amigo íntimo de la letra nocturna. Las curvas cimbran menos. El esperma de la tinta seca con mayor lentitud. Los movimientos son divergentes. Los rasgos se inclinan más. Tienden a tenderse”.


Aunque se glorió de su marginalidad, ajeno al Boom, desterrado de su patria, refugiado en Buenos Aires y en París, Roa Bastos fue el más borgesiano de sus contemporáneos. Sin duda, Cien años de soledad debe mucho a la circularidad postulada por la Biblioteca de Babel, pero nadie, me parece, leyó mejor a Borges que su improbable discípulo paraguayo. Mundo el suyo de escrituras, de celdas, de una verosímil historia universal de la infamia donde el Dictador Perpetuo experimenta con ratas y ratones –a los que en una ocasión al menos– dio como manjar a un gato ciego la administración de su pueblo: “Tienen los libros un destino, pero el destino no tiene ningún libro”.


Preocupado por los mitos guaraníes de la Creación, o de cierto gnosticismo que se les emparenta a causa, acaso, de mi ignorancia, Roa Bastos presenta, a través de su Dictador Perpetuo, a un Borges sexuado, capaz de concebirse como hijo de sí mismo o de colocar la maternidad en el dominio de lo masculino. Es un dinosaurio, el Gaspar Rodríguez reconstruido por Roa Bastos (pues los revisionistas se detienen, bien o mal, recientemente en su enigmática figura), capaz de empollar a su patria en un páramo, pre-histórico entre los monstruos latinoamericanos. “Únicamente, la cáscara de mi primera alma estaría rota o muerta después de haber empollado las otras,” dice, quien también lee calaveras o recoge aerolitos como otras flores.


Todas las páginas, ocurrentes o sonsas o premonitorias (de nuestra literatura secular), del Conde de Keyserling sobre la increada novedad de lo americano, viejo motivo ilustrado, palidecen ante Yo el Supremo: “Sólo nuestro torpe entendimiento cree que el azar reina en todas partes. Natura nunca se cansa de repetir sus intentos”. “En ese libro-esfera”, anota el Dictador Perpetuo a Pascal, “el mayor espanto es que a pesar de tanta luz exista el oscuro azar”.

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Sin duda, Roa Bastos se enamoró de su tirano. Lo hizo sin la irresponsabilidad o inadvertencia contemporánea de García Márquez, quien en El otoño del patriarca se ve envejecer al lado de Castro Ruz, o sin la ternura de Mutis ante su Bolívar, sin la pedantería dizque cartesiana de Carpentier. Se dio todo Roa Bastos en Yo el Supremo, al grado que el resto de su literatura, los cuentos sobre todo, sólo parecen calistenia. Como si el Dictador Perpetuo, incapaz de amar, hubiera prefigurado a su novelista: “Al principio no escribía, únicamente dictaba. Después olvidaba lo que había dictado. Ahora debo dictar/escribir; anotarlo en alguna parte. Es el único modo que tengo de comprobar que existo aún. Aunque estar enterrado en las letras ¿no es acaso la manera más completa de morir? ¿No? ¿Sí? ¿Y entonces? No. Rotundamente no.” Para el Dictador Perpetuo el escritor era un hombre sagrado. Tuvo en Augusto Roa Bastos su demiurgo enamorado.

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FOTO: Yo el Supremo, novela de Augusto Roa Bastos, abordó el despotismo de Gaspar Rodríguez de Francia, dictador de Paraguay. En la imagen, el escritor en un evento público con Fidel Castro.

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