Denis Donoghue, el viejo moderno

May 5 • destacamos, principales, Reflexiones • 4239 Views • No hay comentarios en Denis Donoghue, el viejo moderno

Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

La crítica literaria que busca la atención de aquel a quien los anglosajones, gracias al doctor Samuel Johnson y a Virginia Woolf, llaman “the common reader”, puede explicarse partiendo de un par de citas seminales. Una es de Montaigne (Ensayos, I, XXXVI) y dice: “He aquí algo extraordinario. Tenemos muchos más poetas que jueces e intérpretes de poesía. Es más fácil hacerla que conocerla. En alguna escasa medida, es posible juzgarla por medio de los preceptos y el arte. Pero la buena, la suprema, la divina está por encima de reglas y razón. Cualquiera que distinga su belleza con una visión firme y segura, no la ve, como no ve el esplendor del relámpago. No ejercita nuestro juicio: lo arrebata y devasta. El furor que aguijonea a quien sabe penetrarla, hierve también a un tercero al oírsela tratar y recitar”.

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La otra es del propio doctor Johnson, quien concluye la biografía de John Gray en su Vida de los poetas ingleses, con la siguiente muestra de satisfacción: “En cuanto al carácter de su Elegía me complace coincidir con el lector común, pues siguiendo el sentido común de lectores no corrompidos, después de todos los refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, es como debe decidirse sobre toda pretensión de alcanzar los honores poéticos. El Cementerio [de Gray] está lleno de imágenes que encuentran un espejo en cualquier espíritu, y de sentimientos respecto a los cuales cualquier pecho hace retornar un eco”.

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La primera cita está en “The Use and Abuse of Theory” (1992), de Denis Donoghue (a su vez recopilada en The Old Moderns. Essays on Literature and Theory, de 1994) y, la segunda, la ofrece Christopher J. Knight, su exégeta, en Uncommon Readers. Denis Donoghue, Frank Kermode and George Steiner and the Tradition of the Common Reader (2003).

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Si Donoghue (1928) sobrevivió, con tanto donaire, al tránsito entre la Edad de la Crítica y la Edad de la Teoría, se debe, me parece, a su naturaleza de crítico nacional irlandés. Los críticos nacionales, de linaje decimonónico (Sainte-Beuve, De Sanctis, Saintsbury, Menéndez Pelayo), difícilmente sobreviven incólumes a las llamadas “globalizaciones” y no es porque a algunos les falte apetito por la literatura mundial, aun la del pasado (don Marcelino la tenía). Se debe a que la propia teoría (que en sí misma, no es buena ni mala, como la dicho Kermode), con sus legítimas, por epistemológicas, pretensiones científicas y universalistas, saca al crítico nacional de su dominio y lo arroja a las inhóspitas aguas de una literatura mundial que, comparada, bien puede arruinar sus juicios y certezas.

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El crítico nacional (la categoría no está en Uncommon Readers, la propongo yo) además, antes del planeta universitario, tuvo una relación especial, estrecha, precisamente con ese “lector común”, el cual lo sigue, sin que interfiera el “dogmatismo de la erudición”, temido por el doctor Johnson. La autarquía del crítico nacional, por un lado, lo vuelve fácilmente anticuado; por el otro, lo preserva de la “corrupción” de las novedades perniciosas y pasajeras. Donoghue, esencialmente, se ha librado de ambos riesgos, entre otras cosas, por la excepcional potencia de las letras irlandesas, las cuales, más allá de sus cuatros Premios Nobel y su glorioso listín de ingenios, son acaso las más modernas de las literaturas nacionales. Su juego de espejos con Edimburgo y Londres, la comunidad de la lengua inglesa, le prohibió a Irlanda la autoconmiseración pues, a menudo, desde Swift (uno de los huesos roídos por Donoghue) y Wilde (y Shaw) hasta Joyce y Beckett, pasando por Yeats y actualmente con Colm Tóibín, los mejores escritores “ingleses” suelen ser irlandeses. No en balde, desde esa atalaya, el diálogo de Donoghue con T.S. Eliot (Words Alone, 2000), lo mismo que con The American Classics (2005), es franco, íntimo, intenso.

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Los franceses, excepcionales, suelen carecer de críticos nacionales. O son (o pretenden ser) universales o resultan, cómica u orgullosamente, provinciales. Otra cosa es la verde Irlanda: ha sabido ser periferia en el centro, si se quiere, o una literatura, por grande y selecta, capaz de abrevar en ambas afluentes. Por ello, con un ápice de nacionalismo irlandés, Donoghue, recuerda a F.R. Leavis, recibiendo en Scrutiny, en 1933, de mala gana pero resignado, las reseñas asombradas y encomiásticas de lo que acabaría por ser Finnegans Wake. Donoghue no se sorprende de lo mal preparada que estaba la presumida crítica anglo-americana ante Joyce, a quien le dieron el honor de rivalizar con Shakespeare y hasta acusaron de poner en riesgo la lengua inglesa, desnaturalizándola al proponerla como una suerte de esperanto de vanguardia, como leemos en Irish Essays (2011).

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Según Knight, en Uncommon Readears, a Donoghue –como es el caso de Kermode y de Steiner–, no les ofende, concediendo que son soberbios reseñistas, el no ser considerados como pensadores originales. Kermode conoce a la perfección a sus vecinos de cubículo, los “nuevos críticos” de ayer y de hoy, algunos de los cuales admira y si alguien, por su Heidegger, entiende qué se propone Derrida, ese es Steiner. En el caso de Donoghue hay un reconocimiento cabal de que los críticos literarios no han de ser filósofos, admitiendo su filiación victoriana en Matthew Arnold y Walter Pater. El crítico, dice Donoghue, está para ser el tercero en discordia en una conversación entre el autor y el lector, función a veces innecesaria, lo cual lo hace ser un ferviente admirador del “sublime” R.P. Blackmur, quien mediante oscuros circunloquios, acababa por sostener lo mismo que su admirador irlandés.

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Donoghue es un lector apostólico, amigo del “generalismo”, de la predicación entre gentiles. La crítica de la vida exige de “lectores comunes” aptos para comprenderla gracias a la imaginación (tal cual Kant, trasmitiéndosela a Coleridge, la concibió). El sentido común, en toda su gravedad, está lejos de simplificar la lectura y por ello, la filosofía de Donoghue se identifica con el materialismo de Locke y Hume. Contra el romanticismo (pero también al rechazar el post estructuralismo), Donoghue no cree que la imaginación poética, aun poderosa y libre, pueda volar infinitamente, opuesta a las limitaciones de la realidad material. El poeta no es profeta ni la literatura, contra lo que soñaba su maestro Arnold, puede honestamente aspirar a sustituir a la religión en un mundo secular. Ecuménico, coincide con Pater en que todas las artes aspiran a la universalidad cognitiva de la música y si ésta es la unidad de un signo inmaterial con su sentido espiritual, como según él asegura Deleuze, bien por Deleuze, y al demonio con la división entre objeto y sujeto.

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La crítica de Donoghue no olvida nunca ni la humanidad ni la ciudadanía del escritor, un lector común privilegiado por el ejercicio de la imaginación. Admirador de Yeats, el ocultista, no le gusta asociar a la poesía con el misterio, sea marxista o esotérico. Católico, este amigo de Marcuse y de algunas de sus ideas, por ejemplo, no tiene mucha paciencia con los particularismos anticanónicos prevalecientes en las universidades. Son, dice, sólo ataques insidiosos de la política contra la literatura y deben ser sistemáticamente desdeñados por ser tarea falaz, para empezar, propia de malos lectores de Kant. Pero, curiosamente, nadie más abierto que Donoghue cuando encuentra, omitiendo la Teoría, a los neohistoricistas, deconstruccionistas o feministas, leyendo con minucia y localizando cosas que generaciones de buenos lectores comunes habían pasado por alto. Hasta Derrida, concluye el irlandés, tiene sentido común y cuando incurre en él, debe ser aplaudido. No en balde, Denis Donoghue, el viejo moderno, tiene sus latines y es capaz de analizar nuestra literatura recurriendo al arte de la elocuencia (On Eloquence, 2008), bien conocido por Montaigne y por el doctor Johnson.

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FOTO: Denis Donoghue, autor de The Old Moderns. Essays on Literature and Theory. / NYU

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