Las derechas estadounidenses: Conservadurismo, militarismo, conspiracionismo y nostalgia
/
Donald Trump pasará a la historia como uno de los peores presidentes de Estados Unidos, sin embargo su herencia como líder conservador dejará la puerta abierta para la insurección de la ultraderecha
/
POR NAIEF YEHYA
Escritor y periodista. Autor de Las cenizas y las cosas (Random House, 2017); Twitter: @nyehya
La caída de Saigón en abril de 1975 marcó la derrota militar de Estados Unidos en la guerra de Vietnam y dejó una humillante cicatriz en la psique y el orgullo nacional. El país invencible que había ganado dos guerras mundiales y cambiado caprichosa y ambiciosamente el destino de docenas de naciones en el orbe perdió una costosa y sangrienta guerra contra un país pobre y dividido. La retirada fue una victoria para el movimiento antibélico que dejó a la derecha ofuscada por el triunfo del comunismo y soñando con nuevas guerras para recuperar el sabor de la victoria. Ese cataclismo revivió el malestar de otros acontecimientos traumáticos para la derecha, como la derrota en 1865 de los ejércitos confederados que lanzaron una guerra para defender su derecho a tener esclavos y un siglo más tarde la aprobación por el Congreso de la ley de los derechos civiles de 1964. Estos momentos definieron a la derecha estadounidense. Y el legado de Vietnam fue la paramilitarización del racismo. Un fenómeno que vino a acentuarse con la Guerra contra el Terror, de George Bush en 2001, que por un lado militarizó a la sociedad y por el otro, al ser el estadounidense un ejército sin reclutamiento obligatorio, eliminó la tradicional carga social del costo humano y moral de la guerra.
La derecha estadounidense actual es un mosaico complejo, una hidra de diez mil cabezas o una Sybil con quince personalidades que comparten y se disputan el mismo cuerpo. Es una colección heterodoxa de conservadores fiscales, religiosos y culturales, militantes antigay y antiaborto, nativistas, nacionalistas blancos, patriotas compulsivos que se oponen a los programas de asistencia social, milicias apocalípticas, ku klux klanes y neonazis. Es decir que más que ideología comparten una apasionada obsesión por el individualismo, la libertad, las tradiciones, la nostalgia por una era idealizada de ley y orden, el laissez faire, el mercado libre, el intervencionismo en el extranjero y el darwinismo social. Desde hace más de un siglo el engrudo que une a la derecha es el anticomunismo. Y aunque el muro de Berlín cayó en 1989 ese sigue siendo el mínimo común denominador, la piedra de toque y la anfetamina que los mantiene unidos y paranoicos.
Los herederos de Nixon, Reagan y los Bushes tienen una tendencia antigubernamental que contradice su función como partido. Por un lado son incluyentes con segregacionistas y libertarios de ultra derecha, por el otro se alían con neoconservadores que creen que el capital no tiene patria. Los republicanos manejan con cautela esas fuerza antagónicas, tratando de mantener un equilibrio entre la legalidad y el extremismo violento, complaciendo a sus bases racistas y misóginas pero tratando de mostrar una cara de tolerancia hacia la multiculturalidad. Critican a los globalistas, las elites financieras y hollywoodenses pero no pierden oportunidad de pedirles donaciones. Atacan a los medios informativos pero están siempre listos para usarlos. Acusan a los inmigrantes de robar empleos y traer el crimen pero permiten que trabajen en el campo, los rastros y las cocinas y los empleos peor pagados.
La llegada de Trump en 2015 a la candidatura presidencial y su triunfo electoral revitalizó a la derecha pero también representó una cisma. El partido republicano quedó dividido entre los Never Trumpers, los que se acomodaron al trumpismo y los fanáticos de la ex estrella del Reality show. Trump llegó prometiendo que sólo él podía remediar los males de un país que era victimizado por sus aliados y rivales, que impondría jueces conservadores procorporaciones y antiaborto a todos los niveles, que erigiría un gran muro para detener la inmigración del sur de la frontera y que impondría una prohibición a extranjeros musulmanes. Su estilo estridente y abrupto conquistó a millones de desencantados (incluyendo demócratas que habían votado por Obama dos veces) que confunden la vulgaridad con la sinceridad. Siguiendo la asesoría de Steve Bannon procedió a demoler los pocos mecanismos de regulación del gobierno (ecológicos, fiscales, industriales, de protección al consumidor) y nombró a un equipo de millonarios incompetentes en un gabinete diseñado para destruir ciertas secretarias desde adentro (Ben Carson, Betsy DeVos, Rick Perry por ejemplo). Sin el menor pudor se volvió el promotor en jefe de la “América blanca”. Así como dijo que había “muy finas personas de ambos lados” de los choques entre neonazis y antifascistas en Charlottesville, en 2017, hizo un llamado público al grupo armado neofascista Proud Boys de “Retroceder y esperar” (Stand Back and Stand By) durante un debate presidencial en septiembre de 2020 y usó rutinariamente su plataforma de Twitter para enardecer a su base.
Trump convirtió su presidencia en una campaña permanente y una celebración sin fin de su ego. Su gran creación fue el movimiento MAGA (Make America Great Again) el cual deliraba con la política de la crueldad y la provocación de su líder. Este grupo de “deplorables” creció y se fortaleció con la aparición de los seguidores de la megacospiración QAnon, quienes creen en las supuestas revelaciones de Q, un agente anónimo de altísimo nivel, que a través de posteos crípticos en redes sociales y foros en internet ha revelado que la verdadera misión de Trump es purgar al mundo de la amenaza de un poderoso grupo de demócratas y millonarios hollywoodenses pedófilos y caníbales. Lo que comenzó como una estrambótica teoría conspiratoria se ha convertido en un dogma de fe para millones de estadounidenses y de otras partes del mundo. QAnon es el engendro de la transformación de la militancia derechista en línea, que entre la aparición del Tea Party y la proliferación de grupos extremistas en el alt Right se ha cargado de obsesiones violentas, religiosas, escatológicas y apocalípticas alrededor del culto a la figura de Trump.
Después de dos meses de gritar que le habían robado la elección Trump programó una manifestación el 6 de enero, afuera de la Casa Blanca para que coincidiera con la certificación por el Congreso de los votos electorales que le daban la victoria a Joe Biden. Trump les dijo a sus seguidores que debían salvar a la nación, que debía “pelear, pelear como el infierno” y que no podrían hacerlo “si eran débiles”. Las certificaciones estatales habían tenido lugar. Más de sesenta juicios habían desestimado las demandas, argumentos y presuntas evidencias presentadas por Trump y su estrafalaria caravana de abogados, liderada por Rudy Giuliani, que no temían al perjurio ni al ridículo. A esta desquiciada campaña legaloide para invalidar una elección se sumaron 147 congresistas republicanos que impusieron objeciones a la certificación oficial.
El quizá inevitable clímax de la presidencia de Trump fue la toma amateur e improvisada del Capitolio por un grupo de manifestantes tan diversos como la misma derecha. Era una masa en la que se confundían comandos paramilitares y abuelas en silla de ruedas, como si el público de una convención de comics, unos disfrazados y otros cubiertos de mercancía trumpista, aplastaran todo a su paso siguiendo las órdenes del líder. El sector QAnon era uno de los más visibles, estrafalarios y atrevidos de los participantes. Si bien buena parte de los insurrectos parecían turistas desorientados otros llevaban sus insignias de manera visible, chalecos antibalas, sistemas de comunicación, equipo militar táctico y pertenecían a milicias armadas antigubernamentales como los 3 percenters, los Boogaloo Boys y The Oath Keepers. El hecho de que estos pandilleros con delirios bélicos estén más preocupados con los uniformes, la moda militar, coleccionar parafernalia y armas que con la ideología podría hacernos imaginar erróneamente que no son tan peligrosos. Así mismo, había neonazis de diversas cepas con su propia parafernalia, activistas anti vacunas, conspiranoicos y cristianos piadosos. Más que una revolución era un show, una puesta en escena de fantasías cinematográficas y una celebración en cosplay, con la peculiaridad de que las armas eran de verdad y que uno de cada cinco participantes eran exmilitares. El resultado de la incursión fue: una mujer muerta por un balazo de un agente de seguridad, tres difuntos por “complicaciones médicas” (dos infartos y una mujer aplastada) y un policía que perdió la vida como resultado de los golpes (le lanzaron un extinguidor a la cabeza). Todos los muertos eran seguidores del presidente Trump.
Los insurrectos estaban furiosos contra los demócratas y el sistema electoral pero estaban aún más enojados con los republicanos que consideraban traidores. Buscaban a Nancy Pelosi a gritos por los pasillos y expresaban su odio profundo por Alexandria Ocasio Cortez y sus colegas del Squad (Ilhan Omar y Rashida Tlaib), que son los blancos favoritos de los canales de info-entretenimiento derechista (Fox News, OAN y NewsMax). Resulta muy significativo que la fuerza emergente revitalizadora del partido demócrata son mujeres negras, latinas y asiáticas, que además enfurecen particularmente a la derecha blanca. Los manifestantes convertidos en terroristas domésticos querían colgar al vice presidente Mike Pence y nadie puede saber si lo hubieran realmente hecho si lo atrapaban.
Eventualmente Trump grabó un mensaje de video repitiendo que les habían robado la elección pero que ya era hora de regresar a casa, les dijo que los amaba y que eran muy especiales. La toma del Capitolio fue tan sólo un espectáculo inútil, el episodio final de una miniserie, no una acción política medianamente coherente. La banda variopinta de rebeldes pensaba estar revirtiendo un fraude, sin embargo no tenían una estrategia de cómo hacerlo. Ni Pence ni nadie podían a esas alturas anular la elección de algunos estados o de todo el país. Ellos no tenían manera de quedarse en control del Congreso. Los altos mandos del ejército no estaban de acuerdo con el golpe, aunque numerosos soldados y policías lo estuvieran. La invasión terminó tan espontáneamente como empezó con los guardias escoltando a la mayoría de los insurrectos hasta las puertas.
Trump estimuló el voto e hizo salir de la apatía a un gran sector de la población. El hecho de que haya perdido a pesar de haber obtenido 74 millones de votos es impresionante ya que es el segundo número más alto de votos recibido en la historia por un candidato presidencial (sólo sobrepasado por los 81 millones de Biden). Pero paradójicamente su campaña tuvo consecuencias adversas para la derecha: aparte de perder la presidencia, perdió la cámara de representantes, el senado y dos estados tradicionalmente republicanos, Georgia y Arizona. Más grave aún, perdió el apoyo de Wall Street, de Silicon Valley y de muchos grandes donadores temerosos de asociarse con la violencia trumpiana y la fastidiosa campaña para revertir el resultado electoral.
El liderazgo republicano tardó en reconocer la responsabilidad de Trump para incitar a la turba y se retractó pocos días después ante la inminencia de un segundo juicio de impeachment o impugnación. El líder de la minoría del congreso, Kevin McCarthy, señaló primero a Trump como responsable pero unos días después declaró que: “Todos tenían la culpa de lo ocurrido”. El ahora líder de la minoría del senado, Mitch McConnell lanzó uno de los llamados más hipócritas a la cordura, después de años de obstruccionismo y venganzas partidista y personales, dijo que era hora de reconocer el triunfo de Biden. Aunque perdió su puesto como líder de la mayoría este evento marcaba el final de su incómoda alianza con Trump, a quien despreciaba pero usó para obtener una nueva legislación fiscal beneficiosa para las grandes fortunas y corporaciones así como para transformar el poder judicial.
La derecha estadounidense rara vez busca conciliar o dialogar. En su actuar es versátil, ingeniosa y no tiene el menor remordimiento al empujar los límites a cualquier precio, a diferencia de la izquierda que es conservadora, precavida y mojigata. Aunque la derecha está aparentemente dividida y confundida tras la derrota de Trump, es claro que no tardará en reorganizarse, radicalizarse nuevamente, reconquistar donadores y canalizar su vitalidad para recuperar el poder. Si algo es seguro es que la derecha incorporará el trumpismo, con Trump o sin él, en su crisol de resentimiento, ambición y segregación.
FOTO: Manifestantes radicales durante la toma del Capitolio el pasado seis de enero./AP / José Luis Magaña
« El sino del escorpión: el trumpismo y las derechas en Estados Unidos Páradais »