Deseo y plasticidad narrativa en Ana Clavel
POR BERENICE ROMANO HURTADO
El deseo se grita o se calla
Lourdes Meraz
En la obra de Ana Clavel el género de novela corta es el espacio idóneo para su escritura; la brevedad de este género le ha permitido exponer una literatura llena de sugerencias. La sucesión de hechos, en estos lugares textuales, va tejiendo una exaltación contenida y cada vez más apretada conforme avanza la historia; entonces, ¿qué pasa cuando, además, el tema de estas novelas cortas es el de la sexualidad femenina?, ¿por qué cuando el tópico es la sexualidad y el erotismo se apuesta por la novela corta?
Naturalmente en este caso me refiero sólo a la narrativa de Ana Clavel, quien señala a propósito del género en su ensayo “Ponerle la cola a la quimera. Poética incierta de la novela corta”, que es en la vertical horizontalidad de la novela corta que se conjuntan ambos universos, la acción “se extiende en el eje temporal pero se adensa en el eje de la intensidad”. Es decir, en el tiempo textual se aglutinan las distintas experiencias sensoriales que crean una atmósfera sujeta en la tensión sexual. ¿Y no es esta tensión el resultado de la lucha entre la represión y el dejarse ir? En esa tensión, en esa fuerza contenida que es, finalmente, pulsión de vida y de muerte, se narran las novelas de Ana Clavel.
A su vez la teórica Carmen Pujante Segura, en “La nouvelle y la novela corta, entre narratividad y brevedad: ¿la historia de una infidelidad?”, acuña un término que define muy bien el trabajo de hilvane textual que realiza Ana Clavel: la “estética de lo no-dicho”, que busca, dice la teórica, “espacios significativos fuera del texto, diciendo sin decir o por lo no-dicho, de manera que podría incluir varios discursos, el aparente y el latente”. En general la literatura trabaja de este modo, sobre una red de significaciones que se completa con lo que no se dice; sin embargo, en la narrativa de Clavel, este recurso determina los puntos más intensos en sus historias; en ese no decir está, paradójicamente, lo más explorado. Porque cuando lo que interesa es construir una sexualidad femenina, lo dicho, lo evidente, es lo que menos la describe.
En este sentido, se podría decir que cuando se sugiere —cuando se vela con palabras—, lo que se está construyendo no es tanto la sexualidad, sino el deseo femenino. Al respecto, Marguerite Duras dijo en una entrevista del 14 de noviembre de 1986 publicada en Le Nouvel Observateur:
“No es tener sexo lo que cuenta, sino tener deseo … Yo he sabido desde niña que el universo de la sexualidad era fabuloso, enorme. Y mi vida no ha hecho sino confirmarlo. Me interesa lo que se encuentra en el origen del erotismo, el deseo. Lo que no se puede, y quizás no se debe, apaciguar con el sexo. El deseo es una actividad latente y en eso se parece a la escritura: se desea como se escribe, siempre.”
Es este deseo el que se lee en la narrativa de Ana Clavel; en el origen del erotismo femenino está el deseo femenino: el tejido narrativo que se enhebra para configurar una red de emociones que se dirigen a reconocer los puntos medulares de un cuerpo. La experiencia erótica en esta textualidad involucra el cuerpo con su entorno real; ya no se trata sólo de la descripción de emociones íntimas, sino de la interrelación, también íntima pero expuesta, con el mundo. Es decir, a través de la exploración del deseo en un cuerpo femenino que se expresa sin límites, se propone una especie de erotización del mundo.
Y esto, en literatura, es posible cuando se recrean espacios a partir de una mirada que encuentra su deseo representado en los objetos mismos: en una muñeca, en un parque boscoso, en un corazón palpitante, en el cuerpo.
El deseo abre la mirada, entra por ella y circula todos los espacios sensibles; se dice que la mirada engulle y, a propósito de ingerir, El amor es hambre (2015). El camino en la narrativa de Ana Clavel está sembrado de deseo. Si bien en Las Violetas son flores del deseo (2007) el núcleo recae en el de un padre por su hija adolescente, la construcción de un tipo de sexualidad femenina se perfila en las muñecas que de alguna manera reemplazan a Violeta. No se trata, desde luego, sólo de la idea de la muñeca como objeto sino (como en el precedente literario de este cuento, “Las Hortensias”, de Felisberto Hernández, y en el antecedente plástico del artista Hans Bellmer), de una especie de “subjetivación de la materia” para configurar representaciones que perturban y son capaces de exacerbar ese anhelo sexual. Son estas muñecas, entonces, manifestaciones plásticas que, dentro de una textualidad, provocan deseo. Por otro lado, el personaje de Ada, en Las ninfas a veces sonríen (2013), se revela como una diosa porque se permite conocer y disfrutar de su cuerpo. En la plasticidad de las Violetas y el deseo asumido de Ada, encuentro el núcleo palpitante de Artemisa, la diosa del bosque, la niña vestida de rojo que le ganó la carrera al lobo.
La búsqueda de Ada es la que explora Artemisa en El amor es hambre, pero la forma y la intensidad son distintas. La manera, que es finalmente, la idea central de la novela, al vincularse con la comida, comer y ser comido, se transforma en la búsqueda de un deseo que se exhibe, que se aprende de afuera hacia adentro, desde los labios de sus padres que le despiertan la piel con besos húmedos, y que ella prolonga en el tacto y gusto de la comida. Es decir, la metáfora de la pasión voraz, del “hambre de amor”, no es tal, y pasa, de un recurso retórico a un plano real dentro del discurso de ficción, es decir, a satisfacer el deseo en el acto real de engullir al otro.
Es en este sentido que veo la representación concreta de los objetos en la novela, en la cual la comida es una forma plástica del deseo. Porque en este caso, el hecho de que Artemisa niña modele la fruta con las manos, no supone sólo que juegue con ella, sino que ese juego, que es representación en sí, es a su vez la intensidad de un deseo manifiesto en los colores, sabores y jugos de la fruta entre sus dedos. Narra Artemisa: “… yo aprovechaba para reventar sus pieles turgentes entre mis manos, para macerar sus carnes impúdicas y probar sus sabores terrenales…”.
Visto así, cada uno de los episodios de la novela, que se entrama en una experiencia erótica en vinculación con la comida, implica una especie de puesta en escena en la que distintos alimentos detonan estos encuentros donde el deseo se despliega. Y en los pliegues, que se desdoblan y cambian, lo que se modifica son los amantes de Artemisa, pero el hambre, el deseo, es el mismo y cada vez más voraz. La búsqueda es un camino, el camino que transita el bosque.
Ana Clavel ha dicho que desde Los deseos y su sombra (2000) había tenido la intención de revisar la sexualidad en estas niñas que, a pesar de su juventud, viven para satisfacerla. Así, El amor es hambre, se presenta como una versión de La Caperucita Roja —con ciertas reminiscencias a la de Perrault, que a su vez alude a cuentos anteriores como la versión alemana “El lobo y los siete cabritos” o a la medieval de Egberto de Lieja, en el siglo XV—, en la que el lobo otra vez inicia a la niña en la vida sexual, pero donde esta niña, Artemisa, decide seguir por su cuenta el camino que le marca su deseo. En esta línea, el bosque, que tradicionalmente simboliza amenaza, para esta diosa de la caza supone el espacio que la abriga y le marca el camino del viaje. En la novela el bosque recupera, entonces, su principio materno y femenino, y resguarda a Artemisa que, en los vericuetos de la sensualidad, no corre peligro. Un bosque que, además, aparece representado en las distintas plantas carnívoras que su tutora, una apasionada botánica, guarda celosamente en la casa. El bosque carnívoro en el que crece Artemisa, le muestra, literal y simbólicamente, el camino que ha de andar, porque crece rodeada de estas plantas voraces, como la Venus atrapamoscas, de las que Artemisa piensa:
“… algo hay de oscuro y acechante en todo aquello que sugiere la posibilidad de comernos, engullirnos, de hacernos desaparecer. Unas fauces abiertas, así sean levemente lúbricas o feroces, apenas se insinúen sensuales o hambrientas, son una de las formas de amenaza más atávica y elemental.”
Este jardín que devora ilustra —porque la educa a la vez que se muestra— una sensualidad que intuye en lo lustroso de las plantas y que vincula con el hambre y la necesidad de saciarla al ver lo que parecen unas fauces ávidas. De nuevo, como antes con la fruta, el deseo se materializa, se hace concreto en la imagen de todas esas Venus, de bocas dentadas, que esperan, desean, su alimento. En este caso, la representación no se queda sólo en la textualidad, porque Clavel incluye una fotografía llena de las pequeñas voraces que, sugerido por el texto, hace que el lector, como en la pintura de Gustave Courbet, El origen del mundo (1866), mire para otro lado o, mucho mejor, que mire dos veces.
El deseo comienza a ser moldeado en la fruta que Artemisa amasa cuando niña, y conforme pasa el tiempo va creciendo en complejidad. El espacio completo se vuelve una representación de ese deseo que sus padres no guardaron para sí y que al hacerse concreto en la propia piel de la hija destinaron, de algún modo, a ser para ella siempre expuesto, siempre una creación bajo su dominio.
El bosque de Venus inicia el camino hacia otro más espeso, el que construye con su tutor, Rodolfo, en la llamada “torre”, que es, dice Artemisa, “una habitación alta, franqueada por ventanales desde donde podía divisarse el terreno que circundaba la casona, el jardín frontal, la calle poblada de fresnos y las casas vecinas”. Ahí surge otra representación del deseo que se concreta en una réplica de “La Casa de la Cascada” del arquitecto Frank Lloyd Wright, que Rodolfo está construyendo con ayuda de Artemisa. Sin embargo, lo que ese concierto de manos y piezas está elaborando es una especie de performance del deseo donde el espacio boscoso, prohibido, el agua que fluye y el roce de miradas y dedos, comienzan a edificar una relación que mostrará a escala la propia casa de Lloyd Wright, el camino de lobos y los deseos que enmarcarán la vida de Artemisa.
De esta forma, la novela de Ana Clavel se presenta como una suerte de cajas chinas que, también, se comen unas a las otras. La historia voraz engulle en un trabajo de autorreferencialidad las imágenes textuales y las imágenes visuales —porque Ana quiere que miremos—, que a su vez aluden a espacios reales como a la Casa de la Cascada, al río Moldava, en Praga, o a la propia autora, que no sólo se nombra y con ello juega con una puesta en abismo, sino que además se cita textualmente e incluye una fotografía de ella misma; asimismo en la pluma de Artemisa, en un juego de planos metatextuales que se engullen unos a otros, como dos espejos encontrados, donde las imágenes de Lolita, Artemisa, Caperucita Roja y Alice Liddell se confunden y repiten al infinito.
El amor es hambre, como parece serlo la escritura, que se alimenta de personajes, “que nos convierte —dice Artemisa— en depredadores de los otros y de uno mismo” (84); que es, en uno y otro caso, “el goce de someterse e increparse, de dejarse ir y a la vez llevarse todo consigo, un hambre por dejarse devorar y al mismo tiempo abrevarlo todo de un solo golpe”.
Por eso la representación plástica es fundamental en la novela y, me parece, en general en la narrativa de Ana Clavel; porque, dice Artemisa, “… el amante y el goloso quedarían por debajo de sus posibilidades, si el arte no viniera en ayuda de la naturaleza…”. Es decir, el deseo que en este caso culmina en el amar y el comer, se representa en Ana Clavel en lo concreto del arte, no sólo en la escritura, sino en las representaciones que con ella elabora. Los platillos que entrelazan sus olores con los aromas de la piel, y que supone una representación poética que se genera en la escritura, y también esas otras, extratextuales, que completan la intención de Clavel de prolongar el efecto estético de sus historias. Ese cuerpo textual que se extiende fuera de las páginas y que se materializa en fotografías, instalaciones, performances o intervenciones que son y no son, al mismo tiempo, la puesta en escena, contundente, de lo que se configura en la escritura —y que pueden revisarse en la sección multimedia de su página web: www.anaclavel.com como un registro de la actividad transliteraria que ha acompañado a sus libros.
En este sentido me gusta pensar la idea de una Ana Clavel transgresora; no en el hecho de que expone mujeres que viven su sexualidad libremente, como Artemisa o como Ada, porque al fin y al cabo ya tendría que verse esto con la naturalidad con que se entiende cualquier elección de vida, sino porque es capaz de rebasar los espacios artísticos y fusionarlos para lograr un efecto estético mayor. Ese interés en la plástica no es solamente la manifestación concreta de un mundo literario, sino una verdadera comunión que se logra porque esa expresión gráfica inicia en el texto mismo. Como ha dicho la propia autora: “Yo soy escritora y sigo escribiendo aun cuando tomo fotos, o monto una instalación. Es el bosque de la escritura literaria que se ramifica en otras formas de escritura no convencionales”.
“El deseo se grita o se calla”, ¿y no es acaso la escritura un espacio de explosión? Porque el deseo, igual que la cocina, al decir de Artemisa, es mente, imaginación. Porque “en último término [—dice—] comemos y saboreamos con el cerebro. Y es que a menudo se nos olvida, el cerebro también es cuerpo. Será por eso que nos es tan cara la fantasía, o su sucedánea: la palabra —que también se paladea en la boca con su dejo de animalidad sublime para quien [—como Ana—] se abre a percibirla”.
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