Desestabilizar la alteridad para una política desde lo común
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La visibilización de las identidades como estrategia subversiva, en este caso las llamadas indígenas, ha mostrado pronto sus limitaciones prácticas e interpretativas de la realidad. Ante esto se imponen principios de solidaridad, fraternidad y empatía en proyectos comunes que trasciendan las cuotas de alteridad
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POR PAULA LÓPEZ CABALLERO
Para la gran mayoría de los mexicanos es una certeza casi obvia que en México existen dos vastos conjuntos de personas: por un lado, quienes se engloban en la categoría “indígena” (o pueblo originario o alguna de las categorías etnolingüísticas como nahua, maya, binnizá) y por otro, quienes no pertenecen a dicha categoría y que en México generalmente son llamados o se llaman a sí mismos “mestizos”, aunque la categoría “blanco” también se asoma de vez en cuando. Hoy, cada vez más, se reconoce a un tercer conjunto que suele nombrarse “afrodescendientes”. Un segundo lugar común ampliamente compartido es que el origen de México como nación se sitúa en el mundo que existía antes de la conquista española. Ese distante pasado a veces puede exhibirse con orgullo pero generalmente como un periodo que habría terminado con la Conquista. A excepción de aquellos pueblos que se engloban en la categoría “indígena”, y que, según la doxa generalizada, conservan, no sin cambios, esa “herencia viva”. La tercera convicción, casi existencial, es que, gracias a esa herencia viva entre los pueblos indígenas contemporáneos, una frontera clara, casi palpable separa de manera precisa y absoluta a dichos pueblos y a quienes no lo son. Esta división se basa en el principio de que hay una diferencia fundamental entre ambos colectivos; es lo que llamo alteridad y que a veces se asocia con la idea de resistencia como una condición perenne y común de estos pueblos. En suma, se trata de representaciones taxonómicas (que ordenan) y ontológicas (que hablan del “ser”) de las personas y de la sociedad.
Estas certezas constitutivas han sido difundidas y naturalizadas a través de manuales escolares y conmemoraciones oficiales. De ahí que algunas posturas críticas las denuncien como parte del proyecto nacionalista del Estado, visto como excluyente y homogeneizador. En reacción a ello, la consigna ha sido dar voz, reconocer la diversidad de singularidades que el discurso oficial y normativo parece excluir. La protesta social y política actual se conjuga entonces con visibilizar y con alteridad. Desde esas perspectivas, reconocer la alteridad asociada a los pueblos indígenas es una manera de hacerles justicia, pero también puede ser una vía para encontrar alternativas o enseñanzas a los problemas básicos del mundo moderno.
La visibilización de la diferencia como medio y objetivo de la protesta se encuentra, por ejemplo, en las posturas antisistémicas y autogestivas que renuncian a interpelar al Estado-nación y denuncian sus proyectos ideológicos (entre otros, el proyecto político del EZLN, el programa autogestivo de Cherán, Michoacán). Otro ámbito importante son las movilizaciones contra los megaproyectos y en defensa del territorio, las cuales muchas veces recurren a representaciones esencializantes de la identidad indígena, en particular frente a los jueces y abogados que la exigen como condición para atender sus demandas.
En paralelo, la denuncia y combate al racismo suelen adoptar también este ordenamiento taxonómico y ontológico del mundo social, al igual que la visibilización como horizonte político. Tanto para las versiones más cuantitativas (como aquellos proyectos que miden el impacto del color de piel en la movilidad social), o desde análisis históricos y antropológicos más cualitativos, el racismo operaría a partir de colectivos estables y objetivos, con fronteras claras e impermeables. Una versión extrema de esta simplificación histórica y sociológica, fuera de la academia, aparece en campañas como #poderprieto y en categorías de uso común como “whitexican”. Su combate reside en visibilizar estas disparidades y, desde ahí exigir que se reviertan. Un último ejemplo se constata en el debate reciente sobre la caída de Tenochtitlan y la necesidad de relatos que visibilicen la agencia y los objetivos de los actores nativos durante ese episodio histórico.
La legitimidad de estas diferentes revindicaciones no está a discusión en este texto. El problema que me interesa señalar es que, aunque el debate se ha pluralizado y los argumentos se han afinado, aquellas certezas de las que hablé al inicio y que se denuncian como parte de las retóricas excluyentes del Estado siguen, en gran medida, intactas: las nociones sobre la indigeneidad y la alteridad que se movilizan desde estas batallas resultan más bien lisas, sin contradicciones internas y situadas en un plano moral de virtud. Siguen funcionando como el anverso del proyecto nacional mestizo. Incluso, algunas de ellas, tienen ciertas notas de pureza que no son inocuas. De ahí que resulten fácilmente idealizables y muy ad hoc para su mercantilización en la esfera pública: son de fácil consumo.
Reflexionar sobre vías posibles para desestabilizar ese orden taxonómico y ontológico puede ser productivo para los diversos proyectos emancipatorios de izquierda, preocupados por mayor justicia social y en contra de la desigualdad. Este objetivo puede resultar contraintuitivo, sobre todo frente a la norma multicultural del “reconocimiento” como el gesto virtuoso por excelencia. Por ello no sobra aclarar dos ideas: primero, mi argumento no equivale a decir que las identidades de quienes se autoidentifican como miembros de un pueblo indígena sean inventadas, falsas o inexistentes; me refiero, simplemente a que la huella que funda la frontera estructurante entre un nosotros y un ellos, en particular sobre la base de una diferencia cultural, es hecha por los humanos y en el tiempo, y no por la naturaleza, y a pesar de la historia. Por lo tanto, se trata de una frontera móvil y variable, histórica. Y segundo, no significa que la diversidad —social, cultural, religiosa— no exista. Sin duda el territorio de lo que hoy llamamos México está marcado por una pluralidad de formas de existir en el mundo. El matiz que busco captar es que, en medio de esta jungla de identidades y culturas, la frontera que se institucionalizó como la más visible y operativa fue la que fundó una distinción entre indígenas y no-indígenas, en detrimento de los miles de tráficos, intercambios, circulaciones que, cual ríos subterráneos, atraviesan y reconfiguran esos límites.
Una primera vía para interrogar estas certezas consiste en llevar hasta sus últimas consecuencias el reconocimiento de que el “pasado prehispánico” es una construcción ideológica del Estado nación. Todavía a inicios del siglo XX, ningún sector de la población se describía como descendiente de ese pasado encarnado en las ruinas: para las élites significaba todo lo que impedía el progreso del país; para los habitantes rurales que podrían identificarse como indígenas, se trataba de sitios rituales integrados a las formas locales de religiosidad católica. Sin embargo, reconocer que ese tiempo lejano se volvió “nuestro pasado” gracias al trabajo ideológico del Estado postrevolucionario no ha hecho mella en la idea de una continuidad definitoria entre los pueblos indígenas actuales y aquel pasado-visto-como-origen. En efecto, para quienes se identifican o son identificados como pertenecientes a un pueblo indígena u originario en el debate público actual, la primera persona del plural sigue siendo de etiqueta al hablar de ese periodo (“nos conquistaron” –o “no nos conquistaron”–, “nos despojaron”, “nos excluyeron”, “resistimos”).
En segundo lugar, numerosos testimonios recabados por historiadores y antropólogos dan cuenta de cómo, en una colectividad dada, no todos los miembros poseen el mismo “capital de indigeneidad”: algunos pueden reclamar con más elementos su pertenencia, mientras que otros ocupan un lugar marginal como practicantes “menos auténticos” de la tradición. Un caso típico es el de las mujeres: son al mismo tiempo quienes tienen la misión de transmitir la “tradición”, pero quienes suelen o solían quedar invisibilizadas en muchas de las expresiones públicas de dicha tradición. Pero lo mismo puede ocurrir con quienes migraron, quienes dejaron de hablar la lengua nativa, quienes adoptaron otra religión que la católica o, simplemente, quienes pertenecen a otra facción política interna.
En tercer lugar, y por más contradictorio que pueda resultar, es posible documentar cantidad de proyectos de integración al orden hegemónico por parte sectores sociales que poseen los marcadores culturales que solemos asociar con la identificación indígena (lengua, territorio, tradiciones, etc.). En efecto, las colectividades que se autoidentifican como indígenas no siempre ni necesariamente han tenido aspiraciones o demandas de diferenciación frente a los proyectos hegemónicos. La reciente “revelación” de que, en la matriz misma de esa distinción, durante la caída de México-Tenochtitlan, muchos líderes indígenas optaron por aliarse a los invasores es un ejemplo de ello. ¿Cómo entender estos proyectos políticos de asimilación? ¿Son expresiones alienadas? ¿Son menos “genuinos” o son “instrumentales”? ¿A quién visibilizamos cuando pedimos “reconocimiento”: a quien marca la norma de lo que significa “ser indíge- na”, a quienes quedan excluidos de esa norma o a quienes defienden proyectos que demandan integrarse?
Mi intuición es que la visibilización como estrategia subversiva tiene, por así decirlo, un costo muy alto sin que logre alterar de manera significativa el orden que critica. Porque es un proyecto que vuelve a reafirmar la distinción básica entre “indígena” y “no-indígena” (y sus variables) aun cuando se reconoce que se trata de un producto ideológico del Estado nación. Porque las colectividades que se encuentran comprendidas en la categoría “indígena” terminan simplificadas en representaciones lisas y coherentes de alteridad (y de hecho aquellas que entran en la categoría “occidental” o “nacional” también). Estas imágenes sin fisuras tienden, además, a dejar en la sombra una multiplicidad de prácticas y proyectos que no necesariamente exaltan la alteridad ni tienen como antagonista principal al Estado, sino a otros pueblos u otras facciones dentro de los mismos pueblos. Y, por último, porque tanto las instituciones nacionales e internacionales como el mercado están ávidos de diversidad, de tal suerte que, en muchos casos, esa visibilización se articula de manera orgánica al orden político y económico actual.
En un medio global en el cual la solidaridad, la fraternidad y la empatía se han vuelto bienes cada vez más escasos, mi duda es si ahondar en aquellas divisiones esencializantes abona a un proyecto emancipatorio y transgresivo; si movilizar esta representación taxonómica y ontológica de las identificaciones sociales con el fin de “visibilizar” es un horizonte político suficientemente poderoso para invertir relaciones de desigualdad. A la utopía de la diversidad, opongo una política de lo común, cuyos horizontes no excluyan a las diversas expresiones de alteridad pero tampoco dependan o se limiten a ella para construir sus demandas y su acción colectiva. Una utopía que valore las alteridades, pero también sepa dar cuenta de su dilución en demandas transversales e inclusivas. Una forma de hacer política en la que no se requiera, necesaria y automáticamente, cubrir la cuota de alteridad que se les sigue exigiendo a quienes se autoidentifican como indígenas para que su voz sea escuchada.
FOTO: Esta imagen de una mujer tsotsil enfrentándose a un soldado en Chiapas, en 1998, muestra dos ejemplos de indigeneidad: ella, parte de una comunidad antisistema; él, un defensor del Estado nacional /Crédito: Pedro Valtierra
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