Yo me voy a morir a los desiertos
El recorrido de un grupo de familiares y amigos para entregar las cenizas del escritor Federico Campbell al Gran Desierto de Altar da pie al autor de esta crónica para reflexionar sobre el desierto: no sólo es un lugar de prueba ante Dios, según dicta la tradición católica, sino un espacio de autoconocimiento, transformación, disputa interior y un territorio de impunidad en donde cientos de migrantes se juegan la vida
POR VICENTE ALFONSO
“El viaje se ha iniciado. De lo que dudo es de terminarlo con éxito. Las razones para abrigar tal actitud pesimista son obvias: Baja California es un territorio pobre en vías de comunicación, tremendamente extenso y espantosamente deshabitado. En la amplia superficie bajacaliforniana, un periodista metido a explorador es un punto en el desierto, atenido a su propio destino”. Con estas palabras, publicadas a fines de 1946, expresó sus temores el antropólogo y cronista de viajes Fernando Jordán. Célebre a mediados del siglo pasado por reportajes hechos en el sureste mexicano y en la sierra Tarahumara, acababa de comenzar su proyecto más ambicioso: recorrer en jeep la península de Baja California para hacer una serie de crónicas para la revista Impacto. El itinerario marcaba que debía alejarse innumerables veces de la Carretera Transpeninsular. “Saliendo de ese camino, todo lo demás son desiertos”, lamentaba el reportero.
En una de sus siguientes entregas, Jordán aclararía que no se trataba de un alarde de sensacionalismo sino de un riesgo real. Tan concreto era el peligro que el entonces gobernador de Baja California, Alfonso García González, calificó la expedición como “demasiado audaz” y dispuso que el recorrido del reportero fuese controlado: si en determinado tiempo Jordán no daba señales de vida, un avión emprendería su búsqueda. A las dos semanas de viaje, habituado a un camino donde el único paisaje eran cactáceas, choyas y cirios, el temor se convirtió en fascinación: “Sentí el jalón del desierto”, escribió Jordán en su bitácora. No era un efecto pasajero: a tal grado se sintió atraído por aquellos territorios que años más tarde renunció al periodismo para establecer un rancho de dátiles en la península, en un sitio a 55 kilómetros de La Paz que definió como “desierto, desértico y aislado”. Poco tiempo duró ese retiro, pues Jordán murió en extrañas circunstancias la madrugada del 14 de mayo de 1956. Aunque la versión oficial dicta que fue un suicidio, muchas dudas ensombrecen el episodio.
El mismo año en que Jordán recorría en jeep la península de Baja California, el neoyorkino Paul Bowles se instalaba definitivamente en Tánger, al norte de África, en una región que sería el semillero de la mayoría de sus historias. Además de su novela más famosa, El cielo protector, que transcurre en desiertos exteriores e interiores, en su obra destaca “Mal de ojo”, cuento de estructura casi policial cuyo personaje central es Duncan Marsh, norteamericano de Vancouver que decide establecerse en Marruecos y al poco tiempo muere en medio de un enigma. ¿Qué llevó a Marsh a mudarse a un desierto cuyos secretos ignoraba? ¿Qué empujó a Jordán, a Bowles, a Marsh y a otros tantos a irse a vivir y a morir a los desiertos, como cantan los cardencheros de Sapioriz? Otra vez, el jalón.
Casi setenta años más tarde, formo parte de una breve expedición que tiene como fin esparcir en el Gran Desierto de Altar, en Sonora, las cenizas de otro reportero y escritor: Federico Campbell. Nacido en Tijuana en 1941, Campbell reconstruyó en una novela la aventura de Fernando Jordán en Baja California, así como la muerte del antropólogo ocurrida años después en extrañas circunstancias. Galardonada con el Premio Bellas Artes-Colima en el año 2000, Transpeninsular es una novela con muy pocos personajes. En una de sus líneas narrativas Jordán recorre solo la península de norte a sur; en la otra, un periodista llamado Esteban la recorre en sentido inverso para tratar de esclarecer la misteriosa muerte de Jordán. Dos hombres que vagan en soledad por el desierto con décadas de diferencia parecería muy poco material para construir una ficción, y sin embargo, Campbell lo hace de manera magistral. Pronto, el lector comprende que más allá de la investigación, Esteban ha emprendido el viaje para cambiar de escenario y propiciar un ajuste de cuentas con su pasado.
Como Jordán, Campbell recorrió muchas veces los caminos del norte, en especial los de Sonora y Baja California. Y si bien a lo largo de su vida se instaló en ciudades como México, Barcelona y Washington, además de emprender largos viajes por Italia, Francia, Europa del Este y Sudamérica, jamás dejó de sentir la atracción del desierto a tal grado que su último viaje fue a Tijuana, esa tierra que le atraía con la misma fuerza con que atrae un imán o una muchacha.
Corre abril de 2014 y la expedición para depositar las cenizas de Campbell se conforma por Carmen Gaitán (viuda de Campbell), Víctor “El Titi” Mendoza (originario de Santa Gertrudis y uno de los amigos más cercanos del escritor), Federico Campbell Peña (hijo del escritor) y un servidor. A bordo de una camioneta jeep corremos por la carretera 15 rumbo a Santa Gertrudis, una pequeña población situada en el Gran Desierto de Altar. Hemos salido de Hermosillo bajo el sol del mediodía. En este contexto resulta imposible no hablar de Transpeninsular. En un sitio llamado El Llano hacemos una parada para cargar gasolina. Le cuento a Carmen Gaitán de mi relación con el desierto en mi natal Coahuila, de cómo cuando éramos niños mi hermano y yo salíamos a buscar animales: víboras, liebres, alacranes, ardillas, frinosomas. De este último animal, también llamado “sapo cornudo”, mi hermano ha tomado su apodo: Frino. Y mientras lo cuento, vuelvo a comprender que se trató de una infancia privilegiada.
El desierto y su atracción era un tema habitual en mis conversaciones con Campbell. Acaso era un tópico inevitable para dos norteños avecindados en la ciudad de México. Como suele ocurrir con los mejores maestros, escuchándolo aprendí muchas cosas. Gracias a él me enteré, por ejemplo, de que Bruce Chatwin había trabajado durante años en Sotheby’s, la legendaria casa de subastas. Su labor consistía en ponerle precio a las piezas antes de que salieran a remate. Un día, sin previo aviso, Chatwin despertó aquejado por una ceguera parcial. El diagnóstico del oftalmólogo fue que el problema era causado por la continua observación de piezas demasiado cercanas, y le recomendó viajar a un sitio con paisaje lo más despejado posible. Obediente, Chatwin se fue al desierto de Sudán. Ese viaje cambió su destino, pues terminó renunciando a la casa de subastas para convertirse en uno de los más grandes escritores de viajes. Sentados en alguna mesa del Mamma Roma, no era raro que Campbell evocara sus conversaciones con Juan Rulfo, otro enamorado del desierto. “Allí las víboras hablan, en el desierto. Yo las he oído”, aseguraba el autor de Pedro Páramo a quien quisiera creérselo. También Borges compartía esa fascinación. En su Atlas, el autor argentino escribe: “A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer un poco más lejos y dije en voz baja: Estoy modificando el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas”.
Territorios en disputa
Llegamos a Magdalena de Kino. Luego de pasar el panteón y ver el mausoleo de Luis Donaldo Colosio, vamos al río Magdalena. El cauce está seco. Hay poca gente en los espacios públicos. Hace como cinco años que no pasa agua, me dice un muchacho al que le pregunto. Van a ser las tres de la tarde y el sol pega.
Carmen Gaitán deja el primer puñado de cenizas sobre el cauce del río, a la orilla, en unos peñascos. El polvo gris se queda allí esperando el paso del agua. Total, aquí lo que sobra es tiempo: a pocos metros, bajo un sencillo kiosco, se exhiben los huesos del padre jesuita Francisco Eusebio Kino, otra víctima del desierto y sus hechizos. Nacido en Trento, Italia, Kino llegó a estos territorios en 1687 y se quedó aquí para siempre. A poco más de trescientos años de su muerte, ocurrida en 1711, aquí siguen los restos de ese hombre que recorrió el desierto a caballo y que fundó más de veinte misiones.
Más cerca, prácticamente frente al cauce del río, hallamos una biblioteca pública. Preguntamos a la encargada si tiene algo de Campbell. La mujer hurga en los estantes y nos entrega dos ejemplares de Pretexta y uno de La clave Morse. Justo en ese libro Campbell cuenta cómo, cuando era niño, él y sus hermanas pasaban las vacaciones de verano en Navojoa o aquí en Magdalena. El autobús que salía desde Tijuana viajaba toda la noche para llegar a estos sitios donde los tres pequeños se sentían a salvo. Guardo en mi libreta la ficha de préstamo de uno de los ejemplares. La bibliotecaria se da cuenta pero no dice nada.
Volvemos al camino. Recibimos un mensaje de Eduardo Flores Campbell, sobrino del escritor, quien nos informa que él y otro amigo del autor, Jacinto Astiazarán, están ya en Santa Gertrudis. Han llegado de Tijuana. El sol se desplaza por el cielo, se empiezan a proyectar sombras alargadas en el suelo. Encuentro tremendos parecidos entre mi tierra y estos rumbos.
Considerado por la tradición católica como territorio de transformaciones, el desierto es visto por los creyentes como una prueba que Dios impone al pueblo elegido antes de llegar a la tierra prometida. Es en el desierto en donde Satánas tienta a Jesucristo, en un episodio narrado por el evangelista San Mateo en el Nuevo Testamento (Mt 4, 1-11). Es también en el desierto donde San Antonio es tentado por el demonio, en un motivo aprovechado en pintura por El Bosco, Brueghel, Tintoretto, Dalí y hasta por Diego Rivera, y literariamente por Flaubert y sobre todo por E.T.A. Hoffmann en su extraordinaria novela Los elixires del diablo, publicada en 1815. Obra maestra del romántico alemán y precursora olvidada del género policial, la intención de Los elixires del diablo fue explicada así por su autor: “Se trata, ni más ni menos, que de mostrar claramente, a través de la vida tortuosa y extraña de un hombre en el que ya desde su nacimiento rivalizan los poderes demoníacos y celestiales, los misteriosos lazos que unen al espíritu humano con todos los principios superiores ocultos en la naturaleza”.
La misma función tiene el desierto en La casa verde, segunda novela de Mario Vargas Llosa. Al contrario de lo que el título y la introducción sugieren, el rústico pero tentador burdel no surge en la selva del Amazonas sino en la desértica región de Piura: “todos los días del año, a la hora del crepúsculo, una lluvia seca y fina como polvillo de madera, que sólo cesa al alba, cae sobre las plazas, los tejados, las torres, los campanarios, los balcones y los árboles, y pavimenta de blanco las calles de Piura (…) Tanto deseaban mujer y diversión nocturna estos ingratos, que al fin el cielo (‘el diablo, el maldito cachudo’, dice el Padre García) acabó por darles gusto. Y así fue que apareció, bulliciosa y frívola, nocturna, la Casa Verde”. ¿Puede haber algo más tentador en el desierto que una casa pintada de verde?
En nuestras letras recientes hay excelentes novelas que usan el desierto como territorio de autoconocimiento y transformación. Si en algo coinciden novelas tan distintas entre sí como Auliya de Verónica Murguía, Casi nada de Daniel Sada, Los últimos hijos de Antonio Ramos Revillas y El testigo de Juan Villoro es en que sus protagonistas emprenden voluntaria o involuntariamente un viaje al desierto en busca de expiación. “Si naces en un lugar vacío, la cabeza se te llena de otro modo”, afirma uno de los personajes de la novela de Villoro que tiene como escenario final el semidesierto zacatecano. Quizá afectado por la lluvia en un sitio donde lo habitual son las tormentas de arena, el personaje recuerda que un tío suyo solía decir que “ninguna conversación superaba a las que ocurrían en el desierto” y que “las grandes religiones sólo podían inventarse en el desierto, o en alguna montaña loca”.
Si el desierto es para muchos la representación de una disputa interior, para otros es la objetivación de un conflicto externo: la lucha por la tierra. Así parece serlo, sin ir más lejos, para el ya mencionado Juan Rulfo. Pasemos por alto la obviedad de que Páramo, el apellido de su más celebre personaje, es sinónimo de desierto: bastaría con leer “Nos han dado la tierra” para darse cuenta de que también el de Sayula experimentó el jalón. Aunque es cierto que, como acertadamente anota Françoise Perus, leer el relato como un texto de denuncia es empobrecerlo, también es verdad que narra la historia de unos campesinos a quienes la reforma agraria les asigna tierras estériles, imposibles de cultivar: “El llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada”.
Un lugar complicado
Llegamos a Santa Gertrudis a las 4:45 de la tarde. Eduardo Flores Campbell y Jacinto Astiazarán nos esperan en un hotelito que está frente a la casa del los Mendoza, parientes del Titi. Es una población pequeña, silenciosa, mas no tranquila. En los últimos años, narcotraficantes y polleros se han convertido en los dueños del territorio. Son las nueve de la noche en el horario del Pacífico y los pocos restaurantes que hay están cerrados. Terminamos cenando burritos de carne asada a la orilla de la carretera.
Por la mañana, muy temprano, nos internamos en el desierto por un camino de terracería. A esa hora la vida es evidente: de cuando en cuando una garza negra o un correcaminos irrumpen entre los matorrales levantando nubecillas de polvo, o el canto de un tildío corta el aire. Pero no es sólo eso: en el día es cuando se ve el movimiento de los migrantes. Llegan aquí por decenas, centenares. Son tantos, que su presencia impone la dinámica del pueblo. En casi cada calle hay puestos donde venden paliacates, bolsas de dormir, mochilas, botas. Todo lo necesario para el cruce. Y es que cada año los migrantes suman miles, todos decididos a alcanzar el sueño americano. Pero antes de arribar a la tierra prometida deben enfrentar la misma prueba que arrostró el pueblo elegido: cruzar el desierto con temperaturas cercanas a los cincuenta grados centígrados. Muchos no lo logran.
Así pues, a pesar del jalón, aquí no hay lugar para idealizaciones. No en una región donde el desierto cobra cientos de vidas cada año. Es Semana Santa y en Santa Gertrudis la tradición del Viacrucis tiene un carácter especial: si la costumbre marca que deben ponerse 14 cruces, una por cada parada que hizo Jesucristo camino a ser crucificado, en el pueblo las cruces son muchas más. Una por cada esquina. Cruces blancas, idénticas, cada una con el nombre de un migrante muerto.
En vida, Campbell estuvo varias veces en Santa Getrudis. Le conmovía profundamente el drama de un sitio cuyas costumbres fueron alteradas por dos factores: el narcotráfico y la migración. Acaso por ello, uno de los libros que más recomendaba era Conversaciones en el desierto. Cultura, moral y tráfico de drogas (El Colegio de México, 2008), un estudio sobre los efectos que el narcotráfico ha tenido en el imaginario narrativo de este pueblo. Derivado de una tesis doctoral presentada por Natalia Mendoza Rockwell, el libro deja en claro que en nuestro país el narcotráfico no consiste sólo en acuerdos entre grandes capos o en lavado de dinero. También es, en la vida cotidiana, “el mundo de los burreros que cargan 20 kilos de mariguana en fila india y de noche a través de la frontera hasta las inmediaciones desérticas de Tucson”.
El desierto es más desierto en la pobreza. Es aún más hostil cuando su aridez es acentuada por la falta de Estado de Derecho. Entre nuestros cronistas hay relatos que así lo atestiguan, por ejemplo el texto de José Revueltas conocido como “Marcha del hambre sobre el desierto y la nieve” donde el escritor da fe de una protesta ocurrida en 1950, cuando 4 mil quinientos mineros de Nueva Rosita, Coahuila, se declararon en huelga en demanda de mejores condiciones de trabajo por parte de la Mexicana Zinc & Co. Para cuando Revueltas e Ismael Casasola llegaron a reportear la manifestación, los mineros habían recorrido más de 400 kilómetros a pie, atravesando el desierto a razón de 20 a 30 kilómetros al día. Si bien en este texto de Revueltas el desierto es la noche, no son las inclemencias del entorno lo que más preocupa a los trabajadores, sino que los señores periodistas llegados de la capital informen la verdad.
Algo similar ocurre con un libro que es ya clásico en la crónica latinoamericana: Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez. Amalgama de crónica y ensayo en torno a los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, el volumen deja en evidencia que el abandono de los cuerpos en sitios públicos es parte de un mensaje: en un territorio marcado por la corrupción de las autoridades y controlado por las bandas dedicadas al tráfico de drogas, autos y armas, la impunidad se exhibe. No hay peor desierto que el creado por el hombre.
Otro maestro de la crónica, Ryszard Kapuscinski, abordó el tema en Ébano, en el capítulo donde habla de la sequía que en las últimas décadas ha castigado al continente africano. “Se secaban los campos y perecía el ganado. Millones de personas murieron de hambre. Millones de otras habían empezado a buscar salvación en las ciudades, que ofrecían más posibilidades de superviviencia. (…) Así que la sequía y la guerra, al expulsar a la ciudad a los habitantes, despoblaban el campo. El proceso, que se prolongó durante años, afectó a millones, decenas de millones de personas”.
El camino de terracería se ha terminado. A pie, bajo el sol del mediodía, alcanzamos el punto exacto en donde reposarán las cenizas del maestro Federico Campbell. Un sitio custodiado por enormes saguaros, esos cactos que parecen gigantes elevando sus brazos al sol. Protegido por la sombra de uno de ellos pienso, de pronto, que podría quedarme aquí, claro que sí. Podría quedarme aquí sin ningún problema.
ILUSTRACIÓN:Rosario Lucas
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