Desolación
POR EDUARDO ANTONIO PARRA
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Asunto poco abordado en la narrativa de lengua española, pero que desde hace algunas décadas se perfila como uno de los grandes conflictos humanos de nuestro tiempo, la necesidad de ser padre aunada a su imposibilidad, así como la pérdida prematura de un hijo, es un drama del que hasta el momento se han ocupado médicos, psicólogos, psiquiatras, sacerdotes y tanatólogos, lo cual indica tanto la cantidad como la frecuencia con que estos casos atormentan a nuestros contemporáneos. Nuestros contemporáneos, porque, si bien en tiempos pretéritos estos traumas provocaban el mismo dolor, se atribuían a designios inescrutables de la divinidad y se resolvían con resignación, además su frecuencia era mucho mayor que ahora, cuando los avances médicos nos hacen pensar que no son sino tropiezos susceptibles de ser resueltos con tratamiento o cirugía.
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Quizá por ello, en pleno siglo XXI la esterilidad o perder a un vástago durante la gestación, cuando la necesidad de ser padre es ineludible, puede significar desgracia emocional, psicológica, social, biológica, existencial y de realización, capaz de llevar a quien la sufre a cambiar drásticamente su vida. Es lo que ocurre con Irene y Alberto, los protagonistas de Los últimos hijos, de Antonio Ramos Revillas, donde se exploran las presiones internas y externas, es decir, personales y sociales a las que la joven pareja se ve sometida para intentar reproducirse, así como las consecuencias que experimenta al no poder tener un hijo.
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La novela inicia —en voz del protagonista— con un tono sombrío, reflexivo, que introduce a los lectores de inmediato en la atmósfera que prevalecerá hasta el final, anudando una tensión que siempre va en aumento y deja pocos instantes de sosiego durante la lectura. Al llegar una noche a su casa, Alberto e Irene descubren que han sido víctimas de unos ladrones, quienes, no conformándose con robar lo que de valor hallaron a su paso, también destrozaron lo que no pudieron llevarse, dejaron su “firma” en forma de excrementos e intentaron quemar a la gata en el horno de la estufa. El asalto realizado con tanta saña los deja pasmados; ambos se preguntan si los extraños también profanaron “el cuarto del bebé” y corren escaleras arriba.
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¿Por qué una pareja sin hijos tiene en su casa un “cuarto del bebé”? ¿Qué oculta esa habitación que hace que se angustien tanto con la posibilidad de que haya sido profanada? La respuesta a estos interrogantes abre uno de los arcos de misterio con que está estructurada la novela. Un arco angustiante, casi terrorífico. En palabras del propio Alberto:
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“Encontré una habitación desordenada. La tina para bañar se hallaba fuera de su sitio. Las puertas del cambiador, abiertas. Me acerqué al cunero. ¿Cuántas noches, antes de irme a dormir, no se habían dirigido mis pensamientos a ese cuarto, a ese jergón, con la ligera sospecha de que el nene había despertado? De niño y de adolescente, incluso en mi vida adulta, siempre me había sentido inclinado a cargar y mimar recién nacidos. Era algo que había visto repetir mucho a mi padre. Le hacía muecas a bebés que se encontraban a veces en brazos de sus madres o cargaba a los sobrinos para hacerlos reír. Aquel era un gesto que, me dije, iba a repetir en su momento con mis hijos. Toda la vida te enseñan cómo lidiar con los bebés, es una educación inconsciente pero sin tregua.
Adentro de la cuna seguía el bebé mecánico. Su ropa se veía descolorida por el paso de los años.
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“Un bebé mecánico. Tal vez haya pocos símbolos más claros y más trágicos de la necesidad y de la incapacidad de ser padres.”
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Después de comprobar que por alguna razón ninguna de las cosas de ese cuarto fue sustraída, la joven pareja llama a la policía y al seguro y hacen el inventario de lo perdido. El robo les deja la sensación de haber sido violados, de ver su intimidad expuesta. Le pierden la confianza a su casa, al vecindario, a la sociedad. La desolación los envuelve. Se han convertido en víctimas. ¿Qué hacer tras una agresión como esa? Alberto e Irene intentarán volver a su vida; ambos regresarán a sus respectivos trabajos, pero algo andará mal, ya no se sentirán los mismos de antes. Como si esperaran una nueva desgracia en cualquier instante. Alberto emprende un recuento de su vida desde que Irene y él están juntos mientras la policía y los enviados del seguro revisan la casa, sólo para que los primeros les digan que es tanta la criminalidad azotando la ciudad que será prácticamente imposible saber quiénes fueron los autores del robo. Y en ese recuento ocupa el lugar central la pérdida, durante el embarazo, del hijo de ambos. Pérdida calificada por la madre de Alberto como castigo divino: “Dios te castigó como a David y Betsabé”, le dijo.
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Una de las constantes de Los últimos hijos son los relatos bíblicos que a cada momento resuenan en la mente del narrador, pero no como símbolos que reflejan la situación en que vive, sino como realidades que lo torturan día con día, verdaderas sentencias aplastantes. David y Betsabé es una de ellas. Otra, acaso la más atroz, la de el ángel exterminador encargado de ejecutar a los primogénitos. Alberto se siente víctima de este enviado del cielo, y se pregunta una y otra vez cuál fue la causa de que la ira divina se irguiera contra ellos. Desde que tiene memoria, su deseo es ser padre, y sabe que su Dios se ensañó con él, primero llenándolo de esperanza durante el embarazo y después fulminándolo con la pérdida del vástago. Y cuando de algún modo se encontraba cerca de resignarse, ocurre el robo de su casa que lo reinstala en la desesperación:
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“Toda la culpa la habían tenido los ladrones; no por los muebles hurtados ni la mierda cuyo olor sentía en mis narices, sino por la puerta clausurada que había dejado libre lo que escondíamos. Afuera, del otro lado de la pared, en mi otra vida, siempre llora un pequeño. Cerca de mi oído. Llora detrás de un muro que no puede franquear. Está en la sala, en el patio, en los arcones de la casa, en mi trabajo. Todos los días lo escucho. Aquí, pegado a mis suspiros. Siempre detrás de la habitación clausurada. Un hijo renacido en mí. Sí, mi hijo había muerto pero: ¿quién podía matarlo en mi imaginación? ¿Quién le decía a ese fantasma, a ese puñado de palabras que no existía? ¿Cómo le ordenaba que dejara de respirar, que se quedara en silencio, que todas sus palabras se marchitaran? Esa alma que vive en mí nunca podrá ser corrompida por la muerte.”
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Como se mencionó, Los últimos hijos es una novela que da pocos momentos de sosiego a los lectores. Apenas Irene y Alberto parecen haber asimilado el golpe del asalto y todo lo que éste develó en sus consciencias, una tarde, al regresar a casa, encuentran un cidí en la puerta y al ver su contenido descubren que los ladrones se filmaron durante el robo, los destrozos a los muebles y el intento de asesinato de su mascota. Un regodeo de crueldad. En el video descubren que quien profanó “el cuarto del bebé” fue una muchacha que acompañaba a la banda. Una muchacha embarazada. Comprenden entonces por qué esa fue la única habitación que quedó intacta durante el atraco, pero mientras Irene experimenta cierta empatía y agradecimiento hacia la delincuente, en Alberto estallan las ansias de desquite. Quiere encontrar a los ladrones. Vengarse de ellos.
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De la depresión a la desolación. De la desolación a la ira. Los protagonistas de Antonio Ramos Revillas, víctimas de la delincuencia, del destino, de la vida misma, recorren las páginas del relato siempre inmersos en emociones límite que los llevan a tomar decisiones repentinas muy alejadas de lo que hasta ese momento había sido su cotidianidad, y los internan por caminos desconocidos y peligrosos. Tras entregar el cidí a la policía y comprobar una vez más que esta institución será incapaz de ayudarlos, Alberto decide contratar un investigador privado para que localice a los delincuentes. ¿Cuáles son sus intenciones? Ni él mismo lo sabe, pero, llevado por el rencor, necesita saber su identidad, dónde viven, sus oficios cuando no delinquen, por qué hicieron lo que hicieron con Irene y él?
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Cuando el investigador le entrega un informe con los datos, Alberto e Irene se enteran de que la muchacha embarazada es la pareja de uno de los de la banda e hija del jefe, de que se llama Carolina, vive en medio de la miseria, su embarazo ya concluyó y tiene una hija recién nacida. Al rencor, a las ansias de desquite, se añade ahora la envidia. Pero mientras Irene se pregunta por qué una chica como Carolina sí puede ser madre y ella no, Alberto comienza a rumiar sus obsesiones de toda la vida, modificándolas a causa de la ira:
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“Un día mis gestos, mi imagen desaparecerá de la faz de la Tierra y no habrá rostro que lo recupere y sostenga en la memoria del mundo. Carolina sí tenía esa posibilidad. Carolina, un germen de ella superaría el tiempo y no era justo. Ahí tuve una idea: la iba a asustar, así como había perseguido a aquella mujer hacía mucho tiempo. Empezaría con cartas, luego fotografías. Hasta acercarme a ella. Hasta tronarle la cabeza como lo acababa de hacer con el reborn en la cuna.
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(…)
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A veces me imaginaba golpeándola, pero tras el fondo de aquella furia surgió una pregunta que fue ganando peso y necesidad: ¿Cómo sería mi hijo con esa ladrona?”
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Y como si no hubiera habido para ellos cambios suficientes durante los últimos días, a partir de que conocen la identidad de sus agresores tanto Irene como Alberto ven alterado el rumbo de su existencia en común, en una trama de ritmos cambiantes, semejante a un remolino que, en cada uno de sus círculos, intenta hundirlos hacia el fondo, como si lo que buscara fuera su destrucción total como pareja.
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Llena de giros inesperados que nos develan zonas ocultas de la naturaleza humana, Los últimos hijos, de Antonio Ramos Revillas, es una suerte de novela de aprendizaje en la que los personajes intentan salir a flote tras enfrentar pruebas muy duras. Es una investigación sobre las causas de la felicidad y la infelicidad en un contexto tan caótico y violento como el del México contemporáneo. Un relato intenso y oscuro, escrito con sabiduría y madurez, donde el lenguaje, casi siempre también oscuro, alcanza registros poéticos en los que la belleza se mezcla con la desolación hasta provocar estremecimientos, y construye reflexiones que consiguen desembocar en aforismos contundentes. Un libro fuerte, violento, atractivo, que sin duda dejará una huella profunda en quien se acerque a sus páginas.
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*FOTO: Antonio Ramos Revillas. Los últimos hijos. Almadía/Conaculta. México. 2015. 259 pp/Especial.
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