Detectives con estilo
POR ROBERTO FRÍAS
Con todo respeto, odio los géneros, las etiquetas con que académicos y otra fauna deciden trabajar para poder entenderse y con las que también los lectores han decidido colaborar mansamente para poder pedir libros en una librería o entenderse con otros lectores. Para ser más exactos, me resulta útil en términos técnicos, pero estéril en términos estéticos. Y creo que ese conflicto tensa en el fondo todas las discusiones que quiera recordar el lector acerca de trabajos de ficción que parecen reportajes o de reportajes sobre cuya veracidad se duda. Para los fines de estas líneas, debo decir que en cuanto tuve Chicas muertas en mis manos, sin haberlo leído aún, fui muy afortunado por pensar que se trataba de una novela. Esa idea primera me dio la pista para lo que estoy discutiendo aquí, aún cuando luego, por efecto lógico del libro, fuera obvio que se trataba de un ejercicio inusual de lo que ahora llaman “no ficción creativa”. El valor de la investigación de Selva Almada, alrededor de tres asesinatos de mujeres ocurridos en Argentina durante la década de los años ochenta, no me parece cuestionable. Hasta donde el lector común puede comprobar, se trata de una investigación periodística con todas las de la ley. Pero esto, siendo una muy interesante muestra de “periodismo de inmersión” (otra etiqueta), no me parece sino el segundo gran valor de la obra.
Chicas muertas debe su poder al estilo de la autora: a la dosificación y fragmentación de la información, a la tensión narrativa, al cuidado con el que su autora describe lo necesario y captura los detalles que nos ponen los pelos de punta, a la observación de escenarios y personajes, a los que retrata con apenas unas líneas, y al contraste que impone entre su propia experiencia de vida (ya que fue criada en Entre Ríos y las chicas asesinadas también vivieron en otros puntos de las provincias argentinas) y las de esas mujeres. También, a la manera en que logra dejarnos claro el común denominador de esas tres muertes violentas (eso sí, fruto de la forma en que logró unir aspectos de su propia investigación). Es decir, Chicas muertas es, ante todo, el escaparate de una voz inteligente, vibrante y viva, la expresión de todo un estilo personal perteneciente a una autora que, como van los tiempos, aún me atrevo a llamar joven.
Quizá uno de los primeros, y más famosos casos, que abrieran la discusión sobre la “no ficción creativa” sería el de Truman Capote y A sangre fría. Recordemos que Capote investigó en el campo la historia y entrevistó a todos sus participantes, casi sin tomar notas, que luego publicó el libro con el subtítulo, “novela de no ficción”, y que algunos detractores expusieron, en medio del tremendo éxito de la obra, su falta de veracidad. El caso es extremo pero también uno de los primeros, lo cual nos lleva a comprender todas las confusiones que generó su discusión. ¿Conservaba su valor a pesar de no respetar la absoluta veracidad que le seguimos pidiendo al periodismo y que, en gran medida, es la única frontera que ningún periodista querría cruzar sin temor a ser descalificado? Supongo que ahí se siembra la elaboración del estándar que más tarde se utilizaría para este tipo de trabajos: ser creativo con un trabajo periodístico no significa inventar hechos ni entrevistas. Y por ahí logramos entender mejor la decisión de Capote, el subtítulo es, quizá, una manera de protegerse de lo que había hecho, una banda de Moebius que era y no era, a un tiempo, novela y reportaje.
En nuestro idioma, recordaré como un paralelismo al libro de Almada el de Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto. Crónica, reportaje y reflexión sobre el feminicidio de Ciudad Juárez, el libro de González Rodríguez busca por todos los medios posibles no salirse del redil del ejercicio periodístico, que no existiera, en ningún momento, excusa alguna para que los posibles detractores (que, obviamente, serían legión) le espetaran al autor que inventaba. Pero a pesar de su esforzada objetividad, y de algunos párrafos que adolecen de un estilo muy de dossier periodístico, el estilo de González Rodríguez nunca flaqueaba. Ahí estaba también la voz de su autor, clínica, brutal, abarcadora, de largo aliento. Y la voz no sólo es escritura, como bien sabemos, sino organización del contenido. La manera en que González Rodríguez presentaba la información, permitía ver instantáneas de los más patibularios personajes de la policía y los gobiernos estatal y federal, era suficiente para revolvernos el estómago por tanta impunidad y cinismo.
Selva Almada tiene bien aprendidas las lecciones de sus maestros. Más allá de la investigación en sí, su selección de elementos alucinantes y su habilidad para nombrarlos (la participación de brujos y videntes, las intervención de hombres abusivos y sórdidos en los tres casos, la desolación y pobreza mental de lugares alejados, la total y absurda falta de cuerpos policíacos bien preparados, el polvo) nos la revelan como una autora privilegiada, que no tiene empacho en recrear mundos mientras exhibe la locura de la realidad.
Celebro el inteligente feminismo del libro, sustentado en la tesis, apenas mencionada por la autora, de que las tres muertes podrían estar conectadas con tres hombres que ejercían poder sobre las víctimas, mientras que, en al menos dos de los casos, las chicas se habrían visto sobrepasadas por una mezcla de conveniencia y seducción. Aunque parece una novela, y no me puede importar menos a qué género pertenece, Chicas muertas no deja de ser nunca una llamada de atención para recordar que mientras usted lee esto hay una mujer muriendo en algún lugar.
Selva Almada, Chicas muertas, Penguin Random House, 187
*FOTO: Templo de Baal Shamin en la ciudad histórica de Palmyra, en Siria, en una imagen tomada en octubre de 2009. La demolición, ocurrida en días recientes, de un antiguo templo romano en ese lugar fue calificado por la UNESCO como un crimen de guerra que atenta contra un símbolo de la diversidad de ese país/Reuters.
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