Detrás de la cortina de “Humo”
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En entrevista, la escritora ecuatoriana Gabriela Alemán revela el origen de Humo, su novela más reciente, ambientada en diferentes momentos de la historia de Paraguay: la Guerra del Chaco, la dictadura de Alfredo Stroessner y el incendio en la plaza comercial Ycuá Bolaños en 2004, episodios traumáticos en la vida de ese país
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POR NICOLÁS LICATA
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Gabriela Alemán (Rio de Janeiro, 1968) es editora, ensayista y narradora. En 2007 formó parte de Bogotá39, una selección de los 39 mejores escritores de ficción menores de 40 años de América latina. Su bibliografía incluye, entre otras obras, los libros de cuentos Fuga permanente (2001), Álbum de familia (2010) y La muerte silba un blues (2014), así como las novelas Body time (2003) y Poso Wells (2007).
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Presente en México en el marco del Hay Festival Querétaro 2017, Gabriela Alemán habla en entrevista sobre la génesis y las versiones de Humo (Random House, 2017), su novela más reciente. En ella vierte experiencias como el incendio ocurrido el 1 de agosto de 2004 en Ycuá Bolaños, un popular supermercado de Asunción, en el que fallecieron 400 personas, pero también con el ex dictador Alfredo Stroessner y la Guerra del Chaco.
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¿Por qué “humo”? ¿Por qué ese título?
Porque no era obvio. Pero ese humo está allí todo el tiempo. Está en el humo negro de Ycuá Bolaños, que a la distancia ve uno de los personajes: Pablo; está en el humo de esas batallas invisibles, perdidas en los bosques del Chaco; está ese humo cuya simbología tenemos en la cabeza, cuando hay un nuevo Papa. En algún punto, hablo de un humo del conocimiento. Había varias referencias que además no coincidían entre ellas porque unas eran referencias positivas, otras negativas, violentas. Pero también tenía que ver con la bruma del frío, que también se puede confundir con humo. Y esa cosa que tiene el humo, lo podemos atravesar pero también nos puede asfixiar. Y eso es Stroessner, todo el tiempo.
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Humo es una novela de larga gestación, 12 años. ¿Por qué tanto tiempo?
Desde que me fui de Paraguay siempre pensé que tenía que escribir algo sobre todo lo que había visto allí. Llegué a Paraguay absolutamente ignorante de todo, y creo que fue bueno porque no venía predispuesta a encontrar algo. Mientras viví allí, al final de la dictadura, la historia que me enseñaron en la universidad y que escuché en la calle era una historia heroica, de haber ganado la guerra del Chaco, de los niños héroes de doce años que lucharon contra los brasileños en la guerra de la Triple Alianza. Cuando me fui comencé a buscar información sobre Paraguay y me informé más sobre las misiones jesuíticas. Descubrí que allí había ido a vivir la hermana de Nietzsche, que la Guerra del Chaco, en vez de responder realmente a un conflicto de fronteras respondía a la posibilidad de que hubiera yacimientos petroleros en el subsuelo de ambos países.
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En todo lo que publiqué a lo largo de los años, siempre había alguna mención inconsciente o consciente a Paraguay. Como esas apariciones de Hitchcock en sus películas. Cuando ocurrió lo de Ycuá Bolaños en el 2004, vi los noticieros y escuché las explicaciones que daban –que corrían de la mano de la avaricia del dueño del centro comercial– sobre la muerte de 400 personas. Pensé: “no es tan fácil”. La idea de la novela era contar lo que ocurrió durante las dos horas que siguieron al incendio. Lo guardé en un cajón y meses después una amiga me contó que dos de sus alumnos se habían suicidado porque habían perdido a familiares en el incendio. En ese momento dije: “Esto va mucho más allá de Ycuá Bolaños”. Para ese momento sólo habían detenido al guardia que cerró las puertas, mientras el dueño del centro comercial estaba libre. En ese momento me planteé qué quería escribir. Pensé en Stroessner y en el Paraguay contemporáneo. Comencé a sacar todos los libros que había acumulado a lo largo de los años sobre Paraguay. En ellos descubrí que el ascenso de Stroessner se dio a partir de la Guerra del Chaco. Entonces decidí que a partir de la segunda versión de la novela, habrían dos tiempos: pasado y presente. En el primero sería más fuerte la presencia de Stroessner, aunque sin ser el centro de la narración.
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En un viaje que hice a Argentina busqué información sobre el Plan Cóndor, al que los “Archivos del Terror” ligaron a Stroessner. En una librería de segunda mano pregunté por el Plan Cóndor y me dieron un libro de Walsh. De pronto volvió recordé todo lo que había leído antes, incluso un crónica de Walsh sobre el Cerrito, de los leprosos, en el Chaco argentino.
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Abordemos ahora a los personajes. La novela se articula en torno a dos líneas narrativas: una de ellas se centra en la vida de Andrei; la otra, en un personaje llamado Gabriela. ¿Cuál es la relación entre la Gabriela ficcional, y la de carne y hueso?
No me llevo muy bien con la “autoficción”, los libros de Karl Ove Knausgard, por ejemplo, están muy bien escritos, están avalados por voces importantes de la literatura, de la crítica, pero no reverberan en mí como lectora. Me dejan sin preguntas. Son “huecos” en el sentido de que no construyen una comunidad. En Humo aparece una Gabriela que no es sólo ella, sino que tiene un eco que va más allá. Al principio de la escritura la protagonista del presente no se llamaba así, tenía otro nombre; cuando estaba en la reescritura final de la novela pensé que sería bueno utilizar mi experiencia en Paraguay, que coincidía con uno de los tiempos de la novela, a pesar de que no era yo. Aunque yo también trabajé en una galería de arte y conocía bien el centro histórico de Asunción, conocía esas calles, esos dolores de los que hablo al final. Y luego, ese final de las hojas volando es una suerte de homenaje al tiempo que viví allí y a la gente que conocí. Cada uno de esos papeles que vuelan sobre la ciudad llegan a gente que conocí, o caen en espacios que fueron importantes para mí. El Mercado Cuatro, que es donde transcurre la película 7 cajas, era un sitio que me encantaba porque era un sitio de olores, de vida, y quería que apareciera en la novela. El Cerro Lambaré es el único espacio alto de la ciudad donde Stroessner mandó a construir una estatua de él junto a los próceres del país —fue construido por el mismo arquitecto que construyó el Valle de los Caídos en España—. Cuando cayó Stroessner, se derrocó esa estatua. El alcalde de ese entonces la puso en subasta pública. La compró por un centavo el pintor y escultor paraguayo Carlos Colombino, quien la cortó en pedazos, luego puso un bloque abajo, una manita de la estatua acá, los ojos de Stroessner así [mima ojos exorbitados], los dientes clavados acá, y un bloque de cemento encima de él, como para que nunca vuelva a salir. La pusieron en una plaza cerca de la universidad y del palacio del gobierno.
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El bastón de Gabriela no estaba allí cuando estaba construyendo la historia. Apareció cuando ya decidí que el nombre de la protagonista iba a ser Gabriela, y que la manera en que iba a ser amigable con los lectores contemporáneos era que les iba a permitir ingresar por un género muy conocido como es el gótico y el relato de terror. Entonces esa casa comenzó a habitarse de Edgar Allan Poe. Y comenzó a tener ruidos, comenzó a tener vida, a tener espacios ocultos, y allí apareció ese bastón que va cargando ese peso. La casa cultiva la parte del tiempo detenido, llena de moho, cayéndose, pero muy atada al género de terror, desvinculada de la forma de narrar el pasado. Me gustó la yuxtaposición entre el presente y el pasado, que permite que se construya algo que no es ni lo uno ni lo otro: ni gótico ni naturalismo, sino algo nuevo que se arma en la lectura de los dos. Yo tenía una memoria muy consciente de lo que es cargar un bastón, lo hice durante dos años. En algún momento, mientras estaba escribiendo la última versión, me operaron la segunda y tercera operación. Tengo la memoria del cuerpo que funcionaba para la historia. Entonces metí el bastón, los sonidos. Fue así que Gabriela entró a la novela.
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Quisiera volver sobre un elemento en particular, y es que durante la escritura del libro, parece haber tenido una fuerte consciencia del lector. La escritora mexicana Guadalupe Nettel ha manifestado que cuando escribe prefiere no pensar en el lector, precisamente porque hacerlo podría bloquearla. No parece haber sido así en el caso de Humo.
Piensa que escribí dieciséis versiones. Tuve al lector presente en la edición. Muy presente en la edición. En el arranque inicial no estaba pensando en el lector, estaba pensando en qué quería contar y cuál era la mejor forma de contarlo. Pero cuando me senté a editarlo, veía que había demasiada información de un país que no se conocía, varios temas que van apareciendo, un acercamiento al lenguaje muy especial, porque es una novela escrita por una ecuatoriana publicada en Colombia sobre Paraguay, con referencias al Cono Sur, con referencias al guaraní. Por otra parte había constantemente esa cosa “pigliana”, de escribir sobre la escritura también, pero sin querer que sea metaficción. Entonces, la última versión fue una reescritura pero también una edición.
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Pasemos ahora a Andrei, el otro personaje clave de Humo. Tiene una personalidad sumamente compleja. ¿Cuál fue el punto de partida para ese personaje, y cómo le fue dando vida?
Nunca lo he pensado. Es un personaje que fue apareciendo. Sabía que quería que viniera del este de Europa. Sabía que quería que fuera húngaro porque quería una conexión con Ladislao Biró, el inventor húngaro radicado en Argentina. Sabía que quería un tipo que no tuviera un plan en la vida, sino que va avanzando a tientas; sabía que quería alguien muy opuesto a una mente científica. Él se fue construyendo en la narración. Fue un personaje al que le agarré cariño y como lo quería tanto no quería que fuera plano. Es complejo por varias razones, entre ellas, que tiene una relación con Stroessner y se cuestiona mucho lo que pudo haber sido si él intervenía de otra manera. Es un tipo atormentado, no es tranquilo ni pacífico a pesar de que da esa impresión. En un momento lo que dice es que cualquier contacto real con otros seres humanos se le tuerce, es como un Midas al revés. En esta carta que le escribe a Palamazczuk, le dice: “Qué bueno que no viniste conmigo porque seguramente te estaría hundiendo como a todos los demás”. El único sitio donde él encuentra paz y tranquilidad es en su biblioteca, con sus libros.
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El suegro de este personaje, Ayala, se enoja cuando Andrei le pregunta acerca de la Forestal, esa compañía inglesa que explota de manera abusiva los árboles quebrachos del Chaco. “Se molesta porque son cosas que todos deberían saber. Cosas sobre las que debería haber libros escritos”, le dice. ¿Cómo le vino la idea de escribir sobre la historia del Chaco, sobre su gente, su explotación, su guerra?
Por internet. Esta novela no tendría la forma que tiene si no me hubiera metido a buscar lo que no estaba en las bibliotecas de Ecuador. Porque yo hubiera ido a lo evidente. Hubiera ido a buscar información sobre la guerra, sobre Stroessner. Ya tenía situado el Chaco con el Cerrito de Walsh, ya tenía el Chaco por la Guerra del Chaco, pero comencé a buscar referencias del Chaco en distintos espacios académicos, en Google Scholar y en otras plataformas de ciencias sociales, y encontré toda esa historia del Chaco de la que yo no sabía nada. No sabía nada de la existencia de la Forestal. Y a la vez estaba leyendo a Rafael Barret. Sus preocupaciones tenían que ver con la explotación de la yerba mate. Así ligué ese trabajo esclavo de los yerbatales de mate con la explotación del quebracho. Me pareció que funcionaba muy bien dentro de la narración. Puse esta frase que mencionas, porque en general era una frase que resonaba sobre el Paraguay, que todos deberíamos conocer, porque todos conocemos la Revolución Mexicana, y todos conocemos la dictadura argentina, pero todos no conocemos qué ocurrió en el Chaco. La literatura también sirve para hacerte imaginar que el mundo puede cambiar. De allí esa discusión de que es en los cafés donde debería estarse hablando, y que no sólo lo haga un viejo en mitad de la selva.
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Biró, Palamazczuk, Ayala, o el propio Andrei, son migrantes. Usted misma ha viajado de forma intensa, desde una edad temprana. ¿Cómo ha influido esta condición itinerante en su escritura?
Esa es mi normalidad. No sé quién hubiera sido si mi vida hubiera sido otra. Tuve el privilegio de alimentarme de varias tradiciones como si fueran mías. Comencé a leer en México en esos libros maravillosos que se utilizaban en las escuelas en los años setenta y, a través de ellos, descubrí a Martín Luis Guzmán, a José Martí, a Gabriela Mistral, a Juana de Ibarbourou…
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Después llegué a Estados Unidos y comencé a hablar inglés. Esa tradición norteamericana no fue algo que busqué pero ahora hay más libros en inglés que en español en mi biblioteca. Tengo toda esa tradición que luego se unió con la tradición inglesa, y allí se fue por Europa, Francia. Y después, antes de que yo naciera mis papás vivieron en Uruguay, entonces había una conexión muy fuerte con el Cono Sur. Lo primero que leí, que escogí yo, fue literatura fantástica del Cono Sur. Y Arreola. Porque Arreola estaba en esos libros que yo leí de niña. Había esa mezcla de Silvina Ocampo, Arreola, Felisberto Hernández, Bioy Casares y después llegué a Borges. Pero ellos fueron primeros.
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Mi primer libro es de literatura fantástica completamente. El segundo ya es otra cosa, y el tercero es el primero que aterriza en espacios geográficos, porque los otros eran espacios literarios. Con Fuga permanente (2001) entré a la teoría de lleno, porque me deslumbré con Benjamin, y fui mezclándolo con la tradición fantástica. Lo siguiente fue Poso Wells que ya no tiene nada que ver con Fuga permanente. En lo que escribo conviven muchas tradiciones, discursos y registros.
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¿La revista donde encontró la crónica de Walsh sobre los leprosos fue Panorama?
Panorama, sí. Entonces cuando volví de Argentina, tenía en la cabeza lo de la lepra, lo que había leído del Plan Cóndor, y me acordé que a mí lo primero que me impactó de Stroessner cuando lo vi, es que en Paraguay hace mucho calor, diez, once meses del año, y Stroessner siempre iba con camisa larga, cuello cerrado, y en una mano tenía un guante negro… en ese calor. Luego supe que tenía cáncer de piel. Allí dije: “Lepra… Stroessner…” Pero, ¿qué van a hacer los protagonistas en el Chaco, si está llegando Andrei desde Argentina? Se me ocurrió que podrían tener una finca de ñandúes. Recordé un documental que había visto sobre una familia búlgara que trae avestruces de Australia y arma una finca de ellas, pero se escapan y resulta que son unos animales muy violentos, destructivos. Era un documental sobre el sueño roto de esa familia que pensó que iba a salir de la pobreza y cayó en el caos. Las avestruces son perfectas porque los huevos los puedes vender al igual que las plumas, la carne se come cuando ya son viejas… eso resolvía mi problema de la razón para la llegada al Chaco.
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Biró era un personaje real, que fue corresponsal de guerra y que, en una cobertura de una guerra en Yugoslavia, en el lobby de un hotel sacó el prototipo de lo que eventualmente iba a ser la “birome” [bolígrafo en algunos países de habla hispana] y, al firmar, entabló conversación con el presidente Agustín P. Justo que estaba allí. Le dijo que no tenía país, que estaba en tránsito, y el presidente lo invitó a ir a Argentina. La “birome” tiene una patente argentina. Me pareció una historia increíble que muy poca gente conocía, y como ya venía lo de los ñandúes que era un poco extravagante… Mientras iba escribiendo iban apareciendo más elementos. Palamazczuk aparecía en la crónica de Panorama. Era un personaje real. A mí me gusta mucho la ciencia, y leo mucho ensayo científico y me encontré leyendo sobre los antibióticos. Cómo antes de la década del treinta, una tifoidea, una hepatitis, una infección, era una muerte casi segura. Y me interesó unir la otra historia con el descubrimiento de los antibióticos. Palamazczuk, Fleming, se iban armando junto al panorama de los personajes que iban a estar en el pasado, porque además ya en ese momento me di cuenta que la entrada a Paraguay tenía que ser por migrantes. Porque yo no hablo guaraní, y porque, además, Paraguay ha sido visto como una especie de tierra incognita donde, a través de los años, han llegado muchos extranjeros: alemanes, italianos, menonitas, adventistas y un largo etcétera.
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Así se forma el rompecabezas del libro, aunque siguió siendo muy central Ycuá Bolaños. En las primeras versiones de la novela, el presente está marcado por una investigación sobre qué ocurrió ahí. Hace unos siete años llevé una versión anterior de la novela a dos editoriales argentinas, y las respuestas que me llegaron fueron: “¿Qué hace una escritora ecuatoriana escribiendo sobre Paraguay?; y la otra, que no interesaban el pasado de Paraguay o la Guerra del Chaco. Volví a guardar el manuscrito. Publiqué La muerte silba un blues, me operaron dos veces la rodilla. La vida siguió, utilicé bastón dos años y medio, y de pronto me encontré que no tenía trabajo, pero tenía tiempo. Entonces volví a sacar la novela, y ya sabía qué quería contar: quería contar el efecto de una dictadura sobre una población. Volví a rearmar la novela: quité capítulos, aumenté otros, me detuve más en el presente para volverlo más amigable para los lectores. Metí ciertos elementos que marcan la lectura, como la temperatura, por ejemplo: hace frío en el presente y calor en el pasado. Comencé en el 2004 y terminé en el 2016.
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Así que fueron doce años de investigación, de revisiones, de casualidades de la vida también…
Sí. Tuve un inicio de escritura rápida después de Ycuá Bolaños, pero después fueron tres años de investigación. Y algo que tal vez resulte interesante, fue un libro que nunca hubiera podido escribir si no hubiera estado en Ecuador, donde apenas existen bibliotecas. Por ello me tuve que meter a archivos de internet, donde había información extravagante, fantasiosa, rara, que me ayudó para la parte ficcional. Como vengo de la academia, al principio sentí que tenía que ser muy fiel a la Historia pero cuando comencé a leer todos esos datos falsos, esas ficciones que existen en internet disfrazadas de verdad, me aclaré que no iba a escribir una novela histórica, ni tampoco una crónica.
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Encontré información adicional en la biblioteca del Centro Cultural Benjamín Carrión. En esa biblioteca, detenida en el tiempo, encontré Chaco del boliviano Luis Toro Ramallo y dos cuentos de una escritora paraguaya que estaba en una antología de jóvenes narradores latinoamericanos del cuarenta. Esas fueron mis fuentes principales.
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Varios escritores latinoamericanos privilegian una literatura personal, íntima: evitan deliberadamente hablar de los problemas de violencia que sigue teniendo el continente. Con Humo parece que adopta la postura contraria, pues se enfrenta a ella directamente.
Eso tiene una historia. En Ecuador algunos la vocalizan, otros la aceptan como un hecho y ni siquiera tratan de problematizar el rechazo a la literatura del realismo social, que fue muy potente en Ecuador. Y se la borra fácilmente porque era una literatura ideologizada, de denuncia. Pero si lees esos textos son buenísimos y son parte importante de la tradición ecuatoriana. Ahora hay una preocupación por ser “cosmopolita”, no sé muy bien qué quiere decir eso. En los últimos diez años, la literatura que ha tenido más eco es esa que mencionas, una intimista; yo no puedo obviar que escribo desde donde escribo. En una época determinada. Humo se acerca a algunas preocupaciones del boom pero las aborda de otra manera. Habla del presente, está hablando de lo fragmentario, pero buscando una narración dentro de eso. No es un relato posmoderno o experimental, a pesar de que tiene una forma que no responde a un principio, un medio y un fin.
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Estoy recordando lo que dijo sobre ese “tercer momento” después de un evento traumático: primero el discurso monolítico de la dictadura; después las respuestas que se dan frecuentemente bajo la forma del testimonio, que tienden a ser igualmente monolíticas; y luego ya otro tipo de respuesta, que es lo que está ocurriendo ahora en Argentina por ejemplo, y que consiste en hacer libros “literarios”, para retomar sus propias palabras. ¿Dar ese tipo de respuesta fue consciente?
No creo que el concepto de evolución funcione en la literatura. He escrito algunos libros que son muy distintos unos de otros. Recurrí al humor negro en Poso Wells, donde tocaba el tema de la minería. En Body Time, quería explorar el género policial desde otro espacio, desde un sadomasoquismo ligado a la academia. En La muerte silba un blues, quería elaborar un tono con el que no me identifico para meterme en el mundo de Jess Franco y explorar lo gore. Cuando llegó Humo, estaba volviendo a leer textos del siglo XIX otra vez. Quería alejarme de lo que tenía eco en la prensa. Libros que no perturban al lector, que no lo hacen pensar, porque nos hemos tragado la historia de que los libros ahora “compiten” con internet, los videojuegos, la televisión o las series. A mí me encantan las series, me encanta zambullirme siete horas en internet. Pero hay un placer especial en leer un libro. Un vacío se crea alrededor tuyo y te conectas con algo que está más allá de ti. Nos están robando el silencio, el tiempo de pensar lo complejo. Sigo pensando que los lectores somos una inmensa minoría. Con un libro tenemos la posibilidad de regresar, de pensar, de detenernos, de dejarlo y volver un mes después a descubrir un personaje; se puede volver a releer un libro que leíste hace diez, veinte años. Entonces sí, no quería escribir un libro complicado, pero quería que fuera un libro de literatura.
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Lo que dice me hace pensar en Nicolas Bourriaud, un ensayista francés, según el cual los artistas contemporáneos, por la globalización, se han vuelto radicantes, es decir, como esas plantas que extienden sus raíces y se impregnan de diferentes suelos a medida que avanzan. Supongo que usted es un poco así. Paso finalmente a la última pregunta. En una carta a Andrei, Palamazczuk dice escribir para entender al mundo. “Como si yo estuviera en el centro, como si tuviera el poder de explicar las enfermedades, el amor, el dolor, la amistad.” (196-197.) ¿Para qué escribe usted?
Para tratar de entender al mundo. Este libro me sirvió para tratar de entender un Paraguay que yo había querido, vivido, amado, pero que no había pensado. Y ya que me tomó doce años pensarlo, me siento parte de esa tradición tan desconocida. Pero me siento parte de esa tradición porque uní varios hilos que estaban sueltos, que otros paraguayos no han unido, tal vez porque están allí y son obvios para ellos. Hace poco me escribió un escritor paraguayo que había leído la crónica que escribí sobre la hermana de Nietzsche, él da un taller de lectura en Paraguay, y me incluyó en su taller como paraguaya. Eso me alegró mucho.
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Foto: La escritora ecuatoriana Gabriela Alemán. /Cortesía: Random House.
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