Deudas

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En este cuento de uno de los autores más representativos de las letras mexicanas, dos amigos se enfrentan a realidades opuestas en un ajuste de cuentas entre el líder de un grupo delictivo y uno de sus antiguos socios en la frontera noreste de México

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POR EDUARDO ANTONIO PARRA

 

Dejó la caja de naranjas en la pila y ya se agachaba a recoger la siguiente cuando de reojo vio las siluetas que se acercaban. Algo dijo una de ellas que no alcanzó a oír bien. Maurilio agarró
la caja, y al tomar impulso para levantarla sintió el puntapié en la corva. El dolor fue agudo, filoso, como el de un toque eléctrico. Se vino abajo.
¡Te pregunté que dónde anda el dueño!
Las botas del hombre que lo increpaba estaban junto a su cabeza.
No… no sé, dijo con el escaso aire que le dejaban la sorpresa y el coraje. El señor Mireles salió a almorzar.
El hombre que no había hablado se puso en cuclillas para verle la cara. Sonrió.
¿Eres el Wilo? ¡Chingao! ¡Ven pacá, cabrón!, y le estrechó la mano para jalarlo y ponerlo de pie.
Era el Tongo. Habían pasado unos quince años, pero lo reconoció enseguida cuando estuvieron frente a frente. El coraje se revolvía con otras sensaciones en su interior.
Pinche Bagre, ya ni chingas, le pegaste a un camarada, dijo el Tongo. Este bato es mi compa desde que éramos morros. Hicimos la secu juntos. Él me hacía las tareas y yo lo ayudaba a defenderse de los bules como tú. ¿O no, mi Wilo? ¡Tas reflaco, cabrón! ¿A qué hora dijiste que vuelve tu patrón?
No sé, en un par de horas.
Pos entonces no hay prisa, el Tongo miró al Bagre. Vamos a echarnos un taco
los tres y luego arreglamos nuestro asunto con ese güey.
¿Y el puesto?
Olvídate del pinche puesto, el Tongo lo agarró del brazo y comenzó a caminar a la salida del mercado Juárez.

 

 

Mientras veía a los dos masticar con la boca abierta, se le vinieron encima los recuerdos de Nuevo Laredo: los pleitos a la salida de la secundaria, donde el Tongo aplastaba a los caídos a pisotones hasta que oía crujir los huesos, los fajes con las morras entre los carros parqueados en la calle, los carrujos de mota circulando de mano en mano, su noviazgo con la Marisela que hacía que el Tongo le diera carrilla diciéndole que lo tenía agarrado de los huevos. Marisela, se dijo y enseguida desechó el pensamiento. Miró al Bagre, que le devolvió una mirada escrutadora. Luego sus ojos se cruzaron con los ojos alegres del Tongo.
¿Y para qué buscan al señor Mireles?
Deudas, dijo el Tongo. ¿Cuánto hace que te fuiste del cantón? ¿Desde que salimos de secu?
No. Un año después. No había chamba
y gané pa Reynosa. Tú ya andabas con los Perros entonces, ¿no?, al recordar a esa banda a Maurilio se le revolvió el estómago y dejó el tenedor sobre el plato.
El Bagre miró a su compañero con ojos burlones.
Je, se rio el Tongo, cabrones Perros. Una pandillita pinche. En chinga me di color que no iban a durar y me fui con los Reyes. Esos sí eran la mera ley.
¿Tú también eres de Nuevo Laredo, compa?, le preguntó Maurilio al Bagre.
No, este camarada es de Matamoros, repuso el Tongo. ¿Y cuánto hace que trabajas para don Mireles, Wilo?
Ni un mes.
¿Y qué chingaos haces en un puesto del mercado? Te han de pagar una madre.
Me urgía la chamba.
El Tongo se volvió hacia el Bagre.
Ai donde lo ves, este cabrón era el más listo del salón, y también era bueno pa los putazos el güey.
¿Y tons?, dijo el Bagre, ¿qué hace cargando naranjas?
Maurilio bajó la mirada a su plato.
He tenido mala suerte, dijo.

 

 

Ahí va, Maurilio señaló un restaurant desde el asiento trasero de la troca. Es el que va saliendo de El Cabritero, de bigote blanco y camisa a cuadros rojos.
¡Oríllate, Tongo, aquí lo atoramos!
Mejor en una calle más sordeada. Deja me doy la vuelta.
Déjenme bajar, dijo Maurilio. Si me ve con ustedes ya valió madre mi chamba.
No, mi Wilo, esa se te acabó desde orita, el Tongo puso una escuadra sobre el asiento. Te vas a venir conmigo, yo te consigo jale en el cantón. Con nosotros no vas a cargar fruta sino otras cosas más chingonas.
Mientras rodeaban la manzana, el Bagre vigilaba por las ventanillas, nervioso. El
Tongo, por el contrario, lucía calmado, dicharachero.
¿Y qué hacías en Reynosa, Wilo?
Estuve años en la maquila; me corrieron porque me enganché con la chiva y quesque no querían tecatos. Luego gané pa Victoria y viví en la calle hasta que unos mormones me metieron a desintoxicación.
¡No mames! ¿Tabas muy prendido?
Harto, pero ya no; por eso me vine a Monterrey a buscar otro ambiente.
Pos qué bueno, porque al chaca no le gusta que nos metamos esa mierda, perico sí y mota, con eso no hay tox, pero dice que la chiva es cosa del diablo. ¿Es ese ruco?
El Tongo bajó la velocidad tras el hombre, dejó que el Bagre se bajara y siguió. Maurilio supo que dominaban la operación cuando el Tongo paró la troca metros adelante y abrió la puerta por donde Mireles entró tras recibir un brutal empujón del Bagre. Lo recibió un cachazo en la cara. El Bagre se le montó encima y lo golpeó hasta que el viejo quedó inmóvil. El Tongo arrancó el vehículo despacio para no llamar la atención.

 

 

¿De quién es la casa?, la voz le salía temblorosa a Maurilio al tratar de ignorar los gritos.
Del patrón, el Tongo terminó de cortar
el dedo de una mano del viejo, que les mentaba la madre y lloraba. Tenemos varias por el rumbo, otras por Guadalupe.
¿Y pa qué tantas?
El Bagre soltó la carcajada y apagó su cigarro en la oreja sana de Mireles. Lo habían machacado una hora antes de cortarle los dedos, una oreja, y de hacerle varios tajos en cara y cuerpo. El Bagre quería que Maurilio participara, pero al negarse éste el Tongo lo apoyó:
Déjalo. Este camarada ta tierno pa estos jales; ya aprenderá luego. ¿O no, mi Wilo?
Maurilio desvió los ojos. Entre gritos,
golpes, preguntas y respuestas a medias, entendió que su ex patrón se había birlado una carga que le dieron a guardar en su bodega. Él alegaba un robo, ellos no le creían. ¿Estará en la otra?, se preguntó Maurilio.
¿En la del cuñado? El Bagre y el Tongo no tenían por qué saber de ese sitio, pero Mireles lo había mandado a él a recoger ahí unas rejas de toronja.
Gritos y golpes cesaron. Sólo se oían gemidos. El Tongo y el Bagre fueron a la cocina. Maurilio vio lo que restaba de Mireles: una masa amorfa pintada de rojo, con tajos oscuros en el cuerpo, en la cara y en las piernas, donde la sangre se acumulaba. Le habían sacado un ojo, y el que quedaba veía a Maurilio, acusándolo. El Tongo regresó con dos cervezas. Le dio una a Maurilio y le señaló unos sillones.

 

 

Siempre fuiste bueno para esto, dijo Maurilio.
El Tongo sudaba, su respiración seguía agitada, su rostro redondo estaba colorado. De la cocina venía ruido de sartenes; el Bagre preparaba de comer.
Sí, rió el Tongo, ablandar cabrones es lo mío, lo disfruto. Tú también serías bueno, ¿te acuerdas en la secu? ¡Cómo dejábamos a los otros pendejos!
Maurilio fingió reír.
Yo los empinaba y tú terminabas de ablandarlos en el suelo, dijo. No se me olvida… Pero después de la secu me pusieron una putiza unos pandilleros, me dejaron medio muerto, y paré de hacerle a los chingazos.
El Tongo hizo un gesto de fastidio, luego alzó la cara para aspirar el aroma que venía de la cocina.
Putear cabrones se vuelve a aprender fácil, dijo, de eso se trata el jale. ¿Tienes hambre?

 

 

¿Tons qué?, dijo el Bagre masticando el último bocado. ¿Le entras o te culeas?
Maurilio volteó hacia el Tongo, que también esperaba respuesta.
¿Y hay que regresar a Nuevo Laredo?, preguntó.
¡A güevo! ¡Es donde se mueve todo!
¿Nunca has vuelto al cantón?, preguntó el Tongo.
Maurilio negó con la cabeza, pensativo.
Ta todo cambiado, dijo el Tongo limpiándose la boca. Los chingones no son los de antes. Muchos valieron madre.
¿En tus tiempos quiénes la rifaban?, preguntó el Bagre.
Maurilio apretó los dientes.
Los Perros y los Reyes, dijo.
Yo estuve en los dos, dijo el Tongo. Con los Perros no era negocio, pura faramalla, nos la pasábamos madreando morros y cogiéndonos a sus viejas. Divertido, sí, pero no nos daba lana. Luego me fui con los Reyes y borramos a los Perros. Ora estamos con los que jodieron a los Reyes y a los demás. Hay
que apostar siempre por el ganador…
Maurilio veía serio al Tongo, luego formó con los labios una sonrisa retorcida.
Por eso siempre has tenido suerte, ¿no?
Simón, el Tongo se acercó a él y le pasó un brazo por la espalda. Y ya es hora de que tú también la tengas, mi Wilo, ¿qué no?
Sacó la escuadra de su cinturón y se la mostró.
¿Has usado una de estas?
Maurilio tragó gordo.
No, respondió.
Pos ora te toca bajar a tu ex patrón.
Se la puso en la mano y le mostró cómo quitar el seguro.
¡Va a ser tu bautizo, cabrón!, se rio el Bagre levantando la cerveza a modo de brindis.

 

 

El único ojo de Mireles lo veía sin miedo, resignado, cuando le apuntó a la frente. La expresión de esa mirada trunca le recordaba otra. Marisela, pensó y volvió a borrar el pensamiento. El Bagre sonreía emocionado. El Tongo se desesperaba.
¡Truénalo ya, cabrón! ¡Le vas a hacer bien, está sufriendo mucho!
La carga perdida tenía que estar en la bodega del cuñado del viejo. ¿Qué carga sería? Maurilio dejó de apuntar y miró de cerca la escuadra.
¿Cuántas balas tengo?, preguntó.
¿Qué?, preguntó el Bagre, ¿se las quieres dejar ir todas?
¡Con uno que le des bien dado ya estuvo!, gritó el Tongo. ¿Para qué tanto pedo?
Maurilio volvió a apuntar. Suspiró. Apretó el gatillo. Al mismo tiempo oyó la detonación y vio el agujero negro, humeante, en la frente del viejo. Pensó en Marisela, en la carga olvidada en la otra bodega. El Bagre daba saltitos de alegría.
¿A poco no se siente chingón, camarada?
¿Te acuerdas de Marisela, Tongo?, preguntó Maurilio.
¿Qué Marisela?
La que era mi novia al terminar la secu.
El Tongo tenía cara de no acordarse. El Bagre dejó de saltar, intrigado, cuando Maurilio levantó la escuadra hacia él. Trató de sacar su arma, pero dos tiros se le incrustaron uno en cada mejilla.
¿Ya te acordaste, pinche Perro?, preguntó Maurilio.
Se acercaba despacio al Tongo, que lo veía con furia y miedo.
No, qué te vas a acordar de ella, dijo Maurilio mientras alzaba la escuadra a la altura de su rostro. Si ni siquiera me reconociste cuando me estaban madreando.
Oyó el primer tiro y pensó de nuevo en
Marisela. Al tronar el segundo y el tercero,
ya nomás pensaba en la carga oculta en la otra bodega.

 

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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