Diálogo improbable sobre identidad y lengua

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Según nos cuenta Mauricio Tenorio Trillo, desde la Universidad de Chicago donde da clase, don Ignacio Merlina y Rapaport, fue “un ilustre bibliófilo” quien dedicó su vida a entregar “entradas filológicas a quien las solicitara. Su especialidad era encontrar el uso de palabras y conceptos en castellano, desde el momento en que tal vernácula conoció la letra impresa. Otro servicio que ofrecía era encontrar trasunto hispano para cualquier materia del conocimiento humano, y es que de repente en las universidades de Europa y Estados Unidos se hizo menester emancipar el lado castellano de lo que era ratificado como verdadera erudición, aunque fuera en gran medida la sabiduría del English only. Si de Harvard pedían cita para adornar los vericuetos filosóficos de las planicies entre William James, Henri Bergson, y un decir, Rabindranath Tagore, don Ignacio a vuelta de correo correspondía con largas citas de Santiago Ramón y Cajal sobre los entreveros neuronales”.

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A recordar los dichos y las sentencias de don Ignacio dedica Tenorio Trillo, Maldita lengua (La Huerta Grande, Madrid, 2016), delicioso librito donde lo menos importante es saber si él –mitad catalán, mitad judío, mitad mexicano– existió por los rumbos de El Ángel de la Independencia o si es el Juan de Mairena de Tenorio Trillo. Yo habría asegurado ver enlistado a Merlina y Rapaport en el índice onomástico de algunos de los tomos sexenales de Salvador Novo, su contemporáneo, pero la referencia regresó a su origen en el libro de arena. Me conformo –no es poca cosa– con hacerle publicidad.

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Merlina y Rapaport, exiliado republicano y desde entonces agradecido con el general Cárdenas (“El que salva manda”), dedicó su vida a compartir menudencias filológicas con un selecto grupo de elegidos del que habría formado parte, en su juventud, Tenorio Trillo. Maldita lengua, para empezar, mandata que la filología es política. De la buena, de la trascendente. Da comienzo a sus lecciones con aquello que preocupa, por ejemplo, a la novelista japonesa Minae Mizumura, de la que me ocupé aquí mismo, es decir, el predominio y la prepotencia del inglés como lengua franca. “Para Dante, Camôes o Góngora escribir en vernácula era pensar a medias en latín; para Darío y para Eça o para Machado de Assis, escribir en su romance era terciar pensamientos en francés. Y hace mucho que escribir buen ensayo, buen pensamiento, buena literatura, en español, es imposible sin cargar lo suyo de lecturas en inglés. Nens, no olvidéis: somos marginales, no idiotas. Borges o Pessoa, por vía del inglés, fueron a sus respectivas lenguas, vía el francés, fueron Darío o Queiroz para el español y el portugués. No hay que espantarse. Hay que escribir nuestros romances, nuestro inglés, en nuestro buen español. Eso nos libra de ser nulidad intelectual, pero eso es pensar y escribir hoy en español. Lo otro, un purismo castizo inmune al inglés, enemigo del catalán o del castellano mexicano u otras lenguas locales, es anorexia intelectual. Y, también, una causa perdida”.

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No hay que ser logo-patriota, como no lo fue Pessoa, urgía don Ignacio a sus catecúmenos, aunque el inglés sea, para muchos, su oficina y no por ello es su hogar: “El día que Theodor Adorno recibió las correcciones de un ensayo que había escrito en inglés, decidió regresarse a Alemania: no aceptaba la simpleza y economía que exige el inglés. Para él la filosofía sólo era posible en alemán. Falso. Sólo en alemán su filosofía era posible, eso sí”. Y a Ortega y Gasset deberían agradecerle, más allá del Rin, una invención, en español, nunca vista por allá: la chulería alemana.

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La marginalidad tiene sus delicias, se consolaba Merlina y Rapaport. Es necesario, dijo, sacarle a cada palabra su sabiduría local y luego exportar su sabrosura, como ha ocurrido, ejemplo notable, con la saudade portuguesa o con el hoy tan traído y llevado seny, que como el relajo de Jorge Portilla, es una palabra-patria, una “palabrota”. En el caso catalán, según decía Josep Pla y así aparece citado en Maldita lengua, puede comprobarse matemáticamente que los catalanes se han caracterizado precisamente por su falta de seny, por eso lo adoran. Cuando el seny fracasa como instrumento nacional y triunfa como palabrota, “entonces gana el ‘desdén glacial de la razón’: un universal humano”.

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Entre palabrotas (saudade y seny), don Ignacio expone las maneras de salir del “ensimismiedo”, fatal resultado de la más reciente de las guerras civiles peninsulares, que en Cataluña es obcecarse con un proyecto nacional y en Castilla, darlo todo por atado y amarrado. En Maldita lengua, la defensa filológica de Babel no puede sino ir a dar al espinoso asunto de la identidad, palabra que según Merlina y Rapaport, “fue al siglo XX lo que el término ‘hastío’ fue al siglo XIX: una denominación de origen de los tiempos, una obsesión entre romántica y científica, que de tan repetida viró en sabor de época […] Y añadía, el muy caramba: ‘Recordad, chicos, pasamos de égalité, fraternité et liberté a identité, ethnicité et authenticité. ¡Vaya cambalache!’”

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Como Max Aub, su amigo, don Ignacio no tuvo problema “en no ser nada” en México, pero le aterraba –como a Tenorio Trillo– la inmunidad diplomática ganada para la identidad: “La gente muere, a nadie espanta; pero que una identidad muera, eso nunca, nunca”. El filólogo de Maldita lengua, descree de “la altanería victimista”, del nacionalista, que “sabe a rancio, reseca el paladar como una pera no madura”. Matar de hastío, concluye, es lo que hacen los nacionalismos antes de recurrir a las balas, porque el orgullo de la identidad, como la vanagloria del amor, es cursi y “todo en el amor es cursi, excepto cuando uno es el enamorado”.

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Recibí el libro de Tenorillo Trillo (1962), gran misántropo, hace meses y lo acomodé junto a L’identité malheurese (2013), de Finkielkraut (1949), creyéndolos empáticos. No lo son del todo. O digamos que de ser convocados en un café de la Rive Gauche o en una salita del Katz Center, llegarían a semejantes conclusiones anti identitarias, pero tras aburrirse mucho. A diferencia del chispeante Merlina y Rapaport, el valeroso Finkielkraut, atormentado por las escuelas francesas devastadas por el 68 y su multiculturalismo, con su trajín de majadería y presuntuosa, además de vandálica, ignorancia estudiantil, según él, es un profesor muy solemne, de ideas claras y prosa plúmbea. No tiene sentido del humor, defecto que compensa –se dice en Maldita lengua, por cierto, que intelectuales, propiamente dichos, sólo los franceses– con tener siempre la razón. De recomendable lectura para los interesados en identidades y feminismo, es la reconstrucción hecha por Finkielkraut de la querella del velo (¿deben o no presentarse con este las muchachas musulmanas a la escuela pública?), enredado asunto en el cual, contra el modelo anglosajón, el filósofo judío, liberal y francés, ratifica su posición inicial: debe imponerse la singular laicidad republicana del hexágono. No al velo.

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Ignoro qué habría pensado Merlina y Rapaport de la triste conclusión a la que llega Finkielkraut en L’identité malhereuse: debido al dominio de la autenticidad victimista, hay una identidad con miedo a decir su nombre. Al menos en el campus y en sus extensiones culturales (los BoBosBourgeois Bohème– han sustituido a la Religión por la Cultura, lo cual no es ninguna buena noticia), la identidad de los blancos y judeocristianos, hombres y mujeres, está sujeta al anatema. La identidad de Platón, Spinoza, Henry James, Hannah Arendt o Virginia Woolf, enumera Finkielkraut, aquella que nombró y combatió al racismo, habiendo renunciado al delirio de la Ilustración de darle a todo el mundo su propio rostro, no puede llegar al extremo de borrarlo. El universalismo cometió sus crímenes, razonó Lévi-Strauss. Es hora de impedir aquellos otros purificados por el relativismo.

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Abro por última vez Maldita lengua y encuentro una resignada respuesta de Mauricio Tenorio Trillo o de su álter ego, a Alain Finkielkraut: “La ontología es una tentación de las lenguas”.

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FOTO: En Maldita lengua, Mauricio Tenorio Trillo, profesor de la Universidad de Chicago, aborda el legado que el filólogo Ignacio Molina y Rapaport dejó en la generación de escritores mexicanos a la que pertenece el autor.

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