Diario del seductor: posdata
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
No sé si Søren Kierkegaard sea uno de mis filósofos favoritos, si me es dado tenerlos, pero está entre los escritores que frecuento más asiduamente. Cuando su ironía me lo permite, hasta con amor. No sin cierta religiosidad, aunque su cristianismo me parezca una máscara ocultando algo terrible cuyo aspecto, me parece, debo evadir. No en balde Kierkegaard hablando del amor, en su equívocamente célebre Diario del seductor (1843), dijo que en ese terreno es inútil hablar de tiempos de guerra y de tiempos de paz.
Pues bien –para quien pueda interesar– hay novedades que contar sobre Kierkegaard y su amada Regine Olsen (1822–1904), a quien le devolvió el anillo de compromiso el 11 de agosto de 1841, protagonizando el matrimonio fallido más célebre de aquel siglo. Resulta que Joakim Garff (1960), el aclamado biógrafo de Kierkegaard (su gran biografía salió en Copenhague en 2000 y cinco años después ya estaba traducida al inglés), en el verano de 1996, fue a dar una de sus rutinarias conferencias sobre el filósofo a la provincia danesa y una vez culminada su charla, recibió de una bien conservada anciana, nieta de Cornelia Olsen (la hermana mayor de Regine), la correspondencia –un centenar de misivas– de ambas hermanas entre 1855 y 1891. Es decir, ahora sabemos que el romance se prolongó medio siglo, en ausencia del supuesto seductor, pero gracias a la discreción de Regine, quien en 1847 se casó con otro señor, el funcionario Fritz Schlegel.
Habiendo muerto Kierkegaard el 11 de noviembre de 1855, ese mismo año pero meses antes, Regine acompañó a su marido hasta las Indias occidentales danesas, donde había sido nombrado gobernador de su Majestad. Estas islas antillanas –por temor a que los alemanes invadieran Dinamarca y abrieran un frente en el Mar Caribe– le fueron compradas al indiferente reino de los daneses, en 1916, por los Estados Unidos y aún hoy, conocidas como las Islas Vírgenes, están bajo su dominio. Con esas cartas que le fueron donadas gracias a la inflexibilidad luterana que tanto hacía rabiar al autor de Temor y temblor, Garff escribió Kierkegaard’s Muse. The Mystery of Regine Olsen (2013), disponible en inglés (Princeton) desde 2017. El libro no está diseñado, como tantos hoy día, para arrojar luz sobre personajes secundarios o darle interesado lustre –político o de género– a protagonistas vicarios, sino es un ejercicio de “biografismo”, como admite el honrado Graff. Su propósito es inferir cómo sobrevivió Kierkegaard en el mundo interior de Regine, porque mientras estuvo (sólo un lustro) en las antípodas, ella nunca mencionó a su fallido fiancé en las cartas a su hermana Cornelia, a quien sólo una letra separa de la protagonista del Diario del seductor, “Cordelia”, abriendo una subtrama imposible de seguir aquí. El gobernador Schlegel, quien había rechazado el peregrino deseo del filósofo de nombrar heredera de sus bienes a su antigua prometida y en ese momento ya su propia esposa, se merecía, supone Garff, el respeto de Regine, quien omitió hablar directamente de SK en su correspondencia. Procedió de esa manera mientras vivieron su hermana y su marido, muertos ambos cuando finalizaba la centuria.
Regine, al enviudar, asumió su lugar en la historia –en algo habían cambiado los tiempos– como musa de un hombre que aún apestaba a azufre en Dinamarca y tras negociar con la sobrina de Sören, donó toda la documentación que conservaba a la Biblioteca Real. Se dejó querer por los admiradores de Kierkegaard, empezando por el políglota Georg Brandes, autor del Søren Kierkegaard (1877) que rehabilitó al filósofo y quien fue, por cierto, el único crítico literario que ha sido candidato al Premio Nobel, esa lotería nórdica.
Me hubiera gustado contarles que para Brandes –uno de mis penates al cual he seguido hasta la propia Biblioteca Real en busca de su correspondencia hispanoamericana–, el testimonio de Regine equivaldría a que una Beatriz sobreviviente al Dante, lo contase todo. Pero no fue así. Se enamoriscó de Thilly, la sobrina de Regine, soñando con emparentarse con tan linajuda rama de la intelectualidad, y el crítico, también danés, festejó el rompimiento de 1841 como una victoria del ascetismo contra la vulgaridad de la carne encarnada en la prometida. Su misoginia no le permitió ver más lejos. Aunque lo leyó, la prudente Regine nada dijo del libro de Brandes (de quien, en su descargo, puede decirse que no conocía los Diarios, entonces inéditos, del filósofo).
Kierkegaard’s Muse subraya detalles que los aficionados al pensador danés ya sabíamos, gracias a esos Diarios (de los cuales, por cierto, hay una estupenda e insólita edición mexicana, obra de F. Nassim Bravo Jordán e impresa por la Universidad Iberoamericana) como, por ejemplo, que tras la ruptura de 1841, Søren y Regine se siguieron viendo, generalmente para caminar juntos (y charlar, peripatéticos) por senderos discretos, porque Kierkegaard, amadísimo por ella, se había negado a casarse por imperativo filosófico. Consideraba, al matrimonio, el supremo nivel del compromiso ético y él, perdido en el esteticismo – lapso previo e inferior–, estaba muy lejos de considerarse a la altura del dicterio de su propia filosofía. Un kierkeegardiano posterior, quizás involuntario, Julien Benda, afirmó que la verdadera clausura del pensador no está en el monasterio, sino en el hogar asediado por los hijos, lección tomada muy en serio por un joven Marx, comprobado condiscípulo de Kierkegaard, en al menos una de las conferencias de Schelling, en el Berlín de 1844.
Fue consecuente, en el ejercicio de la paradoja, Kierkegaard y por ello escribió el Diario del seductor, un ejercicio narrativo injerto en su primer tratado filosófico (O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, I), pretendiendo desagraviar a Regine (la supuesta Cordelia con d) mediante un gélido ejercicio de cinismo: pintarse ante la alta sociedad –a la que ambos pertenecían– como Johannes, el seductor vil y mefistofélico, convenciendo así a su despechada prometida de haberse librado del peor de los canallas.
Garff, a lo largo de Kierkegaard’s Muse, especula con que ocurrió lo contrario: Regine, perceptiva e hipersensible, interpretó la comedia como lo que era, comedia, haciendo del Diario del seductor un supremo acto de amor, y de Kierkegaard, el más preciado don otorgado por un Dios severo, desafecto y al final, misericordioso. Todo ello gracias, en parte, a la templanza de Fritz, su fiel marido y precavido admirador de Kierkegaard, y de Cornelia, su hermana y confidente, con quien –suele suceder– las relaciones se enfriaron, aminorado el ardor postal, una vez que Regine regresó a casa en el reino.
La “novela” epistolar reconstruida por Garff, lo confieso, es ratos tediosa en su insistencia en hallar la huella de Kierkegaard aun en las más minuciosas pendencias de los Schlegel en St. Croix, la entonces capital de las lejanas posesiones caribeñas gobernadas por Fritz y en el disgusto de Regine contra los negros y los judíos, el “biografista” supone un probable desarrollo de las ideas de quien Sartre y Camus reconocerían, en el mediodía del siglo siguiente, como el padre del existencialismo.
Pero el desenlace de Kierkegaard’s Muse es convincente. Si el motivo favorito del danés es Abraham dispuesto al sacrificio de su hijo por mandato divino, sacrificar a Regine –la renuncia no sólo al matrimonio, sino al erotismo pues el filósofo también la amaba– es el acto equivalente que un Kierkegaard jánico –ríe de día y llora de noche– encuentra en calidad de coartada casi teológica. Eso dice, correctamente, el prologuista de la más reciente edición de bolsillo que conozco del Diario del seductor.
Pero gracias a Kierkegaard’s Muse, de Joakim Garff, entiendo que la disposición de lo alto, según el texto veterotestamentario tan caro al filósofo, se cumplió a cabalidad entre los amantes daneses: al darle a Regine el libre albedrío para entender y asumir esa forma del amor, Dios –digo es un decir– impidió el sacrificio.