Diez años sin mi abuelo

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Este 10 de enero se cumplen diez años de la muerte del poeta oaxaqueño Andrés Henestrosa, autor de Los hombres que dispersó la danza, obra fundamental para entender la cultura zapoteca. En esta semblanza es descrito por su nieto como un caminante incansable y un apasionado conversador

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POR ANDRÉS WEBSTER HENESTROSA

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Tuvo sólo una hija, mi madre. Nosotros somos tres, mis dos hermanas y yo en medio. A pesar de habernos criado en el otrora Distrito Federal, fuimos una tradicional familia extendida istmeña, guiada por el matriarcado de mi abuela donde se hablaba zapoteco entre los adultos, para que los niños no nos enteráramos de sus secretos.

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Mi relación con él fue extraña, en mis primeros años lo recuerdo exigente, dulce con mis hermanas. Prefería que me dedicara a leer libros que a jugar beisbol, deporte que practiqué toda mi niñez y parte de mi adolescencia a raíz de la afición de mi padre. Más tarde recayó en mí la confianza de ser su compañero en la época en que mi abuela cayó enferma. Años antes mi interés por la lectura empezó a crecer y con ella nuestra cercanía. A partir de ahí consumimos muchas horas juntos; me volví amigo de sus amigos, él de los míos.

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Lo acompañaba de la mano de su biógrafo Adán Cruz a La Lagunilla en sus rutinas dominicales para encontrar las joyas literarias con las que construyó su preciada biblioteca; hacíamos escala en la casa del Padre Valdés para tomar un mate con sus compañeros de la Academia de la Lengua para rematar en la biblioteca de Alí Chumacero, y con ello tener el privilegio de escuchar a dos poetas hablando majaderías. Entresemana comíamos en los habituales destinos que visitó por décadas en el Centro, en los que según platicaba alguna vez fue mozo, muchas veces acompañados del sabio Arrigo Coen, otras de Luis Martínez o de su sobrino Bernabé el “Güero”. Viajamos mucho, pasábamos semanas en Oaxaca, fui su lazarillo en decenas de homenajes que le rendían en los rincones de México ¡vaya lecciones privadas de historia! También a Estados Unidos, y a España con su editor e hijo putativo Miguel Ángel Porrúa.

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No obstante el mejor momento me lo guardé para mí solo: su reencuentro con Nueva Orleans. No había vuelto después de 54 años, cuando tuvo una estancia en su periplo por Estados Unidos, en los años treinta, becado por la Fundación Guggenheim para hurgar en bibliotecas los documentos que le permitieran urdir su vocabulario del zapoteco. Pasó en aquellos años, además de la ciudad francesa incrustada en el Golfo de México, por Nueva York, Chicago y Berkeley. Pero su estancia en Nueva Orleans fue muy especial y siempre la añoró, quizá por secretos que nunca develó o porque fue ahí donde escribió una de sus páginas más bellas, aquellas de las que Octavio Paz escribió que no tenían una sola arruga, El retrato de mi madre.

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Fue el malhadado 1994. Llegamos en tranvía a Tulane, su alma mater, recorrimos el campus, me mostró el sitio exacto donde escribió la epístola, se detuvo rascándose la cabeza en una esquina para descubrir el lugar donde alguna vez estuvo la casa de huésped donde dormía. Halló milagrosamente en el directorio el número de un amigo con quien habló como si hubiera pasado sólo un suspiro en el tiempo. En la biblioteca se topó con alguien, años después descubrí que se trataba de Víctor González Esparza, entonces doctorante, ahora amigo; una de las bibliotecarias también lo reconoció y le permitió sumergirse en los anales del espacio donde, oh sorpresa, encontró un manuscrito suyo que pensaba perdido. Celebramos, tomamos absinthe y nos dedicamos una espléndida cena en la que a sus 88 años comió cordero, y bebió el vino que el mesero peruano que nos atendió, convertido en su nuevo amigo, le obsequió.

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A diez años de su ausencia y 111 de su natalicio, me pregunto por qué fue trascendente Andrés Henestrosa para México. Cierto que ha sido valorado por su profundo conocimiento del liberalismo mexicano del siglo XIX, particularmente de Carlos María de Bustamante, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano y Benito Juárez, de quien además recopiló sus más célebres frases en Flor y látigo; asimismo se le reconoce por su vasta obra periodística que se convirtió en una crónica del siglo XX y por su lírica sublime plasmada en canciones como “La Martiniana”; pero también por su capacidad de recoger y traducir las leyendas de los zapotecos del Istmo en Los hombres que dispersó la danza. Sin embargo, más allá de eso, fue pionero en redimir las culturas originarias en una época en que la nación, en su búsqueda por reinventarse, oscilaba entre el asimilacionismo encarnado por su mentor José Vasconcelos y el matiz europeizante de los Contemporáneos. Logró poner el dedo en la llaga para hacer visible al “indio”, pero no al de antaño como quiso hacerlo el nacionalismo, sino al actual, al zapoteca que él encarnó y que logró ganarse un espacio en el ámbito de la cultura mexicana.

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México ha cambiado y su anhelo de que nuestras culturas se congracien sigue pendiente; pero al menos la construcción de un diálogo intercultural que nos permita entender las fortalezas que como nación representa nuestra diversidad está en rumbo. Fue él quien tendió alguno de esos puentes. Cierta vez me dijo invocando a José Martí, “mientras el indio no camine, no caminará América”. Y él fue uno que caminó hacia ese destino.

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FOTO: Andrés Webster y su abuelo, el escritor Andrés Henestrosa, durante un paseo en Nueva Orleans, ciudad que fue muy entrañable para el autor de Retrato de mi madre. / Andrés Webster Henestrosa

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