Doblar la esquina
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La vida puede dar un giro inesperado, como le sucedió la mañana del 19 de septiembre de 1985 a uno de los tantos habitantes de la Ciudad de México, el día que se movió la tierra
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POR SERGIO LÓPEZ MONTERRUBIO
Desde luego que hay formas de lograrlo, aun cuando las herramientas disponibles son limitadas. Reconstruimos sus historias como con retazos, parches y jirones de una prenda vieja. Detectives accidentales, podría decirse. Nuestro principal recurso no viene de anotar pistas u observaciones en una libreta, sino de afilar el oído y confirmar síntomas cuando los duchamos, administramos sus medicamentos y, sobre todo, mientras los escuchamos.
Es el caso de Edu Benítez, quien despertó aquel jueves, como todas las mañanas, antes de las 7:00. Dio un beso silencioso en la frente a su mujer y sus dos hijas. Al pasar por el pequeño cuarto donde se quedaba su madre, la luz azulada iluminaba su cuerpo anciano, hecho un ovillo por el frío. Edu Benítez entró, todavía entre la oscuridad antes del amanecer, a estirar las sábanas hasta acurrucarla bien.
Se puso los pants, la sudadera y se ajustó fuerte las agujetas. Para calentar, bajó los trece pisos elevando las rodillas hasta las palmas de sus manos extendidas. Después de una serie de estiramientos comenzó a correr su usual ruta que se extendía hacia el Jardín de Santiago al suroeste del Paseo de la Reforma.
Por la hora de los acontecimientos uno puede calcular que Edu Benítez se propuso recorrer poco más de 3 kilómetros en un tiempo aproximado de 25 minutos. Nunca acabaría su carrera matutina de acuerdo con el plan de entrenamiento, pues a las 7:19 la tierra sacudiría la superficie con ondas de tal impacto que lo llevarían a él y su trote ligero a tropezar sobre la banqueta fracturada. Desde el suelo retuvo el recuerdo futuro de esa ciudad inestable.
Lo que siguió muchos lo vivimos: las alarmas y los alaridos; el polvo y la aglomeración de gente desesperada. Edu Benítez contempló cómo se estremecieron patios y escaleras, miró la oleada del agua en las fuentes y la caída libre de macetas desde los balcones. Sirenas lejanas y ruidos difusos entraron en su entorno. En un par de minutos se amontonó una eternidad donde se conjugaron las imágenes más incoherentes, como en el tiempo insondable de los sueños, o mejor, de las pesadillas.
Tras mirar el horror que surgía por doquier, Edu Benítez reanudó la carrera de regreso. Se precipitó a lo largo de la avenida. Despavorido, pasó junto a peatones menos alarmados, algunos de los cuales, a diferencia de él, retomaban poco a poco las riendas de su vida. No llegaría a celebrarlo, porque nunca lo sabría, pero uno que trabaja aquí y lo escucha a diario, se puede imaginar que en esa mañana infame batió su propio record.
La impaciencia estiraba el recorrido. Edu Benítez trató de concentrarse más en su destino y menos en las grietas que brincaba como charcos. Resollaba. Pasó por un amplio camellón rodeado de coches que habían quedado detenidos en posiciones incomprensibles. Parecía estar huyendo. Cruzó la calle bajo semáforos que alternaban sus colores inútiles. Se le complicó un camellón con mucha gente; no tanto así doblar una esquina poco transitada. Soltó una palabra de disgusto que nunca usaría junto con un suspiro poco humano, casi animal. Entonces trató de fijar la atención en su meta, mas lo enjambraba, en esa triste competencia, un remolino de angustia.
Mientras se desplazaba entre huecos por donde hace momentos parecía respirar la tierra, no se concentró en la profundidad de sus pulmones. Si alguien se hubiera fijado en Edu Benítez en esos momentos, apreciaría cómo no estaba dosificando el flujo de oxígeno entre la nariz y la boca, como solía hacerlo, para evitar la fatiga. No. Con agobio, soltaba quejidos por no poder correr más rápido; por saberse poseedor de un corazón decente y renovado por el ejercicio, no obstante, suspendido sobre rodillas en pleno envejecimiento.
No caminó de largo para enfriar los músculos y aprovechar la panadería donde cada jueves compraba algo de pan, para el desayuno y la merienda, con los únicos y premeditados veinte pesos en su bolsillo. Tampoco pensó en los reportes contables que habría tenido que completar más tarde para su gerente, ni lo mucho que disfrutaba su cubículo gris, el café soluble y la charla breve junto al garrafón de agua de la oficina.
Pensó en su esposa, sus hijas y su madre, que estaban a la distancia, en un treceavo piso cuando todo sucedía. Ahora entendía el detalle incomprensible de que sus hijas crecían día a día como por arte de magia. La última imagen que tenía de ellas era la de su tranquilidad inocente en sus camas. Entonces, como era común a esa hora del ejercicio matutino, no anheló el pan rompiendo la yema del huevo estrellado, que no estaría listo; pero sí el poco tiempo que atesoraba día a día con las mujeres de su vida antes de salir a la oficina para no verlas por las próximas nueve horas.
Todo quedó en nada. Una vez que Edu Benítez llegó, el cielo ya perforaba el aire donde antes su edificio lo cubría. Un cielo límpido, apacible, suspendía su color azul sobre el espacio que alguna vez llamó su hogar. El edificio de Nuevo León en el número 704 del Paseo de la Reforma, terminó hecho un bulto ruinoso, semejante a una inmensa cabeza ancestral por la que los escombros y el polvo brotaban como un mortecino río de desechos, espectáculo sin género, o acaso uno atroz, para el asombro de los espectadores en cuyos pies desembocaba.
Frente al derrumbe, lo último en que pensó fue en la posible reconstrucción. Tambaleante y pálido, dueño de un jadeo angustioso, se unió con los demás a contemplar el desastre. El lugar donde Edu Benítez había vivido tantos placeres, y del que nunca hubiera sospechado peligro alguno, constituía ahora la totalidad de su desdicha.
Como cualquier persona medianamente en sus cabales, Edu Benítez operaba en función de la cotidianeidad. Uno no puede vivir cediendo a la totalidad del miedo, así como tampoco operar bajo una seguridad garantizada. En mantener ambas al margen reside eso que llamamos paz mental. Forjado en un catolicismo riguroso, fue temeroso de Dios y sabía que cada momento es preciado, pues, en el que sigue, todo puede desvanecerse.
En la práctica, claro, es otro asunto, porque la sorpresa se impone a cualquier precaución. Ni él, ni nadie, pudo predecir la inminencia de tal suceso, mucho menos la magnitud catastrófica que tomó, como tampoco, pues eso nadie lo enseña, afrontar con entereza el estruendo abrupto y precipitado: ese crujido proveniente de las aristas de los edificios que se filtra del concreto hasta nuestras entrañas.
En vano Edu Benítez ayudó en el esfuerzo de encontrar a sus queridas entre los sobrevivientes. Pronto empezaba a ser un patrón que los únicos que salían con vida se encontraban entre los pisos diez y doce. Nadie más.
Por los Garza, vecinos cercanos que fueron testigos, pudieron conocerse detalles adicionales del camino trágico que recorrió Edu Benítez: su origen hidrocálido; descripciones de su mirada lejana, fija en ese abismo de concreto; su respiración trabada, seguida de la pérdida casi inmediata de su capacidad para hablar, razón por la que alguien, en el momento, lo tuvo que cachetear para tratar de espabilarlo. Poco más se dijo de Edu Benítez, y casi siempre en términos ambiguos, como que era un vecino “diligente” y “modesto”. Lo demás se supo después gracias a su familia, que se tardó en hallarlo y reconocerlo; a los escasos balbuceos y las muchas insinuaciones de lo que no pudo hacer: los tantos “si hubiera…” y “si tan sólo…” que todavía no se cansa de reiterar.
Ya no contempla las ruinas abismales, ni siente la cal y el polvo en los labios de su boca deshidratada. Sólo mira, con detenimiento, los muros pasar, como buscando algo que lo lleve de regreso a una época de feliz ignorancia. Nada queda de ese color azul marino decorado con estrellas fluorescentes en el cuarto de sus hijas, ni del arcoíris que creaban los lomos de libros y discos apilados sobre la repisa. Nada de los océanos al fondo de las fotografías de sus últimas vacaciones, ni de las planeadas a futuro. Todo es gris en la zona intermedia, como gris se tornó el cielo esa mañana cuando las cenizas ascendieron. En el pálido verde de las estancias tendrá que encontrar el refugio contra lo sombrío de esas calles y esos días inolvidables.
Semanas después del 19 de septiembre de 1985, cuando las calles retomaron relativa actividad, Edu Benítez fue hallado por las autoridades rondando las inmediaciones de la Parroquia de Santa Ana en el Barrio de Peralvillo. Traía ropa deportiva, sucia y ennegrecida por el suelo de las calles.
Edu Benítez dejó de seguir la monótona rutina del mundo oficinista para dedicarse a la del silencio personal; silencio que reverbera, insoportable, hacia sus adentros. Fue ingresado a la Clínica de Especialidades de Neuropsiquiatría del Norte. Poco a poco la enfermedad lo fue mermando. Cuando lo trajeron al albergue tenía sólo 43 años.
Desde entonces Edu Benítez es aquel, el que está al doblar la esquina, cerca del televisor. Ensimismado, mira y mira el muro verde. Cuando entra alguien vestido de blanco para suministrar algún medicamento, suelta una sonrisa enajenada. También, a veces, breves lágrimas. Pero, aunque no lo sepa, va de gane. Ya no le calará hasta los huesos el temor irracional de quien se siente acechado. Ni siquiera tendrá que incorporar, como otros estamos obligados, el miedo a la rutina diaria, pues ya nada tiene que perder.
ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega
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