Dos crónicas de barrio
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La vida y la muerte en la colonia Roma Sur de la Ciudad de México son narradas aquí: desde el sismo del 19 de septiembre que ahuyentó el bullicio infantil de una escuela primaria, ahora en demolición, hasta el solitario deceso de un conserje melancólico
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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
I. La inocencia demolida
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A consecuencia del sismo del martes 19 de septiembre de 2017, que tuvo una magnitud de 7.1 grados en la escala de Richter (17/71), la colonia Roma Sur, el barrio donde intento vivir o más bien sobrevivir en la Ciudad de México, se ha vuelto un concierto de taladros y maquinaria pesada desde temprana hora. La demolición de inmuebles dañados es ya el pan nuestro de cada día.
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Junto al edificio donde alquilo un departamento desde hace más de una década hay una escuela primaria que está siendo derribada. Me había habituado a despertar para escuchar la algarabía infantil, que ha sido remplazada por los martillazos de los obreros: el terremoto acabó con nuestra inocencia. Cada vez que camino frente a la escuela me asalta una tristeza que intento controlar. Imagino las aulas vacías donde los obreros destruyen muros con pintas infantiles. Imagino ecos de risas aplastados por mazos.
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Una escuela, sobre todo una primaria, es el lugar donde se comienzan a cimentar las ilusiones y las desilusiones que darán forma a nuestra vida. ¿Qué ocurre cuando ese sitio deja de existir en el plano físico? ¿Qué sucede con lo que soñamos entre paredes que ya son sólo polvo? Siempre he creído que un patio escolar desierto, desprovisto del griterío que le da sentido, es una de las representaciones más potentes del abandono. El patio de una escuela en demolición se vuelve el agujero negro que absorberá los fantasmas de todos los niños que lo pisaron.
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Antes de la mirada fue el oído. Antes de ver el letrero que notifica el derribo del Colegio Amado Nervo me descubrí una mañana esperando la trompeta que anunciaba el himno nacional mexicano. Lo que escuché fue el silencio que el sismo implantó como por decreto en varias colonias de la ciudad.
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Extraño el caos matutino con que me topaba día tras día al pasar en bicicleta ante la escuela. Extraño la prisa de los padres, el rezongar de los niños, las fotografías de ceremonias escolares expuestas sobre la acera. Por supuesto que nunca sabré cuál es el nuevo destino de los alumnos inscritos en el Colegio Amado Nervo. Por supuesto que ninguno de ellos recordará al ciclista que los observaba. Seguirán con sus vidas como debe ser. Yo seguiré oyendo cómo reverbera su bullicio.
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Cae la tarde en mi barrio. Junto a los muros exteriores de la escuela en demolición las hojas secas se acumulan como manos pequeñas. Me asomo subrepticiamente a una ventana del salón del que solían brotar cantos infantiles. A lo lejos me parece distinguir los acordes de un piano.
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II. La muerte es un asunto solitario
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Gustavo, el conserje del edificio donde vivo en la colonia Roma Sur de la Ciudad de México, falleció hace algunos meses. Lo encontraron, se calculó, cuando tenía tres días de muerto. La noticia me sacudió profundamente no porque mantuviera una estrecha relación de amistad con él sino por la tremenda soledad que rodeó su deceso.
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Discreto y un poco cascarrabias, de complexión delgada y tez macilenta, Gustavo tendría algo más de cuarenta años. Vivía de manera monacal —así consigo imaginarlo— en un cuarto de servicio con un baño pequeño. Era diabético. Yo sabía de su enfermedad porque me la refirió una vez, en el curso de una de nuestras charlas informales, y además por los carteles que pegaba con cierta regularidad en la entrada del edificio: “Fui a la farmacia”, “Fui con el doctor”, “No me siento bien”. Con el tiempo esos letreros de cartón escritos con mayúsculas largas y firmes se volvieron parte esencial de la personalidad para mí secreta del conserje. La presencia de su ausencia.
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Puedo decir que hice feliz a Gustavo en algunas ocasiones, sobre todo alrededor de la época navideña: le obsequié zapatos, camisas, películas y teleseries en DVD. Jamás se me borrará su rostro agradecido, la vibración conmovida en su voz. En esas ocasiones su sonrisa crecía, iluminándole las facciones ahusadas, y él olvidaba su laconismo y su tristeza por un momento. Pero sólo por un momento: apenas un parpadeo fugaz.
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Hombre melancólico, Gustavo oía música en su teléfono móvil. Sentado en una silla decrépita a la entrada del edificio, miraba casi sin pestañear un punto en el espacio. ¿Qué tanto observaba con los ojos fijos en el vacío? ¿En qué pensaba mientras su teléfono, discreto al igual que él, soltaba canciones de una lista de éxitos extraviada en los años ochenta que me remitía a películas como Sixteen Candles, The Breakfast Club y St. Elmo’s Fire?
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Llovía a cántaros la noche en que regresé de la oficina a mi edificio y vi dos patrullas de policía afuera. Creí que se trataba de otro robo que engrosaría el repertorio de delitos cometidos consuetudinariamente en mi barrio. En las escaleras me topé con el administrador, quien me contó con frases temblorosas lo que había ocurrido con Gustavo. Sentí un agujero en el corazón e hice un recuento veloz de las señales que durante tres días denotaron la ausencia del conserje: basura acumulada, luces de áreas comunes encendidas a pleno sol. ¿Por qué, me pregunté, ninguno de los vecinos del edificio tomamos en cuenta esas señales y fuimos al cuarto de Gustavo? ¿Por qué debimos esperar para asumir una invisibilidad que estaba a plena vista? ¿Por qué no hablamos entre nosotros?
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Dos hermanos de Gustavo, la policía y un cerrajero fueron llamados por el administrador. El olor, me dijo, fue revelador. El cuerpo yacía en el piso de la habitación. Pensé de inmediato en un coma diabético. Pensé en Gustavo tratando de pedir ayuda. Llegó una ambulancia, llegó el perito forense. Vi el ajetreo extrañamente silencioso desde mi balcón.
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Desde hace unos meses mi edificio parece cubierto por una mortaja. Hay una quietud inquieta que nunca había percibido. Creo sentir la presencia sigilosa de Gustavo en los pasillos donde los vecinos encendemos ahora las luces que él encendía al anochecer. Creo captar, al fondo de un sueño que no logro recordar, el eco de las canciones que escuchaba mientras contemplaba el vacío. Me habría gustado saber más de él: al menos el lugar donde nació, por qué le gustaba tanto andar en la bicicleta que se llevaron sus hermanos. Su muerte me comunica de nuevo la incomunicación, honda y terrible, en que (sobre)vivimos los habitantes de grandes ciudades.
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En mi edificio seguimos aguardando a otro conserje. Sé que han acudido varios candidatos pero que a la fecha ninguno ha convencido al administrador. Lo que no sé es qué haré al enfrentarme a otra sonrisa probablemente triste que no pertenezca a Gustavo.
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Ilustración: Dante de la Vega
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