Dramaturgo en libertad
POR JOSÉ RAMÓN ENRÍQUEZ
Nacho Solares cumple setenta años, siete décadas. Y se dice pronto pero son cifras tan llenas de historia como dispuestas a multiplicarse, a recorrer varios trechos más hacia adelante. Estoy seguro de ello y son mis deseos un poco interesados porque tenemos la misma edad y espero, como hasta aquí, seguir siendo un testigo cercano de sus andares.
Mucho ha caminado de ese tiempo como dramaturgo y habría una cantidad de anécdotas para relatar, pero hoy me interesa recalcar que, sobre todo, siempre ha estado comprometido con su propia voz. Nunca lo he visto interesado por seguir tal o cual corriente o ajustar sus temáticas a las exigencias de la taquilla o de la llamada “actualidad”.
A bote pronto pienso que se debe a que Ignacio Solares nunca ha asistido a un taller de dramaturgia, hasta donde yo sé y al menos con formalidad académica. Creo que ello da a su obra algunas de sus características centrales. Por ejemplo, la espontaneidad y la originalidad, la muy simple certeza de que sus temas corresponden a obsesiones propias y no a la búsqueda de un tema para presentar en la reunión siguiente, aunque sea en las páginas de los periódicos.
Pero no haber asistido a un taller de dramaturgia tiene muchas desventajas. La primera que salta a la vista es no haber caminado junto con uno de esos indiscutibles maestros de nuestro teatro, no haber recibido de ellos el puntual comentario y aun la corrección que puede ahorrar muchos balbuceos en el propio quehacer. La segunda consiste en no haber construido grupo, tanto para la discusión entre iguales como para ir abriendo caminos en los escenarios de un arte tan difícil, colectivo y, por lo tanto, de muchas maneras cerrado, como lo es el teatro.
Sin embargo, por la otra parte, la gran ventaja de no haber asistido a un taller estriba en que la escritura es mucho más libre, por no decir auténtica, y los temas de cada obra no ha habido que salir a buscarlos para ejercitar la pluma o experimentar el estilo, sino que han llegado simple y llanamente por la necesidad de expresión.
Respecto a la primera desventaja, la cercanía y amistad que tuvo Ignacio Solares con uno de nuestros mayores dramaturgos, Vicente Leñero, llenó cualquier hueco posible. Inclusive, y ya lo he narrado en varias ocasiones, fue el maestro tan recientemente desaparecido quien nos presentó hace ya cuatro décadas largas para que yo actuara en la primera de sus obras, El problema es otro.
Desde esa primera obra y hasta el día de hoy he podido ser testigo de la libertad con que llegan a Solares sus temas y de la autenticidad de sus tratamientos.
En El problema es otro, el encuentro con el padre para ajustar cuentas y hablar de las profundas cicatrices que deja esa relación esencial es una de las obsesiones constantes en la narrativa y la dramaturgia de todos los tiempos. Lo fue para el autor veinteañero que era Nacho Solares.Y de ahí en adelante su teatro ha sido el ajuste de cuentas constante con sus fantasmas.
Luego vinieron por su propio pie los fantasmas que poblaban ese texto extraordinario, entre reportaje y novela a la manera de Capote o Mailer, que es Delírium tremens. Vinieron a pedirle que los dejara tomar el escenario. Desafortunadamente para mí, ese proyecto no cuajó en aquel momento y ya no pude estar en él cuando llegó su montaje.
Pero fueron fantasmas propios quienes llegaron a exigir su acceso al escenario. Los Seis personajes en busca de autor acudieron a exigírselo en cada caso. Aun cuando convocara a autoridades famosas como Freud y a Jung, que además eran espléndidos escritores, como en La moneda de oro, que dirigiera Antonio Crestani en el 2002, con Mónica Serna, Miguel Solórzano y Jorge Ávalos.
Tampoco parte de esa moneda me tocó. Pero antes sí, otra pieza áurea. Varios años después de El problema es otro, en 1991, cuando estaba yo tranquilamente retirado en Cuernavaca pensando sucesivamente en la inmortalidad del cangrejo y en las horas canónicas me llegó un texto suyo pirandelliano que me sedujo: El jefe máximo. En esta ocasión los personajes en busca de autor que llegaron a él fueron nada menos que el Padre Pro y Plutarco Elías Calles. Pero todo envuelto en los tiempos de un ensayo. Teatro dentro del teatro, con el director de escena, su ayudante y los dos actores que, a su vez, se desdoblaban, uno en Calles y, el otro, en multitud de personajes históricos.
Él mismo se metió al juego de realidad e irrealidades de ese momento crucial de nuestra historia y me permitió meterme como actor en la piel de mí mismo y a Antonio Crestani en mi inolvidable asistente y a ambos interactuar con ese par de monstruos teatrales que son Miguel Flores y Jesús Ochoa, envueltos en la música y la escenografía de José de Santiago y con Panchito, nuestro jefe de foro, como el ojo de Dios en la cabina. Se nos uniría después otro espléndido actor, Emilio Guerrero.
No se apostaba mucho por nuestra aventura y nos dieron, inclusive, un teatro más bien frío que calentamos hasta que tuvieron a bien terminar la temporada en pleno éxito. Nacho, además, obtuvo el Premio Julio Bracho como dramaturgo, en 1992, por esta obra.
Otro encuentro de fantasmas en el cual me permitió también jugar con la historia fue Los mochos. Inclusive jugó con las palabras porque enfrentó al general Álvaro Obregón, mocho por manco, con su asesino, José de León Toral, mocho por cristero. Aquí hubo también un encuentro de generaciones actorales: Miguel Flores, su maestro, y un recién egresado Xavier Rosales, desgraciadamente desaparecido no hace mucho tiempo.
Tal vez en la crónica taurina se sienta Solares más constreñido por la “actualidad” pero el teatro lo escribe cuando quiere, como quiere, simplemente porque tiene que ser. Así, tras de esos dos ejercicios de fantasmagorías históricas, vino a tocar a las puertas del dramaturgo el eterno problema de la pareja y, en 1992, montamos Desenlace con Mónica Serna y Jesús Ochoa bajo los arcos de esa capilla traída de Ávila piedra por piedra, que está en el Centro Cultural Helénico.
Pero el teatro histórico, muy a su manera, volvió por sus fueros, en 1993. Ahora fue un partido septuagenario, como lo es hoy Nacho, quien encarnó en un solo personaje: El gran elector. Y también un fantasma vino a visitar a ese personaje, el de don Francisco I. Madero. Ahí otra vez hubo un encuentro generoso y enriquecedor de generaciones: el inolvidable maestro Ignacio Retes y Antonio Crestani, acompañados por Emilio Guerrero y Augusto Molina, también con una escenografía de José de Santiago. Por El gran elector, Ignacio Solares obtuvo el Premio Sergio Magaña, el Premio Sor Juana Inés de la Cruz y el Premio Juan Ruiz de Alarcón.
Yo medio me corté la coleta (aunque los toreros vuelven siempre) y me dediqué más a la academia antes de mudarme a esa península mágica que es la de Yucatán. Pero Nacho siguió. Ya me referí a La moneda de oro y puedo recordar Tríptico, también bajo la dirección de Antonio Crestani, entre varias más. Hoy celebraría ser invitado a otra de esas maravillosas aventuras teatrales que he vivido con Solares, aunque la geografía se interponga entre nosotros.
Las anécdotas llenarían muchas cuartillas, pero ya me he extendido demasiado y no es bueno aburrir en estos actos. Sólo quisiera retomar lo que decía al principio de mi participación y reafirmarlo: Ignacio Solares no ha tenido nunca que buscar temas en las páginas de la prensa, ni en sociales ni en la nota roja, para encontrar la inspiración pertinente y la “actualidad” de las modas. Las obsesiones propias han alimentado limpiamente su dramaturgia. Y, sí, estoy cierto de que en esa radical libertad suya se funda el magisterio de este joven septuagenario al que aplaudimos esta noche. Gracias, Nacho, por tu amistad de siempre.