Pizza or Chinese?
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
A Mario Lavista
Alguna vez le preguntaron a Itzhak Perlman (o a algún otro violinista de polendas), qué estaba pensando mientras tocaba algún sublime movimiento de Brahms o Tchaikovsky y éste respondió: Pizza or Chinese? Es decir, en cuáles serían sus alimentos terrenales una vez concluida su mediación, a través de la música, entre lo sobrenatural y lo humano. Los instrumentistas –suelen contar los compositores– se parecen, tras bambalinas, más a una cuadrilla de fontaneros o a un equipo llanero de futbol, que a ese coro angélico imaginado por el público. Desde luego, entre ellos hay personas no sólo cultas sino de escritura notable y es probable que esa imagen bullanguera o relajienta, un tanto procaz, de la orquesta ensayando, sea aproximada o de plano falsa, como lo demuestra Edward Dusinberre con su Beethoven For A Later Age. Living With The String Quartets (The University of Chicago, 2017), el cual no puedo sino recomendar con entusiasmo, como se espera de un reseñista de libros en fin de año.
El británico Dusinberre (1968) es el primer violín del ya legendario cuarteto de cuerdas Takács, fundado en 1975 y el primero de sus integrantes en no ser húngaro y quizá por ello, flema inglesa mediante, se decidió a escribir una autobiografía musical y un retrato del último Beethoven, virtuosa combinación ajena tanto al sentimentalismo heroico del intérprete en el papel de obrero al servicio de la humanidad, como a agregar sólo un libro más a la aplastante bibliografía beethoveniana.
Cuando los húngaros lo eligieron, en 1993, tras el casting de rigor como el dueño de la plaza más apetecida, a sus treinta y un años, Dusinberre pensó que los viejos cuartetistas preferían a un novato para moldearlo a su gusto y poner al primer violín al servicio del cuarteto y no al revés. Pero habiendo leído Beethoven For A Later Age, me es difícil llegar a una conclusión. Disfruté –como lo haría cualquier fanático de un grupo de rock– la comidilla desprendida de la vida privada del cuarteto, la crónica de lo que significó un inglés entre húngaros –una de sus esposas instruyó a Dusinberre en los rudimentos de la cocina y la lengua magiar– o la narración de las diferencias entre el concierto en vivo y el trabajo de grabación en el estudio.
Del primero, un cuarteto anhela, más que un prolongado aplauso tras la ejecución, esos segundos de silencio donde el escucha les brinda una oración mental de gratitud; el segundo, como lo sabe quien haya leído a Glenn Gould huyendo de los escenarios cautivado por el arte de grabar, Dusinberre narra las minucias de ese mecanismo de relojería que la precisa tecnología del sonido ha tornado infernal, porque nunca hay una versión perfecta al gusto de cuatro instrumentistas, obligados a negociar cada nota. Como decía Paul Valéry del poema, éste nunca se termina, sino se abandona. Igual con una grabación de música, sobre todo de cámara, donde no hay un director ni una última palabra.
Alternando el itinerario del cuarteto Takács (movido en su eslava masculinidad, para bien, cuando la violinista Geraldine Walther se integró en 2005), con las estaciones para el cuarteto de cuerdas en la obra de Beethoven, Dusinberre nos recuerda, aunque no lo dice, que al menos esos últimos cuatro cuartetos son, junto con las suites para violonchelo de Bach, la más grande contribución de las cuerdas a la música occidental. Todo aquello –me refiero a los happy few– concerniente a los últimos cuartetos es la vida misma. Todo es interesante, inclusive para quienes –como yo– ni siquiera pasamos por el solfeo, melómanos rústicos que tropezamos una y otra vez con arduos tecnicismos, mismos que Dusinberre, buen escritor, nos ahorra con respeto pero sin indulgencia.
Beethoven For A Later Age, por supuesto, hace alusión a la convicción beethoveniana de que su obra no la había compuesto para la frivolidad de su época –más afín a Rossini ante el cual Beethoven siempre dudó– sino para la posteridad. Analiza el Opus 18, ese primer grupo de cuartetos (1798-1800), y nos recuerda que la gratitud no era una de las prendas a presumir del músico de Bonn (de su maestro Haydn, el más dulce de los hombres, dijo nunca haber aprendido nada), tras haber iniciado Dusinberre su libro con el Opus 131. Se trata del número catorce, al cual considera el más grande, sin duda, del catálogo. Tocarlo, dice el primer violín del Takács, es siempre una aventura interminable, citando al propio Beethoven, cuando dijo en 1812 que, no teniendo límites, el arte sólo ofrece la vaga conciencia de una meta inalcanzable.
El Opus 59 beethoveniano, esos tres cuartetos dedicados a quien se los compró, el diplomático y príncipe ruso Andrey Razumovsky, su amigo, leemos en Beethoven For a Later Age, enfrentó, albeando el siglo XIX, un par de asuntos graves: su sordera y la política. La primera, hoy diríamos, la asumió, se propuso que dejaría de ser un secreto y pasase a ser una característica de su arte; la segunda siempre le incomodó. Entusiasta de la Revolución francesa y del joven Napoleón, la autocoronación del corso la sintió como una traición personal a los ideales de 1789, aunque el título con el cual es conocido el último de sus conciertos para piano –“emperador”–, el compositor ni se lo puso ni se lo quitó. Le dio título el impresor de la partitura. La historia, en fin, colocó al genio del lado de la Reacción, contra sus ideas y hubo de congeniar, estrella en 1815 en el Congreso de Viena, con la Europa antinapoleónica, encabezada por sus mecenas rusos, incluyendo melodías folclóricas de aquel imperio, con deliciosa fortuna, en los complejos Razumovsky.
Dusinberre asocia el Opus 127 (el doceavo cuarteto) a la recreación en el estudio de grabación porque ninguno de los cuartetos ofrece gama semejante de interpretación al músico, mientras que el Opus 132 (quinceavo y penúltimo) lo lleva, en el estudio del Takács en Colorado, a los meandros del trabajo colectivo. El Opus 130, de 1825, es aquel del cual se desprende, como final, primero alternativo y después como pieza autónoma, la Gran Fuga, enigma atento a tantas preguntas sin respuesta. Si fue compuesta para sufragar los gastos extraordinarios de su insoportable y amado sobrino Karl, quien había tratado de suicidarse; si es un diálogo secreto con Mozart o si es una premonición de las revoluciones de 1848, el verdadero fin del Antiguo Régimen, nadie lo sabe.
No, un Edward Dusinberre no piensa, como lo comprueba Beethoven For a Later Age. Living With The String Quartets, en Pizza or Chinese? mientras toca el violín o al menos no siempre. Para él, la música, propiamente la de cámara, agrego yo, ese diálogo con instrumentos que son personajes a quienes recurrimos a lo largo de la vida, “es ceder todo el dominio sobre lo que creemos recordar o creemos olvidar”. ¿Por qué? Porque la melodía es todopoderosa, es omnisciente y los cuartetos de Beethoven están para comprobarlo.
FOTO: El violinista británico Edward Dusinberre, del Cuarteto de cuerdas Takács, y autor del libro Beethoven For a Later Age. Living With The String Quartets. / Universidad de Colorado en Boulder