El argentino exquisito (continúa)

May 21 • Reflexiones • 786 Views • No hay comentarios en El argentino exquisito (continúa)

 

Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Si el mundo fuera como yo quisiera que fuese y no como es, sólo dialogaría con críticos argentinos. Pero como son egosintónicos, lo mismo que yo, debemos conformarnos con otras voces, otros ámbitos. Tengo a Luis Chitarroni (Buenos Aires, 1958), desde más de una década, como uno de mis colegas predilectos, aunque él no lo sepa. Por fortuna, me llegó Pasado mañana. Diagramas, críticas, imposturas (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2020), la colección de piezas críticas de Chitarroni que viene a colmar mi conocimiento de una obra —la suya— no muy prolija en títulos.

 

Aquí tenía yo Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007) y Mil tazas de té (2008), he mandado pedir una enigmática Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (2019) y tras leer Pasado mañana, he vuelto unos minutos a su prólogo del único libro de Enrique Pezzoni, El texto y sus voces (2009), donde revisito con satisfacción a un Chitarroni (“A mi no me falta, como a Borges, sangre italiana para ser argentino”, le dijo David Viñas a Chitarroni), asumiéndose en el afluente de la gran tradición de Sur, el monstruo Biorges, las Ocampo, o J.R. Wilcock, exautor de culto, porque hoy hasta en las columnas políticas se habla de él. Al margen de ese linaje, en Pasado mañana se incurre en algunas saludables heterodoxias (al menos así se ven desde México), como la encarnada por el propio Viñas y en un rosario de autores argentinos que conozco mal, empezando por Fogwill. No se va Chitarroni de beodo con Boedo, el grupo literario dizque opuesto al de Florida en los años 20, ni le da por exagerar los méritos de Arlt, quien sin ser del todo boedo, acabó por beber un poco.

 

Si Pezzoni, según Chitarroni, se llevaba bien con su época, lo mismo puede decirse del crítico y novelista de Pasado mañana. Es un “modernista” tardío que no se graduó de posmoderno, ni falta que le hiciera y se educó leyendo a Roland Barthes, como tantos de quienes figuramos entre los baby boomers llegados de última hora, anteriores a 1965, no en balde el año de Farabeuf, de Elizondo, y de la disposición legal de la píldora anticonceptiva en los Estados Unidos, lo cual no es tema menor. A Barthes le guarda cariño Chitarroni, a su fraseo sobre todo, y yo mismo, ajeno a su imperio teorético pero no a la imantación de su sentimentalismo, cada día lo quiero más, como a una tía compasiva, a veces ridícula, pero siempre presente en las malas rachas. No comulgo, en cambio, con esa buena disposición argentina, que juzgo un tanto provinciana, hacia los Beatles, compartida, también, por Chitarroni. Será porque en la infancia aposté por los Monkeys, catástrofe histórica irremediable.

 

Debe decirse que en Pasado mañana, tenemos a un crítico muy amigo de sus amigos, y los merecidos elogios que reciben el llorado Chejfec, Pauls o Guebel, a ratos incomodan por su exhibición de intimidad, dado como es Chitarroni al retruécano entre iniciados, al envío de mensajes privados en público, a la dificultad adrede oscurecida y a la broma personalísima; abusa del “no me acuerdo” en autores y títulos, por ostentación de pereza, descree de la anécdota y por ello la tiene como ficción suprema, lo cual torna difícil entrar al mundo (porque lo es) de Pasado mañana. Se amenaza con la exclusión del lector intruso, peor aún si es extranjero, pero cuando aparece Vila-Matas en calidad de contemporáneo de todos los hombres, el malentendido se disipa y estamos en una breve historia argentina de la literatura hispano-americana (el guion lo sugería Gaos para unir ambas orillas del idioma), en la que uno acaba sintiéndose cómplice de Chitarroni y de su fraternidad.

 

Y con esa certeza, andando en su prosa crítica (y no sé si ello se deba al carácter aeróbico de la caminata cronológica), dan ganas de leer un Borges más (el del francés Michel Lafon, biógrafo de Pierre Menard) o de celebrar, en Pasado mañana, a César Aira y calibrar una importancia negada aquí y allá por la envidia que los verdaderos novatores provocan; comprobar, con Chitarroni, que Gombrowicz nunca sucumbirá en calidad anticuada leyenda local rioplatense (gracias al Diario, lección que a mí se me dio oportunamente) y que otro Diario (aunque Martino se haya guardado las instrucciones de uso), el publicado por Bioy Casares en 2006 sobre Borges sea uno de los grandes libros argentinos, en la cuenta ya larga comenzada por el Facundo.

 

Comparto los elogios que Chitarroni firma sobre Dickens, Chesterton, Hardy, Nabokov, Kermode, Barzun y, sobre todo, el de quien es —generacionalmente— nuestro último clásico, “por su capacidad casi endocrinológica para saturar de sentido una incertidumbre de origen solipsista, Cioran es una especie de campeón olímpico del malestar en la cultura”.

 

Discrepo en cuanto a Bolaño —se dice Chitarroni ya viejo como para dejarse sorprender por un autor sólo un lustro mayor que él— pero no oculto un sesgo exclusivista y lo expreso a la mala: españoles, argentinos y chilenos (sobre todo estos últimos) pueden darse el lujo de sentirse ultrajados por la emergencia de Los detectives salvajes (1998), pero para un mexicano —habiéndose asomado a la adolescencia al final de los años 70— Bolaño resulta tan venerable como Lowry, a quien no estiman en la anglósfera y entiendo por qué. En el crepúsculo de las literaturas nacionales, quizás el cónsul Geoffrey Firmin y Cesárea Tinajero, la poeta desaparecida, sean personajes idiosincráticos de la literatura mexicana, de la que Chitarroni sabe mucho (como Aira, por cierto), ambos garantes australes de Gerardo Deniz. Advierto que contra el narcisismo pueril y dizque conversacional, responsable de hacer del Yo una escupidera, se prescribe Adrede, Picos pardos, Amor y Oxidente.

 

Quizá, como yo, Chitarroni (aunque él prefiera no decirlo), carezca de estima suficiente, como volumen, por la poesía argentina toda, condenada porque acaso Menéndez Pelayo la exaltó. Y de tratarse de dividir el pastel a la mitad, entre las dos literaturas latinoamericanas capitales, yo les dejaría gustoso todos los narradores a la Argentina y me quedaría con nuestros poetas (“traducir”, en fin, a Rulfo a la poesía es posible y más aún lo es para un exégeta de la traducción como Chitarroni).

 

“México es”, leemos en Pasado mañana, “tópico y compulsión surrealista, el lugar de los poetas. López Velarde, Reyes, Novo, Cuesta, Villaurrutia, Owen, Gorostiza, todos y cualquiera de ellos pueden ocuparnos la vida entera. Una de las operaciones más significativas de Deniz para hacerse un lugar en ese panteón supremo fue la distraída influencia que sobre él ejercieron los poetas y, en general, la poesía; a nadie trató de imitar, o nos dimos cuenta. Y, sin embargo, hasta la mejor de todos, Sor Juana, está en Deniz, con toda su absuelta malevolencia, oculta y encendida”.

 

Con Luis Chitarroni, continúa la saga de los argentinos exquisitos.

 

FOTO: Luis Chitarroni es miembro de la Academia Argentina de Letras desde 2021/ Fundación MALBA

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