El callejón de la muerte

Mar 7 • destacamos, Ficciones, principales • 3647 Views • No hay comentarios en El callejón de la muerte

 

 

POR JOSEFINA ESTRADA
Su más reciente libro es Piel bandida (Cal y Arena, 2014)

 

 

Las madrugadas en el Callejón de la Muerte no eran las mejores del mundo. Ahí se mataba con la normalidad con la que se hacen las tres comidas al día. Una vez hubo diecisiete muertos de una sola redada. Eran tantos que se llegó a pensar que la matanza la habían hecho grupos de limpieza. Pero la gran mayoría de las víctimas del Cartucho venía de manos de los jíbaros, los propios, los duros: los dueños de la droga. A los personajes que vendían la droga se les llamaba taquilleros.

 

Por lo general, las personas que se metían a taquillar no tenían una vida larga. Desde ese momento adquirían una sentencia de muerte. Por la sencilla razón de que eran drogadictos y, al poco tiempo, se descuadraban en las cuentas; se soplaban las bombas. O les roban o les caen los gatos. Y los duros les van dando droga como pasto. El día de mañana, el taquillero se conseguía una vieja y ésta los emborrachaba, lo tomasiaba y le robaba la bomba. Y el taquillero tenía que pagar los platos rotos. Por eso, los jíbaros no daban calidad de explicaciones; a lo más le daban dos-tres oportunidades. A la última, el taquillero estaba sentado vendiendo su vicio y de un momento a otro llegaban y ¡pum! Allá se mataba de un solo tiro a la cabeza. No había manera de que la cagué, fui faltona, la embarré y me pegaron un tiro en una pata o en un brazo, no: un tiro en la cabeza y hasta allí.

 

También se veía mucha muerte de ñero. Una pandilla se ponía a tomar en una tienda y jugar al tiro al blanco y apostar. Y frente a ellos, estaba un fulanito metiéndose sus trabitas, inocente e inconsciente. Y la pandilla en los albores de su borrachera decía:

 

—Bueno, al que le pegue un tiro en la cabeza del ñero que está en ese poste, se gana una botella de aguardiente.

 

Muchos ñeros se salvaron, pero a la mayoría la mataron. Porque primero los herían y después se acercaban y los remataban. O los asesinaban porque no les gustó el fulano, así no hubiera hecho nada, “quítese de ahí, gonorrea”, y si no se movía, ¡pum!, un tiro.

 

Nadie que perteneciera al Callejón de la Muerte podía ser una persona sana, trabajadora y honrada que saliera todas las mañanas y regresara a su hogar y a sus hijos. Eso es una mentira mundial. Nadie en sus cabales ni por muy ingenua e inocente se iba a meter ahí. Algunas casas eran hoteles sopladeros. La gente rentaba un cuarto y se encerraba a soplar. En algunos hoteles vendían el vicio; en otros, los dejaban consumir.

 

Le voy a describir cómo era el Callejón de la Muerte: una cuadra completa, que quedaba en medio de dos cuadras. Se llamaba callejón, pero sí tenía salida. Era como una plaza de mercado; llena de indigentes, de gente que entraba a comprar vicio, jaladores de carros, ladrones, bandas… Y manes bien trajeados que tenían algún negocio. El Cartucho no solamente estaba poblado por gentes adictas a la droga y degenerados. Allí también se veía a tipos que llegaban en severos carros. Pero no eran personas de buena calidad social. Si se metían a comprar carros robados era porque eran mafiosos. Ahí se vendían granadas; traficaban armas. Toneladas de mariguana. ¡Uy, cuando hacían redadas, llegaron a encontrar hasta misiles! Allí se comerciaba, hasta donde a usted le alcance su imaginación, cualquier cantidad de cosas. Hasta con las vidas humanas; hubo una temporada que se desaparecían las personas para robarles los órganos. Había secuestradores, guerrilleros, paracos. Ese Callejón de la Muerte era mejor dicho todero, ¡pa todo!

 

Los duros escogían a los indigentes para hacer vueltas, para entrar y sacar la droga. Porque si un policía ve a un indigente con un costal al hombro no va a pensar que carga mariguana. Pero si ve a una persona con un vestido de paño o con pinta de educada y metiendo un bulto en un carro, lo primero que va a pensar es que ése es el bueno… Nadie desconfía de los recicladores, que utilizan los carros esferados para ser mulas.

 

Es que yo quisiera que sacara la imaginación para figurarse cómo era ese Callejón de la Muerte. Era lo más asqueroso que podía haber en este mundo. A la mitad de la cuadra había un hueco, que se había hundido de la carretera, y cuando llovía se hacía un lago y ahí se ahogaban las ratas. Se hacían charcos de barro. Y cuando no llovía, la gente rellenaba esos huecos con basura o perros y gatos muertos; se empezaba a pudrir ese perro. Hasta que llegaba un jíbaro y pagaba para que lo sacara.

 

Una vez vinieron los de Alcantarillado a destapar un roto y sacaron el agua con una chupa, cuando dijeron “aquí hay algo”. Metieron unas varillas, jalaron y empezaron a sacar. Luego se metieron unos hombres a sacar un no sé qué sería, hombre o mujer, podrido. Deshilachada la carne. Babosa. Estaba inflado-inflado. Y era como blancuzco. La cara era así: grandota. Como una esponja cuando chupa agua, que se infla. Y ese olor se le penetra a uno hasta el tuétano.

 

Póngale que un día estaba vendiendo mis cigarrillitos, fosforitos y mariguanita en mi cajita, que decía La Fina, de mantequilla. Y yo estaba sentada, cuando llegó Jorgito, un peladito de unos 12 años. Siempre me compraba cigarrillos y cueros. Fumaba pipa y maduro. Llegó todo acelerado y me dio dos trabas de Gancho Azul, del Callejón de la Muerte. Ese basuco no me gustaba. Le tenía miedo porque era bravísimo, me ponía a ver visiones. Ese basuco me pegaba unas paniqueadas que me hacían sentir que ya me habían matado. Uno aprende a respetar mercancía que de verdad lo enloquece. “Ay, no, papi. A mí no me gusta fumar esa mierda”. “¿Quiere unas de Casa Loma?” “Sí, papito”.

 

A mí me gustaba fumar el basuco de Casa Loma porque me provocaba tal reacción que me la gozaba. Un vicioso de basuco escoge un lugar fijo, y el organismo se acostumbra a esa fórmula. Y Jorgito me regaló mil pesos. Eran a quinientos pesos las trabas. Compré las dos trabas de Casa Loma y las revolví con las de Gancho Azul, pero desafortunadamente me dio por agitarlas en un solo papel y boté los papelitos azules. El pelado se sentó a echar pipa al lado mío. Yo le dije: “Ay, sabe qué, chino, hágame un favor; córrase pallá. Que estoy que me vomito con el olor de esa pipa”.

 

El pelado metió distancia y era sople y sople. Se paró al rato y se fue. Lo vi hablando con unos tipos y se devolvió y me dijo: “¿Quiere tomarse una de guaro, mamá?”

 

Me dio la plata, fui y compré el aguardiente. Nos pusimos a tomar y colocamos la botella en la mitad: él allá, yo acá. Cuando vi es que ¡pum!, todo el resplandor, como una chispa de luz. Se me metió un eco en espiral. Vi unas luces de colores. Por la 9ª con 11 estaban los rieles de lo que había sido el tranvía, un tren antiguo de Bogotá. Quedé deslumbrada del chispazo. Al momentico es que oigo ¡pum!, otro estruendo y la chispa que pensé que salió de los rieles. Quedé casi ciega, sorda. Cuando abrí los ojos, vi mi caja llena de sangre. Toda mi ropa ensangrentada. Me paré y solté la caja. Se cayeron las monedas y la mercancía. Los billetes siempre los cargaba en el bolsillo.

 

—¡Ay, me mataron, me mataron!

Alguien me cogió y me dijo:

—¡Qué, flaca, alce! ¡Recoja lo suyo!

Y reaccioné. Estaba botando sangre por ambos huequitos de la nariz.

 

Así pasaban las cosas en el Cartucho. No podía parpadear porque se perdía un capítulo de la historia. Abrí los ojos y me van pasando al peladito por el frente mío, y lo van arrastrando, muerto. No sé ni qué hice en ese momento. Sé que alguien me ayudó a levantar las cosas, pa limpiarlas de la sangre. Un man me dijo:

 

—La bomba. ¡Entréguemela!

 

Otro man le dijo:

 

—No, esa china no tiene nada que ver; el pelado trae la bomba encima.

 

Donde ese man me hubieran pillado las dos papeletas que el peladito me dio, me habría matado. Créamelo.

 

—¡Saque todo lo que tiene en los bolsillos!

 

Me metió la mano hasta en la cuca; me requisó toda. El man me pilló lo que yo tenía en una bolsa de papel y me dijo qué es esto:

—Mi basuco, que yo lo compré en Casa Loma, pregúntele al despachador.

—¡No, esto no es mío! ¿Quién tiene la bomba?

 

Un man dijo:

 

—El pelado la tiene metida de huevas.

 

Y claro, le metieron la mano y el chino llevaba la bomba. Resulta que este peladito taquilleaba en Gancho Azul. Había camellado y terminado el turno. El pelado ya había cogido la costumbre de que trabajaba 24 horas, y venía y se fumaba dos o tres cosos. Tenía su cambuche al frente de donde yo barequeaba, y él se metía a dormir ahí y me daba a veces a guardar dos-tres mil pesos, paque cuando se despertara, comiera algo. O me decía:

 

—Tome, la planteo y cuando yo me levante, me da pa comer.

 

Después, el man que había matado al peladito me decía que lo perdonara porque me había metido la mano ¡duro!, entre los calzones, y me tartó y yo con ese reguero de sangre que no se me estancaba. Me zangoloteó. Me decía: “Perdóneme, china, pero usté sabe que yo estaba en mi derecho”.

 

Resulta que el peladito terminó el turno, entregó la plata y el jíbaro puso las bolsas de basuco para el otro taquillero que entraba a turno, y el chino se le escapió una bolsa con 100 papeletas. Pero había un pelado, al lado de las bolsas, durmiendo, pero que no estaba tan dormido porque vio la vuelta. ¿Sabe qué fue lo que mató a Jorge?: el reguero de papeles azulitos, de Gancho Azul. Cogía y fumaba y botaba. De una papeleta se echaba un solo pipazo. Y en la 9ª con 11, no se veía ese vicio, sólo que alguien lo trajera. Pero traían una o dos, pero él ya llevaba como unas 20.

 

No me puedo meter a una hoya con vicio de otra hoya. Me tengo que fumar el basuco de esta hoya. Porque el dueño está pagándole el impuesto a los tombos y está pagando el local… ¿Sí? Se supone que si yo me meto a una tienda a tomar, voy a comprar la cerveza de ahí, ¿cierto? Así pasa con el basuco.

 

Y lo mataron y parte sin novedad. A mí me dio infección en el oído, de que lo mataron tan cerquita de mí. Con esa pistola que toteaba tan feo. Y es uno tan descarado, que decía:

 

—Snif, ármeme un pistolo. Snif, pa que el humo me tranque la hemorragia.

 

Yo soy pistolera, por mi gusto a los pistolos. Pistolo es un cigarrillo de basuco. Hay diferentes formas de fumarse la droga: en pipa, en pistolo, en canillo, en maduro. Maduro es mariguana con basuco. Una bicha es una papeletica con una dosis de droga, que puede ser basuco o coca o perica.

 

Ya entrada la noche, me estaba saliendo agua por el oído y después me empezó a salir pus. Pero con mi pistolo, no me dolía nada. ¡Hjum!, yo era la mujer maravilla: fumando por una sola nariz.

 

*(Fragmento de la novela testimonial Una verraca bien bacana, inédita)

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