Del Toro y la pesadilla callejonera
Después de aprender artes fraudulentas en un circo, Stan emprende un negocio corrupto en compañía de Lilith, una psicoanalista que busca sacar provecho de las confesiones de sus antiguos pacientes
POR JORGE AYALA BLANCO
En El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, EU, 2021), estridente opus 11 del tapatío de culto internacional a sus 54 años Guillermo del Toro (El laberinto del fauno 06, Hellboy II: el ejército dorado 08, La forma del agua 17), con guion suyo y de su pareja Kim Morgan basado en la referencial novela homónima de William Lindsay Gresham cuya primera versión fílmica devino en clásico instantáneo del género negro (escrito por Jules Furthman para Edmund Goulding en 1947), el vagabundo prófugo de sus crímenes cual salido de la nada Stan (Bradley Cooper a todo lo que da) es contratado como vil cargador de emergencia antes de una tormenta por el inescrupuloso empresario Clem (Willem Dafoe) para el traslado de su feria trashumante llena de brutales atracciones sadomasoquistas que de inmediato asombran y arraigan al fugitivo pobrediablo, freaks en formol, forzudo, casa de los sustos, cabezas parlantes y sobre todo la máxima sensación de un monstruoso geek comegallinas crudas que en efecto vive como drogado despojo humano bajo candados, así como el show de la seudotelépata aunque decadente ninfómana en privado Zeena (Toni Colette lastimosa) cuyos trucos como lectora de mentes por código codicia el refugiado, quien pronto los aprenderá del anciano marido alcoholizado de la mujer Pete (David Strath), pero pronto el ingenio del ambicioso abstemio compulsivo Stan se impone, seduciendo a la bella mediocre cada noche electrocutada en público Molly (Rooney Mara), al lado de la cual, tras embaucar defensivamente a un sheriff represor y provocar la muerte del generoso Pete al suministrarle alcohol de madera, acaba huyendo triunfalmente a la ciudad, mientras el país se sumerge en el marasmo socioeconómico-ético de la Segunda Guerra Mundial, y dos años después, ya vuelto vidente de lujo y médium espiritista en Buffalo, nuestro arribista maniaco megalómano va a crearle al poderoso juez Kimbal (Peter MacNeill) y a su alucinada pareja Felicia (Mary Steenbergen) la maléfica-suicida ilusión de comunicarse en el más allá con un hijo fallecido, aunque el impostor Stan también se involucra en clara desventaja con la desmitificadora y archiperversa psicoanalista Lilith (Cate Blanchett irresistiblemente rubia con gruesos labios encarnados), quien lo somete a una retadora terapia (descubriéndolo como parricida incinerador del ebrio feroz que lo educó) y lo asciende a cómplice suyo en el chantaje a expacientes cuyas sesiones quedaron grabadas, aunque todo va a fallar cuando, mal auxiliado por su ahora reacia compinche Molly con disfraz de resucitada, el charlatán se enfrenta al desquiciado millonario deseoso de copular de nuevo con una amante muerta en un aborto Ezra (Richard Jenkins), debe acribillarlo, ser transado en su botín por la retorcida Lilith, huir solo, lanzarse a beber roído por sus culpas, convertirse en ruina humana y terminar pidiendo empleo de lo que sea en una feria, al cabo de su pesadilla callejonera.
La pesadilla callejonera se estructura kilométricamente en dos partes de ambientación e índole contrastantes, una subterránea y deletérea situada en el mundo siempre impactante de la feria durante el prometedor estallido de la guerra interior/exterior hasta la entrada de Estados Unidos y de nuestro héroe a las devastadoras hostilidades, y una segunda parte sofisticada y más construida en lo psicológico que se ubica entre la clase dominante de Buffalo y donde se siente y resiente mejor el malestar histórico de las actividades bélicas en paralelo, dos partes de ninguna manera intercambiables, porque ambas se encuentran marcadas por distintas etapas autofágicas del mismo comportamiento exclusivo de los personajes, ostentosamente superficiales y unidimensionales, sin las quimeras metafísicas en torno al destino y la trascendencia sagrada de las criaturas novelísticas y fílmicas originales, porque ahora aparecen dominados y corroídos por la codicia (Stan), la mezquindad traidora (Zeena, Molly) o cierto dejo de narcisismo del poder (Lilith) que las tornan fascinantes por tercamente obsesivas.
La pesadilla callejonera se apoya ante todo en una creación de atmósfera fuliginosa, que se asume autárquica y omnivalidadora, fundada por una fotografía de Dan Laustsen en maníacos tonos ocres excluyente, alrededor de siluetas negras y en agresivos contrapicados, que serán pasto de una edición tajante de Cam McLauchlin y una música acremente festiva de Nathan Johnson, porque de lo que se trata es de darle relieve a una lógica de impactos, a inesperados giros enriquecedoramente turbios de la trama y a personajes secundarios como el hércules en desgracia pero aún apabullante corporal del héroe Bruno (Ron Perlman el Hellboy fetiche de Del Toro), o como la beatífica alucinada esposa del juez disparando contra éste antes de acabar con su propia vida para reunirse cuanto antes con el hijo difunto charlatanescamente contactado.
La pesadilla callejonera inserta así el retrato del perfecto perdedor incendiario Stan dentro de una híbrida incineración conjunta de viejos géneros y a través de la renovación posmoderna de sus más persistentes y resistentes clisés, sosteniendo a duras penas como hilo conductor a un grisáceo corrompido Bradley Cooper en el papel que había detentado el neorromántico gótico bello tenebroso por excelencia del Hollywood estelar Tyrone Power, al interior de una zarabanda de patéticos peleles apenas truculentamente guiñolescos, una carnavalesca crimiexcéntrica que se sueña postexpresionista colorida, un thriller añorante de viejos nuevos horizontes reciclados.
Y la pesadilla callejonera culmina a la desesperada como la nostalgia cinefílica y atropellante de una fábula horrorífica y transdescendente, la del novísimo despojo humano monstruoso en tremebundo close-up ya dispuesto a devorar aves vivas con los dientes en ristre o degradarse a lo que sea por un poco de aguardiente mísero, porque lo guía el convencimiento feraz de que “Señor, nací para eso”.
FOTO: El callejón de las almas perdidas recibió cuatro nominaciones al Oscar, entre ellas a Mejor Película/ Crédito de foto: Especial
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