El cazador de historias

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POR EDUARDO GALEANO 

 

Con la autorización de la editorial Siglo XXI, Confabulario publica como adelanto una selección de textos de El cazador de historias, libro póstumo del escritor uruguayo Eduardo Galeano, quien murió hace un año, el 13 de abril de 2015.

 

Mano de obra

En Tijuana, en el año 2000 y pico, el sacerdote David Ungerfelder escuchó la confesión de uno de los asesinos a sueldo de los amos del tráfico de cocaína en México.

 

El profesional se llamaba Jorge, tenía veinte años de edad y recibía dos mil dólares por cada cadáver.

 

Él lo explicaba así:

–Yo prefiero vivir cinco años como rey, que cincuenta años como buey.

 

Cinco años después, también él fue marcado para morir.

 

Sabía demasiado.

 

Así funciona el gran negocio de la cocaína en la división internacional del trabajo: unos ponen la nariz y otros ponen los muertos.

 

Líos de familia

 

Roberto Bouton, médico rural, recogió muchas voces en los campos del Uruguay.

 

Este es el adiós a la vida de un tal Canuto, leñador, pastor y labriego:

 

Vea, doctor. Ocurre que yo me casé con una viuda, que tenía una hija ya crecida, y mi padre va y se enamora de esa hija y se casa con ella, y así mi padre se hizo yerno mío y mi hija política se convirtió en mi madrastra.

Y mi mujer y yo tuvimos un hijo, que fue cuñado de mi padre y tío mío. Y después mi hija tuvo un hijo, que vino a ser hermano mío y nieto también.

¿Me sigue, doctor? Es un poco complicado todo esto, lo reconozco, pero resumiendo resulta que yo terminé siendo marido y nieto de mi mujer. Y así fue hasta que un mal día, doctor, me di cuenta: ¡yo soy mi propio abuelo!

¿Se da cuenta? Una situación insoportable. Se lo cuento porque usted es doctor y muy sabido.

 

La más prestigiosa crónica

 

Julio César fue el corresponsal de guerra de sus propias campañas.

 

Él se ocupó de escribir, para la posteridad, el muy meticuloso relato de sus hazañas.

 

Los Comentarios a la guerra de las Galias fueron su obra más famosa. El tiempo convirtió en un clásico esa exaltación de los méritos militares del autor, que ninguna atención prestó a los sacrificios de sus soldados, que jamás se quejaban ni se cansaban.

 

Julio César, emperador y dios, cronista de sí mismo, consagró todo su talento literario al homenaje a esa invasión militar que mató a un millón de galos y condenó a la esclavitud a los sobrevivientes.

 

El difunto

En 1975, Lal Bihari solicitó un certificado de nacimiento en la municipalidad de Azamgarh, en el estado hindú de Uttar Pradesh.

 

Algún funcionario se equivocó y le entregó un certificado de defunción.

 

Desde entonces, Lal Bihari durmió en la calle, comió basura, hizo larguísimas colas, noche y día, de oficina en oficina, llenó formularios, firmó cartas, pidió auxilio a las iglesias y a las instituciones que ayudan a los desesperados, y aprendió cuán difícil resultar que un muerto consiga empleo o mujer.

 

Un abogado le aconsejó que se ahorcara, porque era imposible corregir los registros oficiales y Lal Bihari no podía probar que no se estaba haciendo el vivo.

 

Tampoco tenía un sindicato que lo defendiera.

 

Entonces él fundó la Asociación de Difuntos de la India. Fue e primer sindicato de muertos en el mundo.

 

Pequeño dictador ilustrado

 

El hombre que más libros quemó, el que menos libros leyó, era dueño de la biblioteca más gorda de Chile.

 

Augusto Pinochet había acumulado miles y miles de libros, gracias a los dineros públicos que él convertía en fondos de uso privado.

 

Compraba libros por tenerlos, no para leerlos.

 

Más y más libros: era como sumar dólares en sus cuentas del Banco Riggs.

 

En la biblioteca había ochocientas ochenta y siete obras sobre Napoleón Bonaparte, encuadernadas a todo lujo, y las esculturas de su héroe favorito encabezaban las estanterías.

 

Todos los libros lucían el sello de propiedad de Pinochet, su exlibris: una imagen de la Libertad, provista de alas y antorchas.

 

La biblioteca, llamada Presidente Augusto Pinochet, fue dejada en herencia a la Academia de Guerra del Ejército chileno.

 

El asustador

 

Allá por el año 1975 y 1976, antes y después del cuartelazo que impuso la más feroz de todas las dictaduras militares argentinas, llovían las amenazas y desaparecían, en la niebla del terror, los sospechosos de pensar.

 

Orlando Rojas, exiliado paraguayo, atendió el teléfono en Buenos Aires.

 

Una voz repitió lo mismo de todos los días:

 

Le comunico que usted va a morir.

¿Y usted no? –preguntó Orlando.

 

El asustador cortó la comunicación.

 

Náufragos

 

El mundo viaja.

 

Lleva más náufragos que navegantes.

 

En cada viaje, miles de desesperados mueren sin completar la travesía hacia el prometido paraíso donde hasta los pobres son ricos y todos viven en Hollywood.

 

No mucho duran las ilusiones de los pocos que consiguen llegar.

 

Costumbres bárbaras

Los conquistadores británicos quedaron bizcos de asombro.

 

Ellos venían de una civilizada nación donde las mujeres eran propiedad de sus maridos y les debían obediencia, como la Biblia mandaba, pero en América encontraron un mundo al revés.

 

Las indias iroquesas y otras aborígenes resultaban sospechosas de libertinaje. Sus maridos ni siquiera tenían el derecho de castigar a las mujeres que les pertenecían. Ellas tenían opiniones propias y bienes propios, derecho al divorcio y derecho de voto en las decisiones de la comunidad.

 

Los blancos invasores ya no podían dormir en paz: las costumbres de las salvajes paganas podían contagiar a sus mujeres.

 

Peligro

 

El chocolate, antigua bebida de los indios de México, generaba desconfianza, y hasta pánico, entre los extranjeros venidos de Europa.

 

El médico Juan de Cárdenas había comprobado que el chocolate provocaba vientos y melancolías, y la espuma impedía la digestión y causaba terribles tristezas en el corazón.

 

También se sospechaba que inducía al pecado, y el obispo Bernardo de Salazar excomulgó a las damas que habían bebido chocolate en plena misa.

 

Pero ellas no dejaron el vicio.

 

El hondero

Juan Wallparrimachi Mayta, el guerrero poeta, no usaba espada ni arcabuz.

 

Cuando Bolivia aún no era independiente ni se llamaba así, él encabezaba la brigada de los honderos que al mando de Juana Azurduy revoleaban unos cordajes que giraban en remolino y arrojaban mortíferas piedras contra los invasores españoles.

 

La brigada atacaba cantando. En lengua quéchua, los honderos hacían coro a los poemas de Juan, dedicados a las mujeres amadas o por amar:

 

Amandoté,

soñandoté,

moriré.

 

Juan murió de bala, en el campo de batalla. Tenía veintiún años.

 

Concurso de viejos

 

Hace algunos milenios, año más, año menos, el jaguar, el perro y el coyote estaban compitiendo. ¿Quién era el viejo más viejo? El más viejo iba a recibir, en premio, la primera comida que encontraran.

 

Desde la colina, un carro, destartalado, avanzaba tambaleando, cuando de él cayó una bolsa llena de tortillas de maíz.

 

¿Quién merecía ese tesoro?

 

¿Cuál era el viejo más viejo? El jaguar dijo que él había visto el primer amanecer del mundo. El perro dijo que él era el único sobreviviente del diluvio universal.

 

El coyote no dijo nada, porque tenía la boca llena.

 

Samuel Ruiz nació dos veces

En 1959, llegó el nuevo obispo a Chiapas.

 

Samuel Ruiz era un joven horrorizado por el peligro comunista, que amenazaba la libertad.

 

Fernando Benítez lo entrevistó. Cuando Fernando le comentó que no merecía llamarse libertad el derecho de humillar al prójimo, el obispo lo echó.

 

Don Samuel dedicó sus primeros tiempos de obispado a predicar resignación cristiana a los indios condenados a la obediencia esclava. Pero pasaron los años, y la realidad habló y enseñó, y don Samuel supo escuchar.

 

Y al cabo de medio siglo de obispado, se convirtió en el brazo religioso de la insurrección zapatista.

 

Los nativos lo llamaban el Obispo de los Pobres, el heredero de fray Bartolomé de Las Casas.

 

Cuando la Iglesia lo trasladó, don Samuel dijo adiós a Chiapas, y llevó consigo el abrazo de los mayas.

 

Gracias –le dijeron–, Ya no caminamos encorvados.

 

Homenajes

En el cerro Santa Lucía, en pleno centro de Santiago de Chile, se alza una estatua del jefe indígena Caupolicán.

 

Caupolicán más bien parece un indio de Hollywood, y se explica: la obra fue esculpida, en 1869, para un concurso de los Estados Unidos en memoria de James Fenimore Cooper, autor de la novela El último de los mohicanos.

 

La escultura perdió el concurso, y el mohicano no tuvo más remedio que mudarse de país y mentir que era chileno.

 

El viaje del café

 

Durante la travesía de la mar, el piloto John Newton cantaba himnos religiosos, mientras conducía barcos repletos de esclavos encadenados:

Qué dulce suena el nombre de Jesús…

 

El café había brotado en Etiopía, hacía millones de años, nacido de las lágrimas negras del dios Waka.

 

Quizás el dios lloraba las desgracias que el café iba a traer, como el azúcar, a los millones de esclavos que serían arrancados del África y extenuarían sus vidas, en nombre de otro dios, en las plantaciones de las Américas.

 

Vamos a pasear

 

A fines del siglo diecinueve, muchos montevideanos dedican sus domingos al paseo preferido: la visita a la cárcel y al manicomio.

 

Contemplando a los presos y a los locos, los visitantes se sentían muy libres y muy cuerdos.

 

Esopo

 

Lilian Thuram, bisnieto de esclavos en la isla Guadalupe, preguntó a su hijo pequeño:

 

¿Cómo es Dios?

 

El niño contestó sin dudar:

 

Dios es blanco.

 

Thuram era un gran jugador de futbol, campeón de Europa y campeón del mundo, pero esa respuesta le cambió la vida.

 

A partir de ese día, decidió salir de las canchas para dedicar sus mejores energías a ayudar al rescate de la dignidad de los negros del mundo.

 

Denunció el racismo en el futbol y en la educación, que vacía de pasado a los niños que no son hijos de los amos.

 

La memoria colectiva era un descubrimiento incesante, que le abría los ojos. El camino de la revelación de lo escondido estaba hecho de muchas dudas y pocas certezas, pero eso no lo desalentaba. Basado en remotas investigaciones demostró que Esopo pudo haber sido negro, esclavo en Nubia, y recordó que hubo faraones negros en Egipto y centenares de santuarios populares que en el Congo celebraban a la Virgen negra, aunque la Iglesia decía que negra no era: la Virgen había quedado así por culpa del humo de los inciensos y los pecados de los infieles.

 

*FOTO: Eduardo Galeano, El cazador de historias, México, Editorial Siglo XXI, 2016/ Especial.

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