El Colegio de México

Feb 20 • Conexiones, destacamos, principales • 2368 Views • No hay comentarios en El Colegio de México

Alí Chumacero y José Luis Martínez

POR HUBERTO BATIS

 

Entre mis obligaciones como becario de El Colegio de México (El Colmex) y por interés personal, empecé a asistir a las reuniones del Centro de Investigaciones Filológicas que dirigía Antonio Alatorre, quien también estaba al frente de la Revista de Filología Hispánica. Ahí  participaban los principales filólogos, como Juan Miguel Lope Blanch y su esposa Paciencia Ontañón. Hay una foto muy famosa que tomé y en la que me hubiera gustado aparecer: ahí están Alatorre, su esposa Margit Frenk, José Pascual Buxó, Ernesto Mejía Sánchez y Augusto Monterroso. Las reuniones consistían en comentar alguno de los textos que iban a ser publicados en la revista. A nosotros nos tocaba leer las galeras y Antonio revisaba las ediciones. No se le iba una errata. Pero frecuentemente Antonio y Margit se iban a Estados Unidos a dar conferencias o cursos y yo me quedaba leyendo las galeras con Lope Blanch, que se molestaba mucho por hacer ese trabajo. Eso para mí representaba un aprendizaje. Así conocí libros y revistas de filología.

 

De vez en cuando nos visitaban algunos filólogos notables, como Raimundo Lida y  el francés Marcel Bataillon, que nos dio un ciclo de conferencias. Un día, Lida nos encontró leyendo galeras y me dijo que dejara de hacer eso, que me pusiera a leer libros: “No estés perdiendo el tiempo”. Otra filóloga que no aparece en esa foto que menciono era Emma Susana Speratti Piñero, que me condujo al trabajo de Ana María Barrenechea, escritora argentina que había estudiado la obra de Jorge Luis Borges. Speratti me dio muchas luces para un trabajo que hice sobre “El muerto”, un cuento en el que Borges utiliza pistas falsas en la historia de un bandido de las Pampas que parece estar envejeciendo. En este relato un joven intenta apoderarse de su caballo, de su mujer y del mando de la tropa. Cuando creía  poder apropiarse de todo, lo mata “el muerto” y reafirma su poderío. En ese cuento Borges hace alusión a hechos históricos de algunos reyes que aparentemente dejaron el poder en manos de otro hasta que se cansaban y lo mataban para recuperar el trono. Ese estudio me sirvió para aprobar un curso que dieron Sergio Fernández y Ernesto Mejía Sánchez en la Facultad de Filosofía y Letras. Después lo publiqué en la Revista de la Universidad y José Emilio Pacheco lo recogió en la colección “Nuestra década”. Con Lope Blanch escribí el prólogo para La Regenta, de Leopoldo Alas “Clarín”, para la colección “Nuestros Clásicos” de la UNAM. Él hizo la primera parte y yo hice la interpretación.

 

Otros jóvenes becarios eran Carlos Valdés, Emmanuel Carballo, Arturo Cantú, Hugo Padilla y Homero Garza. Los tres últimos eran de Monterrey y allá hacían la revista Kátharsis, coetánea de Cuadernos del Viento. Alfonso Reyes les enseñó a pronunciar correctamente el nombre de su revista: “kátharsis”. Hugo Padilla, que estudió filosofía junto con Cantú llegó a ser secretario general de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Arturo Cantú llegó tiempo después a dirigir la sección cultural del periódico El Día y Homero Garza desistió de la beca y se regresó a su ciudad.

 

Cuando salíamos de clases en El Colmex nos reuníamos en un café, donde a veces llegaba Alí Chumacero. Era muy ocurrente y simpático. Me desconcertaban sus opiniones. Alí tomaba grandes cantidades de whisky todos los días… y vivió más de 90 años. Decía que se conservaba en alcohol: “El alcohol me da vida. Es mentira que destruya, al contrario”. Y luego insistía: “¡Éntrele, compañero! ¡Chúpele!” Tiempo después su hijo Luis fue alumno mío. Nunca entraba a clases. En una ocasión se me ocurrió decirle: “Tu hijo nunca va a la Facultad”. Me respondió: “¡Ay! ¡Qué peso me quitas de encima! Yo creía que era de los tontos que iban a clase. Yo ya no creía en mi hijo, pero qué bueno que me das esa noticia.”

 

Alí Chumacero y José Luis Martínez, su mejor amigo, venían de Guadalajara. Se habían dedicado a estudiar de manera autodidacta en la Biblioteca Nacional. Se quedaban horas tomando notas. Decían que esa era una universidad mayor.

 

Al principio, cuando llegaron a la Ciudad de México de Guadalajara, vivieron juntos… pero no revueltos. Cuando uno de ellos tenía una conquista o un “ligue”, ponían una toalla en la ventana de su cuarto como si se estuviera secando al sol. Era la señal para que el otro no entrara. Alí usaba más ese recurso porque era más conquistador. José Luis era más serio. Pero un día llegó Alí y vio colgada la toalla. Se admiró. “¡Finalmente se le hizo!” Se fue a dar la vuelta. Regresó y ahí seguía la toalla. Se fue al cine, regresó y ahí seguía la toalla. En la noche, desesperado, regresó y ahí seguía colgada la toalla. Decidió entrar sin importarle con quién estuviera José Luis: lo encontró haciendo un índice onomástico. No estaba con ninguna chava, pero no quería ser molestado en su trabajo. Alí decía: “Este tarugo, en vez de tener chavas se ponía a hacer índices”.

 

Pero eso quiere decir que José Luis era muy trabajador. Luego consiguió puestos de burócrata. Empezó con representaciones de prensa —en Ferrocarriles Nacionales— y después fue embajador en Perú y en Grecia. También fue director del Instituto Nacional de Bellas Artes en la época en que Agustín Yáñez era secretario de Educación. A mí me llevaron para hacer la Revista de Bellas Artes. Después fue director del Fondo de Cultura Económica (FCE) y director de la Academia Mexicana de la Lengua. Siempre fue un gran investigador.

 

En cambio, Alí se quedó trabajando en el FCE casi toda su vida. Ahí hacía las solapas de los libros. “Soy un gran escritor de pastillas”, decía. Hizo el arte de las solapas del Fondo, reconocido por todo el mundo. También tenía frases famosas. Había una que escandalizaba, pero no sé si era de su autoría: “Nalga, aunque sea de mujer”.

 

En los años 70 nos ayudó en la oficina de publicaciones de la SEP cuando nombraron directora del área de Divulgación a María del Carmen Millán. En la colección SepSetentas, Alí realizó un proyecto de mucho mérito: los anuarios de López Velarde. Salían cada mes, bien ilustrados y muy bien escogidos los textos tanto de ese poeta como de los críticos que citó.

 

FOTO: Durante sus años de juventud, el ensayista José Luis Martínez y el poeta Alí Chumacero complementaron su educación autodidacta en la Biblioteca Nacional/Archivo EL UNIVERSAL.

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