El contorno irisado
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La vida de un pueblo es narrada desde la visión de un niño con extraños poderes de clarividencia, entre ellos un ojo en el dedo medio de su mano derecha, y una capacidad para escabullirse en todos los rincones de este sitio de vicios y creencias, inundado por inclementes tormentas y el olor a naranja
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POR J.C. GUINTO
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Tengo un ojo en la punta del dedo más largo de mi mano derecha. Me salió el día después de que mamá me trajo a vivir con Lorena y Lisandro.
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Algo que no me gusta de mi ojo es que con facilidad le entra tierra y me duele, o se quema cuando tomo la cuchara caliente de la sopa, y arde cuando me tallo con el jabón. Lo utilizo cada vez que voy a nadar al canal y mandan a alguien por mí. Cuando oigo que gritan mi nombre, me escondo entre los matorrales, alzo la mano y con mi dedo veo si ya está cerca, después corro para que no me lleven a casa.
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Me gusta nadar en el canal, subir a contracorriente hasta encontrar un lugar solitario, alejado de las mujeres que se ponen a lavar ropa. El canal de agua es largo, nunca he llegado a encontrar el sitio en el que nace, no me dan permiso para hacerlo. El canal atraviesa el pueblo. Por debajo construyeron un túnel de cemento para que con las crecidas no inundara las casas en las temporadas de lluvia. Se puede bajar a él a través de un pozo que está cerca del almendro.
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Después de nadar varias horas estoy sentado frente a la mesa de la cocina. Estoy empapado. Lorena calienta agua para que me bañe y no me enferme. Pero no entiendo por qué debo bañarme si ya lo hice hace un rato. No entiendo por qué habría de enfermarme si sólo fue agua en donde estuve metido. Lorena es chaparrita, tiene la cara arrugada y huele a naranjas. No le gusta que me quede tanto tiempo en el canal. Pide que ya no remonte la corriente, que no suba más. Dice que una mujer me halló hablando solo, riéndole a la nada. Dice que un chaneque me quiere llevar a su cueva para hacerme su esclavo. Yo me río mientras me echa agua tibia a jicarazos.
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Le digo que soy feliz en el canal porque me gusta el agua, y si me encontrara algún duende, más bien le pediría un deseo.
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¿Qué deseo?, pregunta.
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Desearía que el mundo estuviera inundado, que en lugar de aire hubiera agua. Así nadaría durante el día y la noche, así la gente llegaría más rápido a cualquier lugar, y estaríamos limpios y no tendríamos que bañarnos. Seríamos como los peces.
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Chamaco bembo, me dice, ponte la trusa, el short y una playera, arréglate que es el cumpleaños de Romana.
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Así lo hago y una hora después vamos camino a casa de la vecina. Debo subir las escaleras. En la planta baja la gente bebe alcohol, están borrachos y no me gusta que canten, rían y bailen tontamente. Pero no me atrevo a subir, las escaleras me dan miedo y no sé por qué. Oigo que los niños allá arriba van de un lado al otro aventándose la pelota, jugando a golpearse con las almohadas, a tirarse y esconderse entre las sábanas. Espérenme, les grito, o eso creo, no escucho mi voz. Estoy junto al primer escalón, me acuesto frente a él. Alzo una pierna, un brazo, me afianzo al cemento, me impulso, subo la otra pierna, también el otro brazo, mi pecho. He logrado subir el primer escalón. Tiemblo, me falta mucho, la escalera es muy alta. Me encaramo al siguiente. Oigo el tintineo de los hielos rebotando en los vasos que van llenando con brandy.
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Sigo escalando con ganas de mejor irme a la casa, a mi cuarto, a jugar a que construyo barcos, que soy capitán y viajo por el mundo, que soy cazador de ballenas, tiburones y mantarrayas. No quiero voltear atrás, no quiero ver el hueco en el que podría caer si no me aferro a los escalones. No deseo resbalarme y rebotar en el piso, porque sé que mi cabeza se abriría, saldrían mis sesos y vendrían los cerdos de Lorena a comérselos. No quiero voltear. Alzo la mano y utilizo el ojo de mi dedo para saber cuánto me falta por subir. Paseo la vista, faltan pocos.
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Así que sigo encaramándome en el siguiente escalón, lo escalo. Oigo a una niña decir que es hora de jugar a los encantados. Yo quiero que me desencanten de las escaleras y así poder correr y esconderme en el armario, o en el bote de la ropa sucia, saltar en la cama, jugar a que soy doctor y que receto medicinas que saben feo, y que luego hay que operar a la gente, sacarles sangre, quitarles las enfermedades. Ya falta poco. Primero alzo una pierna, luego un brazo, me impulso, subo la otra pierna, me agarro con el otro brazo, alzo el pecho y oigo que Lisandro, el viejo cara de perro, se despide de alguien y me grita: ¡Ya vámonos, niño! ¡Bájate que ya nos vamos! Pero no quiero voltear ni ver las escaleras desde arriba, me da miedo caerme y que los cerdos se coman mis sesos.
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De regreso a casa quiero comer más chocolate, pero Lorena dice que ya comí demasiado y que no hay. Cuando ella se va camino a la alacena, subo a una silla, alzo el dedo en el último de los estantes, lo muevo de un lado al otro y veo que tiene razón, sólo hay migajas y trocitos de azúcar, también una cucaracha pequeñita, muerta. ¿Dónde está mamá?, pregunto, pero nadie me contesta. Duermo, y al otro día por la mañana salgo a jugar. En la calle veo a Lisandro caminando en círculos. Grita, se arrastra en el suelo y vomita. Quiero aventarle piedras para que se largue. Subo a un árbol, me escondo entre las ramas, alzo la mano y con el ojo de mi dedo lo veo alejarse por una calle.
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El viento es cálido.
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Mamá no se aparece hasta que Lorena, un día, dice que es mi cumpleaños. Llega con papá en un gran automóvil. Huelen al jabón con el que se lava la ropa. Me traen un cochecito rojo y una máscara de robot, que me pongo de inmediato.
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Hay pastel en la mesa, salchichas, refrescos. Mamá no habla. ¿Le contaré mi secreto, que tengo un ojo en la punta del dedo más largo de mi mano derecha? Papá ríe, se acuesta en una hamaca y sigue riendo mientras toma vino. Nadie me abraza.
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Con la máscara puesta parto el pastel, me como un pedazo, lo mastico. Alzo la vista y veo a todos mirándome muy serios. Mamá me observa y se muerde los labios. Quiero irme de allí. Salgo corriendo y llego al pozo de agua.
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Está prohibido meterse, dicen que es peligroso, pero cada vez que siento que mi cabeza va a estallar, bajo las escaleras de fierro, llego al fondo y me quedo allí escuchando el rumor del agua, hasta que se me pasa y regreso con Lorena y su olor a naranjas. No hay mucha corriente. Solo puedo caminar a la izquierda o a la derecha del túnel. Si camino a la derecha salgo al campo de futbol, a la izquierda están las pozas donde las mujeres grandes lavan la ropa. Hay poco aire aquí abajo. Camino con la corriente, el agua está muy baja. No hay más luz que la que proviene de la boca del pozo. Arriba están el cielo y las nubes. Mientras más avanzo se va poniendo más oscuro. Utilizo el ojo de mi dedo para ubicarme. Las paredes se van acercando a mí, casi me aplastan. Pero luego se abren y sólo queda el sonido del agua.
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Cierro los ojos y juego a que soy un robot abandonado en un planeta. Pasan mil años y observo las estrellas desde un cráter, aparece en el cielo un enorme cometa rojo que se estrella en las montañas. Después quedo flotando, solo, en el espacio vacío.
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Salgo del pozo y regreso a casa. Se han ido otra vez, me han dejado. Es de noche.
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Me despierta un relámpago. A través de la ventana de mi cuarto, con el ojo de mi dedo y sentando en la cama, miro la lluvia que azota con fuerza los árboles del patio. El viento barre las ramas de los almendros y cimbra las puertas, los vidrios. La ropa tendida da vueltas, apretándose cada vez más en el mecate que la sostiene. De tantos rayos que caen, por momentos la noche parece día. El cielo retumba, el estruendo se esparce por el cielo, hace que tiemble la casa. La lluvia golpea el techo, se oyen millares de pequeños dedos martillando las láminas. El chiquero está inundado, los cerdos se juntan, se aprietan y chillan, no saben qué hacer. La basura se ha desparramado, en el piso hay trozos de hojas, un cartón de leche, una botella de cloro yendo de un lado al otro hasta destaparse. Un paraguas roto es arrastrado por el viento, y queda varado bajo la pila que se desborda. El agua comienza a acumularse en el patio, mi pelota flota con la basura. La ropa sigue aferrada al mecate, no se suelta por más que el viento ruge sobre ella. Quiero rescatar mi balón.
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Para de llover, el viento se calma y los cerdos dejan de chillar. Lorena se aparece a mi lado, encorvada, y me pide que la ayude a traer la ropa. Salimos al patio, las macetas están rotas, las flores hechas pedazos. Huele a cloro. Siento en mis pies el agua. Ella desenreda la ropa una por una y me la da para ponerla dentro de un balde. Al terminar miramos el cielo. Las nubes negras se arremolinan. Levanto mi mano. Arriba, entre las nubes licuadas, hay un hueco azul, un ojo que miro con el ojo de mi dedo. La calma es aparente. Hay algo eléctrico en los árboles, en el aire. Tomo mi balón, lo reboto en el piso encharcado. Lorena deja caer la ropa y me agarra del brazo con fuerza, suelto el balón, ella me jala hacia la casa y al cerrar la puerta las nubes explotan, la noche se convierte en día y el cielo se desmorona sobre el techo, se cae a pedazos.
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En la mañana, después de la tormenta, me ponen a barrer el patio, a recoger la basura. Pero me aburro y quiero escapar. Tengo muchas ganas de volver a la escuela. Me gusta dibujar, pintar animales con colores fosforescentes y regalárselos a Lorena. La maestra ha dicho que soy muy bueno. Falta mucho para que empiecen las clases. Tiro la escoba y meto mi mano por la puerta de la cocina, para ver con mi dedo si hay alguien. Está vacío. Meto el brazo en la sala, alzo mi ojo. Nadie. Saco el dedo por la ventana que da a la calle. Me detengo. Romana está sentada en el pretil, platicando con otra vecina. Mejor regreso, estoy bajo vigilancia.
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En la tarde, enviado por Lorena, busco al viejo para pedirle dinero. Veo que camina por una calle lodosa. Entra a una cantina, oigo su risa y su voz ronca pidiendo una cerveza. Hace mucho calor, el sudor resbala por mi cara. Camino hacia la puerta con el brazo alzado para ver qué está haciendo, pero antes de llegar, sin darme cuenta, piso una brasa de cigarro. Grito y salto de dolor. Lisandro sale y me mira con su cara de perro, se acerca y me jala de los cabellos y grita que qué hago allí, seguro vienes a pedir dinero, ¿verdad, mocoso? De su boca escurre baba y su aliento apesta a coco rancio y alcohol. Lo tengo pegado, veo su piel quemada y llena de surcos, sus cabellos grises que huelen a humo de cigarro. Me arde el pie. Él sonríe, me suelta, avienta unos billetes arrugados, los atrapo mientras se mete a la cantina y grita que ya no lo siga. Trato de echarme saliva en la herida y regreso a casa.
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Lorena me pone sebo en la planta del pie malo. Ya se te hizo una ampolla, dice. Cuando se va observo de cerca una bolita de carne casi transparente, insensible a la aguja con que la pico. Dentro veo que hay un montón de pequeños peces de color azul. Quiero ensartarlos con la aguja. Pero de tanto picar sólo consigo que se me desprenda la bolita, y la guardo en un botecito negro que antes contenía un rollo fotográfico.
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Subo al almendro a mirar los pececitos que van de un lado al otro, persiguiéndose, montándose y a veces comiéndose entre ellos. Paso las horas viendo sus cuerpos azules. No parpadeo, no respiro, no oigo a Lorena llamándome para ir a comer, ni al viejo gritando que ya llegó y que tiene hambre. El viento mueve las ramas. Escucho un trueno. Ya sólo queda un pez quieto en medio de la carne. Veo, con el ojo de mi dedo, el contorno irisado, cada una de sus escamas azules, el lento movimiento de las aletas subiendo y bajando, la boca con pequeños dientes afilados abriéndose y cerrándose.
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Bajo del árbol y entro al pozo. Camino por el túnel y escucho el rumor del agua. Después me quedo quieto. Arropado por la oscuridad, llega hasta mi nariz el olor de las naranjas.
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ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas
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