El culto al progreso: el positivismo de Auguste Comte

Jul 16 • Reflexiones • 5388 Views • No hay comentarios en El culto al progreso: el positivismo de Auguste Comte

 

Para el filósofo, la humanidad había evolucionado, desde la teología y la metafísica, hasta llegar a la época positiva, en la que se tendría que adoptar una actitud científica hacia todas las ramas de la vida

 

POR RAÚL ROJAS
El Curso de Filosofía Positiva del filósofo francés Auguste Comte es una obra pesada, comprimida entre las pastas de seis volúmenes publicados en Francia de 1830 a 1842. Los seis libros son poco leídos en la actualidad, pero en su época provocaron gran interés, ya que Comte no era un científico encerrado en un laboratorio, sino un exitoso popularizador de la ciencia. De sus escritos, a la larga, surgió la llamada “escuela positivista” que tanta influencia política tendría después en América Latina. Pero a pesar de su influencia histórica, resulta difícil definir exactamente al positivismo como doctrina filosófica, más allá de apuntar que proclama incesantemente que la ciencia en la época moderna es la medida de todas las cosas. A veces se le ha llamado “cientismo”, de manera despectiva, por ser una ideología que supuestamente está basada en la ciencia, pero absolutizándola. Karl Marx alguna vez le escribió a Friedrich Engels que estaba leyendo a Comte, por el interés que el francés había provocado en Inglaterra y Francia, pero que el “enciclopedismo” del Curso no podía competir con el de Hegel y además la doctrina era bazofia.

 

A Comte le gustaba ponerle nombre a todas las cosas. Comenzando por el vocablo “positivista” que significa simplemente adoptar una actitud positiva hacia la ciencia, es decir, aplicar el método científico en todas las ramas del quehacer humano. La palabra positivismo hace referencia también a la “tercera” etapa de la humanidad, que sería la época “positiva”. Según Comte, no sólo la humanidad transita por tres fases: las ciencias individuales también lo han hecho, por ejemplo, la astronomía o la física. Y ya metido a bautizar ramas de la ciencia, Comte acuñó también los vocablos “biología” y “sociología”. Ésta última sería la disciplina de la “física social” que nos podría hacer comprensible el mundo de las relaciones humanas como uno regido por leyes. Afortunadamente su propuesta de llamar “electrología” al estudio de los fenómenos eléctricos no tuvo eco.

 

El Curso es sencillo en cuanto al contenido, pero larguísimo y de ínfulas enciclopédicas, como ya decíamos. Su estructura refleja la jerarquía de las ciencias propuesta por Comte. En esa jerarquía encontramos a las matemáticas, astronomía, física, química, biología y, finalmente, a la sociología. La generalidad de cada ciencia se reduce a lo largo de esa cadena, mientras que la complejidad de los fenómenos aumenta. La sociedad sería entonces lo más difícil de describir con leyes científicas, pero lo más importante. Siguiendo esa jerarquía, los volúmenes uno y dos del Curso cubren a las matemáticas, astronomía y física. El volumen tres, a la química y la biología, y el resto a la sociología.

 

Comte postula desde el principio su “ley” de las tres etapas cognitivas: “Esta ley consiste en que cada una de nuestras concepciones principales … pasa por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico, el estado metafísico o abstracto, y el estado científico o positivo”. Mientras que la época teológica está dominada por explicaciones sobrenaturales, en la era metafísica dominan principios abstractos, sin sustento empírico. La ley de las tres etapas, además, es válida para cada persona en particular, cuya inteligencia se desarrolla siguiendo el mismo esquema, de la niñez a la madurez. Por eso “la filosofía positiva es el verdadero estado definitivo de la inteligencia humana”.

 

Hay un problema que es evidente desde el principio del Curso, y es que Comte descarta cualquier investigación de lo que ahora llamaríamos causas finales como acientífica por pertenecer a la era metafísica. Por ejemplo, respecto a la teoría de la gravitación de Newton afirma que nos proporciona una explicación completa del universo y que tratar de ir más lejos, para determinar que causa la gravitación y el peso de una masa “son cuestiones que no tienen solución y que no pertenecen al dominio de la filosofía positiva”. Eso se le deja “a los teólogos y metafísicos”. Pero como todos sabemos, gran parte de la física del siglo XX se ocupó en fundamentar la teoría de la gravitación y la estructura atómica de la materia. Hasta aquí, y apenas estamos al principio, es obvio que Comte se apropia de la ciencia para rebautizarla como “filosofía positiva”, pero al mismo tiempo la quiere limitar en sus alcances. No comprende realmente que teorías físicas pueden ser superadas o subsumidas por nuevas teorías más profundas, como le ocurrió a la mecánica newtoniana con las investigaciones de Einstein. Pero no importa mucho, ya que la finalidad expresa del Curso es desembocar en la formulación de las leyes que rigen a la sociedad. Ahí Comte juega un papel más activo, mientras que los tres volúmenes sobre las ciencias naturales son en gran parte descriptivos. Por eso dice Comte que su propuesta se diferencia de la “filosofía natural” de los ingleses o de la “filosofía de la ciencia”, porque él quiere incluir a la sociología en la “filosofía positiva”.

 

El Curso de Filosofía Positiva se llama así, porque sus diversos volúmenes surgieron de cursos de divulgación de la ciencia que Comte realizaba para trabajadores o en universidades (los seis volúmenes cubren 60 lecciones). El segundo volumen sobre la astronomía y la física se lee como un largo compendio de los resultados y leyes más relevantes obtenidas en ese campo hasta el siglo XIX. En ese sentido habría poco que comentar sobre estos pasajes, que bien habrían podido ser parte de una enciclopedia para el público en general. Lo que sí resulta irritante es que en todo el texto la palabra “positivo” es usada como sinónimo de “científico”, de manera que Kepler, Newton, Fourier se convierten en sus páginas en exponentes de la filosofía positiva. Comte propone, por ejemplo, su “Teoría Fundamental de las Hipótesis” que simplemente afirma que se pueden formular hipótesis, pero que éstas deben ser verificadas experimentalmente, lo que él llama la “verificación positiva”. De nuevo, Comte rechaza tratar de buscar explicaciones más profundas: “toda hipótesis científica, a fin de poder ser juzgada, debe solamente abarcar la ley de los fenómenos y nunca la forma de su producción”. Es decir, buscar la razón u origen de esas leyes pertenece a la época ya superada de la metafísica. De lo que se trata es sólo de explicar los fenómenos visibles. Siguiendo ese criterio Comte jerarquiza incluso las ramas de la física, de acuerdo a su grado de “positividad”, en este orden: “barología, termología, acústica, óptica y electrología”. La gravitación estaría situada antes, porque pertenece a la astronomía (que es geometría y mecánica). La barología y la termología se refieren a los estudios de los gases y del calor. Una pequeña nota a pie de página nos explica a dónde va Comte con toda esta revisión enciclopédica de la física: lamenta que los científicos tengan que especializarse tanto que pierden de vista la visión panorámica y sólo pueden ejercitar la crítica desde el punto de vista de su especialidad. Se requiere por eso de una filosofía de la ciencia generalista, que subsane ese déficit, y ese es el objetivo de los tres primeros volúmenes del Curso, que cubren desde las matemáticas hasta la química.

 

Lo realmente nuevo en el Curso, aparte del afán enciclopédico, no aparece sino hasta los tomos 4, 5 y 6, dedicados a la “física social”. Comte es, efectivamente, uno de los primeros que trata de capturar el desarrollo de la sociedad en leyes científicas. Cierto que los filósofos ya habían producido generalizaciones sobre el proceso histórico (habría sólo que pensar en Hegel) y que los políticos y pensadores sociales habían tratado de formular reglas válidas para cada sociedad, pero nadie había postulado que se pudiera hacerlo siguiendo el método de la física, y de ahí el vocablo “física social”. Esta denominación la abandonó Comte cuando se enteró de que el matemático belga Adolphe Quételet la utilizaba para referirse al uso de métodos estadísticos en cuestiones sociales. A partir de ahí ya sólo hablaría de “sociología”.

 

La sociología debería ser, según Comte, la reina de las ciencias, por cubrir precisamente el campo de estudio más difícil, pero a la vez el más importante. En el Curso, Comte no proporciona realmente ninguna metodología de análisis, o de trabajo de campo, como se diría ahora, para conducir análisis sociológicos. Todo el Curso es, más bien, una larga argumentación acerca de la necesidad y posibilidad de hacer sociología científica. En ese sentido, los tres primeros volúmenes constituyen casi nada más el prólogo de toda la obra. Para Comte, la sociología debería estar basada en la observación de hechos sociales y aunque el método experimental no se puede aplicar, el análisis de situaciones históricas excepcionales sustituye al experimento. El análisis histórico y comparativo sería por eso una parte muy importante de la física social. De hecho, el tomo cuatro del Curso está dedicado a la “dogmática” de la sociología y los dos últimos volúmenes a la “parte histórica de la filosofía social”. En esa parte histórica Comte describe las diversas etapas del período teológico, con sus fases de fetichismo, politeísmo y monoteísmo.

 

Comte trató de modelar la sociología siguiendo el modelo de la fisiología, la última rama de la ciencia en ser capturada por el método científico. Eso lo lleva a considerar el “estado estático” y el “dinámico”. El primero corresponde “punto de vista puramente anatómico, relativo a la organización” y el segundo “al fisiológico … relativo a la vida”. En la sociología se debe hacer lo mismo, hay que distinguir entre “el estudio fundamental de las condiciones de existencia de la sociedad y las leyes de su movimiento continuo”. De ahí que Comte distinga entre “estática social”, que correspondería a la estructura de la sociedad, con sus subestructuras familiares y de clase, y la “dinámica social”, que entrelaza cada una de las partes en un todo funcional. Además “el estudio estático del organismo social debe coincidir, en el fondo, con la teoría positiva del orden, que no puede más que consistir en la armonía permanente de las diversas condiciones de existencia de la humanidad”. La “dinámica social”, por su parte, se ocupa de las leyes de desarrollo intelectual, del individuo y de la sociedad, que conduce, a través de la ley de las tres fases, al progreso en la época positiva. Si tomamos juntas la estática y la dinámica social, de ahí surge el lema de los positivistas: “orden y progreso”.

 

Los primeros volúmenes del Curso de Comte llamaron mucho la atención, no así los últimos. Comte nunca pudo obtener un trabajo fijo en una universidad y se enemistó progresivamente con todos los miembros del establishment científico. De hecho, el tomo 6 del Curso comienza con una arenga contra los profesores de la École Polytechnique. A partir de ahí los escritos de Comte comenzaron a ser cada vez más delirantes. Por eso se habla del “Comte bueno” de sus primeros años y el “Comte malo” que le siguió, como diría John Stuart Mill, quien alguna vez fue su amigo. Ya montado en ese recorrido descendente, eventualmente Comte propuso sustituir al catolicismo por una nueva “religión de la humanidad” destinada a ensalzar lo humano y a las ciencias. Comte relató que la idea la tuvo después de la muerte de su esposa y para ello diseñó una iglesia con ritos, sacramentos y un catequismo. La Sagrada Trinidad de la nueva iglesia estaba conformada por la Humanidad, la Tierra y el Destino. París sería el nuevo centro espiritual del mundo y ya no Roma. Además, Comte se autoproclamó Gran Sacerdote de la Humanidad. Curiosamente, esa nueva iglesia no llegó a tener muchos adeptos en Francia, aunque aún existe una capilla, pero sí los tuvo en Brasil, hasta donde se extendió la nueva religión. Para esto el lema positivista ya era más largo: “El amor es nuestro principio, orden nuestra base y el progreso nuestro fin”.

 

El positivismo llegó a América Latina a través de emigrantes o diplomáticos que habían tenido contacto con los positivistas franceses. A los positivistas latinoamericanos les atraía un ingrediente implícito en las enseñanzas de Comte: el de la necesidad de una “élite” social dispuesta a imprimirle su sello “positivo” a la sociedad. El positivismo autóctono latinoamericano fue más bien un remedo del positivismo en Francia y se convirtió en el club político de una élite concentrada en conquistar el poder en nuestras débiles sociedades. En Brasil fueron muy exitosos: la bandera brasileña de 1889 proclama, superpuesto sobre un firmamento, “orden y progreso”. En México a una parte del gabinete del dictador Porfirio Díaz se les llamó “los científicos”, por su ideología positivista. Pero ya antes el presidente Benito Juárez había puesto a Gabino Barreda, un positivista, a cargo de la reorganización de la educación en México.

 

Comte terminó sus días olvidado por el medio científico en el que siempre aspiró a figurar de manera prominente. La cátedra de Filosofía de la Ciencia que le propuso crear a la École Polytechnique fue rechazada desde el principio de su carrera. Sólo podía dar cursos ahí como profesor supernumerario. Hacia el final de su vida vivía de las contribuciones de sus adeptos en varios países. Aplaudió la dictadura de Napoleón III, sobrino de Napoleón, y trató de formar una alianza con los jesuitas en Roma poco antes de morir, en 1857. A no pocos sociólogos les resulta hoy embarazoso que el llamado “padre de la sociología” haya finalmente desembocado en esas profundidades existenciales.

 

FOTO: Monumento en honor de Auguste Comte, situado en la Plaza de la Sorbona, en París, realizado en 1902 por el escultor Jean-Antonin Injalbert/ Especial

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