El deseo dominante de hacer la guerra
Fragmento de El lado izquierdo del sol, novela ganadora del Premio Mauricio Achar que publica la editorial Random House. Bajo este título, el autor hace una reconstrucción del escritor nipón Yukio Mishima
POR CRISTIAN LAGUNAS
Siempre hay una mano dominante. Un esquiador en la mandíbula. Kimitake se afeita. Una cuchilla afilada, una cuchilla espejo. Mediodía. Otra vez ecos de la guerra, sentirse un lisiado a los treinta y dos años. Él pudo haber sido campeón olímpico, colgarse medallas, en cambio, le queda esto, nunca haber matado, deslizar la navaja con rabia. Qué hombre se puede llamar así si no ha cortado garganta ajena. Aquí, en la habitación de hotel, sigue creyéndolo: la muerte es cosa fácil. De ser posible, se iría contra una yugular con la navajita que sostiene. Sería el cuello de un muchacho campesino de la prefectura de Kanagawa, un cultivador de sandías, se imagina, alguien que sepa cargar su propio peso y esté dispuesto a morir por la patria.
Termina de quitarse la espuma y sabe que ya nadie está dispuesto a morir de esa forma.
Que cambió lo más fundamental.
Hoy podría ser el día de llenar la tina y meter la cabeza hasta el fondo, como ha visto hacer a algunos personajes en las películas. Sería él la esposa de un yakuza que, ante la repentina noticia de la muerte de su amante, sabe que va a perderlo todo. Y, sin embargo, no lo hará. Tiene una cita en quince minutos. Una joven norteamericana, especialista en literatura japonesa, lo ha seguido desde Nueva York y quiere entrevistarlo. Han quedado en el restaurante anexo al hotel. Ya debería estar listo, pero pasa la navaja de nueva cuenta, lo retiene la misma operación mental: preguntarse cómo cortaría el cuello del campesino. Concluye que, si tuviera que hacerlo, lo haría con la derecha, su mano dominante. Es dueño de la precisión para usar los dedos y, en general, toda la musculatura, eso le dicen. En el gimnasio, cuando sostiene la barra para levantarla hasta el pecho, los metacarpianos se funden contra el acero. Cuando da un puñetazo al saco de box, los otros palidecen. La mano tiene más de ciento cincuenta huesos, leyó en una revista antes del viaje, una de esas publicaciones que circulan por todos los kioscos japoneses; revistas que no dicen, sin embargo, cómo son las manos de un campesino, por qué un campe sino no puede poseer, como él hace, una navaja de la más alta calidad. Se enjuaga el rostro y tensa los músculos. Cree que recordándose que su cuerpo es joven aún podrá estar listo y salir hacia el restaurante. Está equivocado.
De nuevo esa mañana se ha levantado con la necesidad de usarlo. Lo ha comprado en una tienda de la Quinta Avenida y lo ha guardado en la maleta, oculto entre los pantalones cortos. Un labial Chanel color rojo, tirando a púrpura. No pudo resistirse, él compra compulsivamente. No se lo dijo a nadie. Y ahora va desesperado en ropa interior hacia la maleta, a revolver las camisas y el resto de lo que lleva consigo. Busca, debajo de la tela, como si escarbara en el jardín, la barra de la belleza. La barra de la belleza no es de acero, es la cera con la que se pinta esos labios delgados. De izquierda a derecha, ahí está. Ha quedado igual que Shiro aquellas noches de copas. Se ha pintarrajeado con la torpeza de un infante, ha deseado estar en el carnaval de Río de Janeiro y ahora sí, ante el espejo, sonríe, de pronto se encuentra bailando frente a su imagen, ensayando el paso redoblado, con el color dispuesto a manchar el cuello de quien sea. Enseguida se pone a hacer flexiones en el suelo. Imagina el pie de alguien pisándole la espalda, obligándolo a llegar hasta abajo y subir. Ya quedó atrás el tiempo en el que no podía hacer ni una sola, pero no su curiosidad por los colores brillantes. Cinco minutos después se quita el labial con una camisa blanca; la restriega contra sí, asaltado de vergüenza. Será de nuevo el que estaba dispuesto a ser. Se viste con lo que encuentra, esconde en un cajón la camisa manchada. Ajusta el reloj, muñeca izquierda. Última sonrisa frente al espejo y entonces, una carrera.
A prisa por el corredor lleno de plantas. Un amigo de su editor norteamericano le ayudó a conseguir el hospedaje. El clima de aquella ciudad, a la que ha llegado curioso de ver los atractivos locales y, con suerte, pasar un rato en la playa, es bueno, pero más húmedo que el de Tokio los días del verano. No ha podido ver nada aún. Más tarde irá con la norteamericana a las ruinas mayas. Mientras tanto ocupa una de las sillas de mimbre del restaurante. Los meseros le traen un whisky y un agua mineral. Acomoda la postura. Treinta y cuatro grados y se olvidó de los lentes de sol, qué hacer. Un largo trago al whisky, otro breve al agua mineral. Se entretiene mirando la piscina, las hojas quietas que flotan ahí: son verdes, acá no existe el otoño. Observa el jardín más allá. Y entonces ocurre de nuevo. Se olvida de la temperatura, de la cita próxima, de que está en otra latitud y otro país: un muchacho de cabello revuelto poda los arbustos con unas largas tijeras y Kimitake se concentra en su pantalón de peto, en la tela demasiado gruesa para el clima. Es un chico joven, mucho más que él. Se agacha con dificultad para cortar las zonas que están próximas a la tierra. Se quita el sudor y exhala. De vez en vez gira la cabeza y responde a gritos alguna broma de los meseros.
Los hielos se derriten en el vaso, da lo mismo, Kimitake no le despega la vista. Lo examina. Le gusta, sobre todo, cuando se agacha. Pone los codos sobre la mesa y, bajo su camisa de manga corta, los bíceps se hinchan. Esta es su forma de seducir. Ya desea otra vez, ya está vivo. Espera que el jardinero lo note al girar la cabeza, que se impresione. Ojalá sus brazos sean suficientes para producir el contacto visual.
Algo en la técnica del jardinero —en su forma de abrir y cerrar las tijeras, tan preciso— lo atrae. O tal vez es la piscina lo que lo atrae. Intenta concentrarse en ella, no ser evidente. Si no tuviera que visitar Uxmal más tarde, se pondría el traje de baño y nadaría de un lado a otro ciento veinticinco veces para llamar su atención, pero al tomar un trago más al whisky, concluye que la piscina no es lo importante. Lo importante es que el jardinero se ha detenido y echa un vistazo a las plantas, insatisfecho como un pintor. Que tiene en la mirada la delicadeza que tendría un cultivador de fresas —o de sandías, o de té verde— ante su objeto adorado.
Kimitake desea hablarle, acercarse a él silencioso e invitarlo a su habitación. Eso funcionó en República Dominicana con los jovencitos que paseaban su esqueleto en los parques. Entonces bastaba sonreír, fingirse perdido y preguntar cualquier cosa. Invitarlos de forma casi imperceptible, jalar del hilo, saciar. Acá es difícil, es ya otra cosa, los chicos son diferentes en esta ciudad. Probablemente el jardinero no habla inglés y Kimitake no alcanzaría a decir le nada, se quedaría balbuceando como el torpe extranjero que es a veces. Nada se pierde con intentar. Toma aire y se levanta de la mesa, pero en ese momento llega Sofi, la académica.
—Disculpe la tardanza. No lleva acá mucho tiempo, ¿verdad?
Su japonés es perfecto. Es de madre japonesa, aunque ha vivido siempre en Nueva York. Se acomoda el chongo y coloca su bolso en una de las sillas de mimbre. Él le dice que no se preocupe, que no lleva mucho tiempo ahí. Le sonríe y se acomoda frente a ella, pero experimenta el fracaso del esgrimista que no llegó a quedar ni de tercero, aquel que rompe su propia espada.
Sofi quiere hacer preguntas. Ha leído su primera novela, la segunda e incluso la más reciente, todas en el idioma original. Encuentra significados hasta en el más pequeño detalle, eso la entusiasma. Conoció a Kimitake tras una función de ópera —Rigoletto—, se acercó con la férrea voluntad de la investigadora y le dijo quién era, de quién era amiga, estar enterada de su viaje por América —y por Sudamérica, especificó—. Dijo estar dispuesta a acompañarlo por México y hacer un reportaje sobre él. Ya tengo los boletos de avión, informó, espero no sea molestia.
Ahora él desea nunca haberla conocido. Aunque su relación es cordial y han establecido un amistoso vínculo, alimentado por el café y los paseos en Nueva York, en este momento desearía no tenerla enfrente. Lo ha interrumpido. Ha llegado en el momento menos adecuado. Kimitake se pregunta a veces si Sofi tendrá alguna opinión sobre su cuerpo o si pensará acerca de él. Si se dirá que aquel cuerpo no corresponde con la persona que se había imaginado antes de conocerlo, la persona de los textos. O si tendrá alguna clase de pensamiento privado al que le da vueltas buscando una ruta posible, una explicación.
Es probable que sí, pero no desperdiciará fuerzas en averiguarlo. Responde a sus preguntas con monosílabos y pide a los meseros un segundo whisky. El calor arrecia y ya precisa un trago más. Sofi ordena ginebra. Y mientras esperan, él sabe —al responderle, al contemplar el lápiz con el que anota y el cuaderno vertical de espirales metálicas— que nunca, por más que ella insista, le dará las claves de su interior. No importa cuántas preguntas haga, jamás conocerá la arqueología dentro de él. Su interior es una caja bien cerrada y hace tiempo él se ha tragado la llave. Ella tendría que usar un serrucho o un martillo para ver qué contiene, pero incluso así, es muy probable que no llegue a conclusión lógica alguna. Su cuerpo, por otro lado, ya tiene reservación. Y será para alguien más. Para el jardinero, de ser posible. Para alguien, concluye recibiendo el whisky, que sepa cortar plantas, eso al menos.
—Un mosquito —dice ella.
—¿Dónde?
—Ya se fue.
Aprovechando una distracción de Sofi, él observa al muchacho, pero solo un momento, lo suficiente para captar algo: el antebrazo, la tersura del cabello. Su deseo se construye a tajos y habrá que juntarlos todos.
—¿Le está gustando México, señor Mishima?
—No he podido ver mucho —responde él mirándola y chocando la copa. Llegué enfermo de Haití. México es este hotel.
—Estaba pensando en Kawabata Yasunari, sé que tienen una buena relación. ¿Cree que le gustaría estar aquí?
—Él no puede viajar. Le dan migraña los hoteles. Se cansaría mucho.
—No lo creo.
—Una vez viajamos juntos, yo tenía veintidós. Shimoda, anote. Se pasó la mitad del viaje en cama.
—¿De verdad?
Sofi habla entonces de País de nieve y su discurso va perdiéndose poco a poco. Escenarios tradicionales, montañas, Shimamura el protagonista. Su conocimiento en ballet. Me encanta el ballet, dice él. A mí también, agrega ella, pero quiero que hablemos de la figura de la geisha. Él no quiere hablar de la figura de la geisha ni de los inviernos pasados. Mastica los hielos con tanta fuerza que las encías le duelen. Ojalá Sofi se marchara, ojalá no tuviera que preguntar esto ahora. Así podría mirar al jardinero a su antojo, si no ahí, en otra parte. En medio de un campo de cebada. Evita mirarlo, se dice, o Sofi se dará cuenta de tu deseo, le abrirás un poco la caja que te guarda. Es ya tarde: apenas volvió a mirar al chico tuvo una erección, la tela se elevó con premura. El oído está en un sitio, la mirada busca estar en otro: en la rabia del jardinero, que corta los bambúes con pretendida agilidad. Sus brazos se tensan al abrir y cerrar las tijeras. Acciones rápidas de un lado a otro. Corte. Por encima de las hojas. Corte por detrás de las hojas. Y la erección se afirma.
El chico busca acabar con los tallos amarillentos que invaden el jardín, esa maldita plaga, pero de un momento a otro su ritmo se quiebra y las tijeras van a dar al lugar incorrecto: sus dedos. Una serie de gritos sacude al restaurante, un conjunto de actos busca revertir lo que ya no es posible; los meseros corren en su auxilio, apriétate ahí, dicen, qué chingados te pasó, Julio. El jovencito se contrae como si hubiera sido impactado por una bala de alto calibre. La servilleta blanca que le han dado se pinta de rojo, igual que la hierba, en muy poco tiempo. Nunca más será utilizada en el servicio. Lo que fue una mano quizá jamás podrá volver a ser. Kimitake conduce su propia mano a la boca y se chupa los dedos, Sofi en cambio se sujeta el corazón.
—No pasó nada —dice—. Esto es muy común, muy común…
Los meseros se llevan al herido en menos de un minuto y desaparecen para no volver. Sofi y él quedan solos, junto a la alberca, con los vasos a medio acabar. Las tijeras brillan sobre la hierba.
—Otro mosquito —dice él.
—¿Dónde?
—En su cabeza.
Ella exhala, respira hondo. Ha sido un susto y nada más.
Él se inclina el trago.
—¿Cuál fue su última pregunta?
Sofi ríe, pasa las hojas del cuaderno. Él piensa que todo esto es una desgracia: el jardinero se ha ido. Y la oportunidad de maniatarlo, desollarlo y embestirlo en privado se ha ido para siempre también. Nunca se chocarán las espadas, no habrá combate. El tono de la sangre del muchacho, tan contundente, le recordó el tono de su labial Chanel, un objeto fetiche que de ser posible le pasaría por todo el cuerpo. Y eso es por una razón: el jardinero, a diferencia de él, ha conseguido el físico que tiene haciendo ejercicios de fuerza en el gimnasio de la vida, no en la sala de pesas, algo que siempre es más loable.
Kimitake recordará más tarde su cara, sus antebrazos y sus muslos. Su cabello agitado.
En otra parte. A solas.
Entonces Sofi, mordiendo el lápiz, pregunta:
—¿Qué consejo le daría usted a la juventud japonesa, señor Mishima?
—Les diría que deseen.
—¿Y a usted mismo, de joven?
—Soy joven.
—De mucho más joven, quiero decir.
Kimitake lo piensa un poco, la mira y dice:
—Desea más, me diría. Desea mucho más.
—¿Qué desea el señor Mishima?
—Muchas cosas. A veces deseo labiales de Chanel.
Sofi ríe, eso sería imposible. El que tiene frente a sí jamás podría desear cosa parecida.
Kimitake mira su reloj de plata y alza la mano para pedir la cuenta.
Se hace tarde, deben irse, hay mucho que hacer.
Con los codos sobre la mesa y acercándose a Sofi, dice casi en un susurro:
—También he deseado la guerra, ¿usted no?
FOTO: Kimitake Hiraoka, el nombre de nacimiento del escritor Yokio Mishima, un gran referente de la literatura de posguerra. Crédito de imagen: EFE
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