El día que aprendí que no sé amar

Ene 8 • Ficciones • 2072 Views • No hay comentarios en El día que aprendí que no sé amar

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Fragmento de El día que aprendí que no sé amar

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POR AURA GARCÍA JUNCO

La princesa prometida (The Princess Bride) es una de mis películas favoritas. Ocupaba un lugar importante entre las jornadas exhaustivas de películas medievaloides a las que mi papá me exponía de niña. Fueron éstas las que con el paso del tiempo consolidaron mi interés por los temas medievales y las épocas distantes; pero el culto por las espadas y los vestidos pomposos no fue lo único que me inseminaron. Tanto en esta película como en otras muchas obras ambientadas en otros tiempos, el fenómeno que Christopher Ryan llama flinstonisación (flinstonization), en el que se impone creencias modernas en culturas o fenómenos sociales del pasado,[1] es el centro de la narrativa. En el caso de La princesa prometida, el medievo (sic) se trasviste del Amor Verdadero como lo entendían en los ochenta, y, en gran medida, también ahora. Todas sus relaciones son básicamente iguales que las de cualquier telenovela con Lucerito de niña, pero hay más caballos y vestidos suntuosos. Buttercup, la protagonista, y Westley, su campesino de confianza, se enamoran y se juran Amor Parasiempre, puesto que su amor es Amor de Verdad. Luego Westley es secuestrado por un malvado pirata y muere y Buttercup jura no volver a amar. A partir de ahí, la película entera se vuelve un manual exhaustivo de Amor Verdadero. Algunas de las cosas que mi yo preadolescente aprendió viéndola son:

 

a) El Amor Verdadero es único, sucede una vez en la vida y

 

b) Va más allá de la muerte. (Westley dice explícitamente: “La muerte no destruye al Amor Verdadero, sólo lo retrasa un poco.”)

 

c) Una mujer que decide rehacer su vida luego de que perdió al Amor Verdadero nunca lo sintió realmente. Como ya se dijo en los puntos a y b, sólo puede existir una vez; si hay algún romance después, el primero era sólo una ilusión. Es amor Parasiempre.

 

d) True Love Will Find You in The End, como dice la canción. Hay algo casi mágico y cósmico sobre encontrar el amor que va más allá de lo humano. Que sólo sucede.

 

e) Cuando sucede, sabes que está ahí y tienes que entregarte con todo tu ser para luchar por ello. Si parece no funcionar, el problema es temporal. Lucha y vas a superar todos los obstáculos, incluyendo secuestros, asesinatos, Acantilados de la Locura, príncipes malvados y locos, insultos de tu novio, y demás.

 

Este conjunto de creencias corresponde integralmente a la idea de Amor Romántico S.A. de C.V. que tantas narrativas actuales y pasadas han reproducido hasta transmitir la idea de que es la única y verdadera forma de querer.

 

 

(1) La palabra viene de la caricatura “Los Picapiedras”, en la que una familia prehistórica vivía exactamente igual que una de los años cincuenta, en un núcleo compuesto por padre, madre e hijos, con padre que trabaja, mujer que cuida el hogar. Ryan explica el fenómeno como un traspaso de valores modernos, principalmente desde la ciencia, hacia hechos pasados, por ejemplo, cuando se asume que la monogamia siempre ha sido regla entre los humanos a partir de la experiencia del propio tiempo desde el que se estudia.

 

 

 

Para llegar al Amor Romántico partamos de aquello que se define como “amor”. No pretendo llegar a una conclusión filosófica y elevadísima, digna de un gran señor, sino abordar dos acepciones relevantes.

 

La primera es la que propiamente remite a Eros, Cupido, ese flechazo que más bien podríamos meter en la idea de enamoramiento. ¿Qué se denomina amor cuando se piensa en Cupido? El momento en el que vemos a otro ser y nos enamoramos a causa de un querubín que perfora con flechas, que hiere y castiga con su arma. Un niño inocente que en su travesura lastima. Una está parada en un bar y ese maldito Cupido lanza una flecha que lo cambia todo. La víctima de Eros es, ante todo, pasiva; sólo le sucede. Por ello, también es imposible evitar el evento. Eros es ese levante hormonal que viene de manera inmediata. Esa etapa de enamoramiento que es más fuerte los primeros seis meses (serotonina) y luego sigue existiendo de manera ligeramente más mesurada (oxitocina) por otros pocos años.[1]

 

Es relevante pensar que, en griego antiguo, la palabra Eros refiere tanto a la idea de deseo como de carencia. “Donde Eros es carencia, exige tres componentes estructurales para ser activado: el amante, el amado y aquello que está entre los dos”, dice Anne Carson al hablar de un poema de Safo en el que la poeta ve a un hombre hablar con la mujer que ella ama.[2] Ese espacio, minúsculo o enorme, en el que los amantes nunca se unirán es el motor de Eros. Carson habla de los límites que rodean al ser y que lo definen como una unidad ajena al amante, de ese breve intervalo entre decir te amo y recibir de vuelta un te amo también, de la “ausencia presente” del deseo. Esther Perel, psicóloga especialista en relaciones, señala que “mezclarte” o “fundirte” con tu pareja, cosa común en relaciones largas, es la mejor manera de matar la pasión porque para que haya deseo tiene que haber un límite entre los amantes, el pequeño misterio que es el otro.[3]

 

Este primer periodo de acercamiento a otra persona, en el que se vive a plenitud la incertidumbre de Eros, con todos los movimientos químicos, es el que más idolatra la cultura pop. Es donde viven y perviven la mayoría de las relaciones que vemos en la televisión, la música y el cine.

 

Uno de los pasajes más bellos y precisos sobre el primer enamoramiento aparece en “Dafnis y Cloé”, novela erótica griega, escrita por Longo de Lesbos en el siglo II. El amor y el enamoramiento, lo mismo y a la vez no, son una vez más asimilados. Después de bañarse con Dafnis, el pastorcillo que antes era sólo su compañero, Cloe, también pastora, deja de poder dormir, descuida a sus ovejas y llora sin razón:

 

“Estoy mala e ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me lamento y no perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada a la sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su flauta para que infundiera en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo para que me tomara en sus brazos!, ¡Oh, agua perversa, que a él sólo haces hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no salvan a la doncella que se crió con ustedes? ¿Quién las coronará de flores después de mi muerte?…» Así padecía, así se lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor.[4]

 

El saetazo atraviesa la carne, descubres como pocas veces que el otro es un ente ajeno, y lo descubres en tanto que quieres que no lo sea. El enamoramiento concebido así no ofrece certezas, sólo posibilidades y, en muchas ocasiones, miedos. A la par, ofrece un estallido de deseo, no sólo sexual sino también de cercanía, de conocimiento, y, en nuestra cultura, de posesión. Dentro del discurso machista y heterosexual, esta posesión es del hombre a la mujer, pero, en menor medida, también la es de la mujer al hombre.

 

La necesidad de poseer se basa en la ilusión de seguridad que brinda. Es una forma de aplacar lo volátil de Eros. Enamorarse puede generar adicción, y, como veremos después, algunos adictos no tienen empacho en dejar cadáveres emocionales en su camino con tal de obtener más y más droga.[5] A esta adicción abonan otros factores, como el imperativo cultural de querer siempre más; las nociones predominantemente masculinas de cacería, de justificar la hombría mediante las mujeres que se “poseen”, la adicción al poder, al dominio del otro. Ya sin el glamour del término, enamorarse puede ser adictivo porque abarca muchas satisfacciones: desde la de conseguir algo que se quiere, el goce de las hormonas en el cuerpo, la emoción, la intriga, la novedad. Querer repetir la experiencia es tentador para muchos. Para otros es aterrador. Quién no conoce a uno de esos maravillosos ejemplares de patán que viven de esos pequeños destellos de hormonas, y, una tras otra, conquistan mujeres de las que creen enamorarse pero que luego desechan una vez que son correspondidos. En estos patrones, además de historias personales que habría que ver una por una, hay elementos culturales.

 

Con todo esto a cuestas, recuerdo a una amiga decirme con ojitos de borrego que este tenía que ser el bueno, que su corazón no la podía estar engañando; era el amor de su vida, se tenían que casar… llevaba tres semanas de conocerse (¿Quién no ha sido esa amiga?). La importancia que se atribuye al enamoramiento es altísima. Se toma como un omen de algo más elevado, se dice que hay que seguir al corazón, metáfora imprecisa que reúne química y cultura. Muchas personas que preguntan sobre amor no monogámico inician con ese cuestionamiento: ¿qué pasa si te enamoras?, ¿qué pasa si el otro se enamora? El tono de voz con el que esto se dice es cercano a la agonía. Probablemente esa pregunta sea una de las que más temores causan, en parte porque el enamoramiento es tan pesado, tan fuerte y tan poderoso, que es difícil aceptar que puede no ser la definición completa de amor. Que cuando Cloe se enamora de Dafnis descubre sólo una pequeñísima parte de lo que es. Que puede ser sólo un hecho puntual y no una promesa a futuro. Que se puede localizar en otro espacio distinto al del absoluto del Amor Romántico que dice que debes estar para siempre con quien te enamora (y una persona a la vez). Por eso cuando se habla de relaciones abiertas, es difícil pensar en que una sensación tan fuerte la pueda sentir mi pareja… por alguien más.

 

El término energía de nueva relación (ENR), extendido entre las comunidades poliamorosas desde los años noventa, designa el conjunto de emociones y sensaciones físicas que surgen al inicio de un nuevo vínculo. Se ve como algo deseable para establecer conexiones, pero a la vez como un suceso que debe ser gestionado[6] emocionalmente. Cualquiera que haya estado enamorado sabe que las sensaciones son tan fuertes que pueden distorsionar algunas percepciones y llevar a decisiones precipitadas (hola, querido exligue al que vi como una estatua de mármol durante un mes y que ahora dimensiono como el simple mortal que eres). Cuando se piensa desde esta perspectiva, a diferencia del Eros, se parte de la idea de que debe ser reflexionado. Lo principal es explorar la maraña de expectativas y miedos que sentimos cuando nos enamoramos.

 

Después de terminar una relación larga, me regalé a mí misma un periodo de madrazos seriales enamorándome única y exclusivamente de personas inalcanzables, ya fuera porque estaban lejos, porque tenían pareja, porque estaban emocionalmente indispuestas. Nada me parecía más encantador que el olor a rechazo, que poder decir “yo puse todo, me quiero comprometer, pero pues la otra persona no”. Y así andaba yo, bien enamorada (x4), penando por la vida. Me pregunto si aun sabiendo y creyendo y habiendo pensado todo lo que me he dedicado a pensar los últimos años habría canalizado mejor mis enamoramientos, pero lo habría intentado al menos. En la idea de gestionar la energía de una nueva relación no se niega lo hormonal del fenómeno; sólo se invita a reflexionarlo, a construir desde la educación emocional y no desde la idea del designio divino del deseo.[7] Sin la dosis de Amor Romántico del enamoramiento se pueden evitar muchas desgracias.

 

En nuestra narrativa cultural, el Amor Verdadero parte del poder de Eros, se conoce desde el momento del flechazo (el momento puede referir a un lapso más amplio), y perdura hasta el Parasiempre que Westley y Buttercup, mi querida Princesa prometica, ven más allá de la muerte. Menos que eso es traición. O peor: es fracaso. ¿Cuántas veces no nos hemos cuestionado que una relación “no va a ningún lado”? Y, ¿cuántas relaciones malas no siguen porque su fin sería admitir que no fueron importantes o que se erró al elegir? Si dejamos todo por amor, cambiamos de país, olvidamos amigos, rompemos con la familia, ¿cómo admitir que era sólo algo temporal?

 

La narrativa del Amor Verdadero afirma también que Eros nunca desaparece. Westley y Buttercup seguirían cogiendo a sus 40 años, profundamente enamorados luego de veintitantos de relación, edad en la que ambos morirían (sólo para mantener un poco de rigor histórico con el promedio de vida medieval) en sus camas, agarrados de la mano. Nunca tendrían ojos para nadie más. Las tentaciones (nótese la cristiandad del término) podrían haberse presentado, pero serían despejadas con el poder de su arma más valiosa, el Amor. Amantes hasta el último día. Ese es el lugar de Eros en el Amor Romántico: es el primer paso al Parasiempre, que a la vez perdura hasta el fin.

 

El problema, como Perel señala en Mating in Captivity: Reconciling the Erotic and the Domestic, viene ya implícito en la fórmula. Actualmente, buscamos que nuestra pareja sea un puerto seguro contra el mundo tempestuoso de allá afuera. Lo seguro es lo previsible, lo que se tiene en las manos. Eros, la tormenta inaprensible. El romance del siglo XXI es la promesa de que se pueden cubrir ambas necesidades en un sólo sitio. Basta ver los comentarios que recibe el libro en GoodReads[8] para tener un atisbo de la furia que desata la idea de que pasión y seguridad (o cierta idea de ésta) son poco compatibles a largo plazo, especialmente en un mundo en el que el pronóstico de vida es del doble que hace 150 años.

 

Aquí podemos conectar con el segundo sentido de Amor Verdadero, el que, dejando a un lado el flechazo, se finca en la idea del Parasiempre: seguridad, bienestar, paz. Tiene de fondo la idea de la media naranja. Cuando la encuentras, todo se soluciona. Nace en parte del diálogo platónico de El simposio en el que Aristófanes narra que, en el inicio del tiempo, los humanos eran un ser de dos mitades. Había tres sexos, mujer-mujer, hombre-hombre y mujer-hombre, esferas con patas y manos que, al pretender subir al Olimpo, fueron partidas a la mitad por Zeus. Todes buscamos a nuestra otra mitad, que es una y sólo una, que nos hace un ser completo, le da sentido a nuestra existencia. Estamos unides a esa mitad por un hilo rojo. Una vez reencontrades, nada puede separarnos. Qué bonito, qué precioso. O eso dice este mito que está entre los fundacionales del Amor Romántico. (Se nos olvida que Aristófanes era un cómico.) Buttercup nunca volvería a amar una vez perdido Westley, porque sólo él era su mitad. Y ahí andamos buscando a esa otra mitad, ese ser único, entre una multitud de personajes de los más variados, como si la vida fuera un libro de “Encuentra a Wally”. Listas para encerrarlo con nuestro plumón (rojo) en el momento en que emerja entre tres sombrillas de playa y un tiburón.

 

 

(1) En muchos lugares se encuentra referida esta cuestión química. En el documental que mencioné antes, “El Amor, más que un sentimiento” se expone un panorama de ello.
(2) Eros the bittersweet, Dalkey Archive Press, p. 23
(3) Esther Perel, Mating in Captivity: Reconciling the Erotic and the Domestic
(4) Traducción de Juan Valera, modernizada por mí. Se puede leer aquí: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/dafnis-y-cloe–0/html/feffe876-82b1-11df-acc7-002185ce6064_1.html
[5] Y, de hecho tiene ciertas características compartidas con la droga. https://psicologiaymente.com/neurociencias/quimica-del-amor-droga-potente
[6] A mí eso de la “gestión” emocional, de la relación como “proyecto” y otros muchos términos (por demás útiles) de las relaciones actuales me suenan como a que estoy administrando una empresa en vez de pensando mis sentimientos. Intentaré moderarlos en la medida de lo posible pero no se pueden evitar por completo.
[7] También existe el concepto de limerencia, que Dorothy Tennov acuñó en 1977. Se refiere a la obsesión que muchos individuos sienten por un objeto de deseo. En gran medida está fincado en el pensamiento obsesivo e idealizado sobre el otro y no necesariamente requiere tener una relación para detonarse.
[8] Por ejemplo, esta reseña que le da al libro ¡1! estrella: “Mientras leía este libro, de pronto me encontré cuestionando mi matrimonio desde todos los ángulos. Aparentemente tendría que mantener una distancia con mi esposa o nos vamos a aburrir el uno del otro. ¿Quizás me fío demasiado en la comunicación verbal para expresar mis emociones? Claro, las cosas van muy bien por ahora, pero ¿estoy montando el escenario para un segundo acto miserable? ¿Mi esposa sería más feliz si estuviera casada con alguien que no hable inglés? Renuncio. No necesito un libro que me haga cuestionarme y dudar de los aspectos felices de mi vida.”

 

 

 

FOTO: El día que aprendí que no sé amar, de Aura García Junco; México, Seix Barral, 2021, 242 pp.

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