El diablo viaja en camioneta

May 27 • Conexiones, destacamos, principales • 6244 Views • No hay comentarios en El diablo viaja en camioneta

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Localizado en la Costa Grande de Guerrero, Coyuca de Benítez es un municipio asociado a la violencia extrema del crimen organizado, aunque, como recuerda el cronista, hubo un tiempo en que este poblado era una fiesta constante

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POR J. C. GUINTO

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Coyuca de Benítez. Regreso a Coyuca. Al bajar del autobús tomo un taxi colectivo para ir a casa de mis padres. Una mujer sentada junto a mí se pone a platicar, sin que nadie se lo pida, del joven que balacearon en las ruinas del mercado municipal. Dice que el cuerpo quedó tendido en el piso, que nadie fue a recogerlo, que en la mañana la gente caminaba cerca de él como si nada. Ha habido tantos muertos, que ya muy pocos los miran. La mujer suda, todos sudamos apretados en el viejo Tsuru que petardea por las calles. El conductor no habla, sus manos aferran el volante. He oído que los narcos utilizan a los taxistas para llevar droga hasta Acapulco. A veces los matan cuando no acatan sus órdenes, cuando no quieren pagar el derecho de piso, el derecho a ganarse la vida. Amanecen sin cabeza, sus miembros desperdigados por la carretera. Se vive en una encrucijada, en una guerra entre distintos cárteles de la que pocos quieren hablar. Por donde pasa el taxi huelo el humo de las conchas de coco que se usan para calentar hornos, también huele a pollo asado, a pescado frito. A lo lejos algunos cerros arden para la roza, y a veces flota y cae ceniza. Coyuca de Benítez se encuentra en la Costa Grande del Estado de Guerrero, sobre la carretera federal Acapulco-Zihuatanejo.

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Mis padres me reciben en casa. Mamá ha hecho caldo de camarones y salgo a comprar tortillas. En la esquina de José María Gómez y Vicente Guerrero, hay una cruz rodeada de flores de plástico en recuerdo de un hombre que mataron el año pasado. El cerro de la Campana, en lo alto, se ve tranquilo. Los coches pasan rápido a mi lado, taxis y camionetas destartaladas. Hay poca gente caminando en las calles. Llego a la tortillería, frente a ella se ven los restos del mercado. Después de un incendio, sumado a los estragos que provocó el penúltimo temblor de la zona, el mercado se resquebrajó y las autoridades lo derrumbaron. Sus ruinas continúan en el mismo lugar, esperando a que el presidente municipal decida qué hacer con el espacio. Comentan en la fila que ya vendió el terreno y se embolsó el dinero, pero nadie sabe para qué se utilizará, quizás para un súper mercado o una terminal de autobuses. Pago las tortillas y salgo. En la calle oigo que venden pan, fruta, agua de coco, algunos locatarios se han negado a abandonar las inmediaciones. Los otros fueron reubicados en un nuevo mercado municipal, a las afueras de la ciudad, que casi nadie visita porque hay que pagar transporte para ir y regresar.

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Camino cerca del ayuntamiento, en un costado hay policías municipales, cargan armas, traen puestos lentes oscuros, gorras negras, brillan de sudor. Es el único lugar dónde se los encuentra. No hacen rondas, no vigilan, sólo están allí, a un costado del ayuntamiento, esperando órdenes de no se sabe quién.

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En la carretera la policía federal patrulla. El ejército hace retenes, revisan taxis, coches y autobuses. Los soldados son corteses, detienen a los automovilistas y les avisan que harán una inspección. Sacan las maletas, los chiquihuites con nanches, las bolsas con tamarindos, las canastas con empanadas de camote. Muy bien, dicen cuando terminan de buscar droga en vano, y dejan que continúen el camino. Durante las noches no hay revisiones ni retenes habilitados. En la madrugada, los choferes de los autobuses que van hacia San Jerónimo o Tecpan, acuerdan por seguridad irse en convoy y se encuentran antes de cruzar el Libramiento hacia Coyuca. El Libramiento es una carretera que se utiliza para desviarse del puerto de Acapulco y llegar más rápido a la ruta que lleva a Zihuatanejo. Los robos son comunes, los asaltantes tiran troncos de palmeras que hacen que los coches se detengan, y a punta de pistola asaltan a la gente muy cerca de los retenes.

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Mis padres me platican durante la comida que fueron extorsionados por teléfono. Les marcaban diario, día y noche, les gritaban, los amenazaban con secuestrarlos o matarlos si no pagaban. Papá lo hizo, les entregó dinero, pero las llamadas no cesaron. Tuvieron que cambiar sus números telefónicos. Aun así, cada vez que suena el teléfono, se sobresaltan. No hicieron la denuncia ante la policía porque creen que es una pérdida de tiempo. Comemos y hablamos del calor que hace, alguien pasa vendiendo pescado, mamá escoge unos huachinangos de ojos grandes y paga. Después pasa el de los raspados, luego la de las gelatinas. A las ocho de la noche, cesan los ruidos de la calle. Antes la algarabía continuaba hasta mucho más tarde.

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Coyuca de Benítez siempre tuvo fama de gente brava. Los conflictos, en general, eran por la posesión de la tierra y muchas veces se resolvían a machetazos. Si había fiesta era común que alguien matara a otra persona sólo porque lo miró “mal”. A Manuel Zamacona, personaje de La región más transparente, de Carlos Fuentes, lo matan de esa forma en una cantina del municipio de Coyuca, sólo por mirar.

Militares vigilan las playas de Acapulco para prevenir delitos y mantener la seguridad de los vacacionistas. /Bernardino Hernández/Cuartoscuro.

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Terminamos de comer. Subo a mi recámara, miro las fotos que mi padre pegó en la pared. En ellas aparezco vestido con el uniforme de la secundaria. Recuerdo, motivado por las fotos de mi graduación, que un día del año 1996 mientras caminaba para ir a visitar a mi novia, en la carretera federal apareció un grupo armado. Eran los guerrilleros del Ejército Popular Revolucionario. Estaban encapuchados, marchaban en silencio cargando armas. Ese día se cumplía un año de la matanza de Aguas Blancas. Hacían pintas en las paredes en las que se mencionaba al gobernador Rubén Figueroa Alcocer, a quien acusaban de mandar matar a un grupo de campesinos. Los guerrilleros salieron en las noticias de esa noche. Los vecinos, los comerciantes, la gente que andaba por la carretera federal, sólo miraron a los encapuchados, nadie dijo nada y cuando se fueron todos regresaron a sus actividades. Dejo las fotos y bajo con mis padres, les pregunto si recuerdan al EPR, mencionan que sí, pero que ya no se ha vuelto a oír de ellos, dicen que andan en la sierra.

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De niño con mis amigos subíamos cerros, nos metíamos a las huertas a recoger ciruelas y mangos; nadábamos en los canales, en el río, en la laguna; perseguíamos cuches que se escapaban de los chiqueros; de adolescentes, por las noches, asistíamos a la discoteca, a fiestas en las que cerraban calles para servir barbacoa de pollo, relleno y agua de tamarindo. Coyuca era una fiesta constante, lugar de bailes y carcajadas. En la novela Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín, los personajes se impresionan con las montañas azules de Coyuca, y después de un viaje alucinado, terminan en la laguna donde “La vegetación se contorsionaba, fantasmal, iluminada por las luces débiles del crepúsculo y por la luz blanca, cada vez más expandida, de la luna”. Los paisajes siguen conservando su belleza, pero las celebraciones del pueblo costeño han enmudecido. Antes había fiesta, música. La gente salía en las noches a jugar basquetbol en la cancha del centro, muy cerca de la iglesia blanca. ¿En qué momento se fue al carajo?, es algo que todo mundo se pregunta pero que nadie contesta. Muchas personas siguen aquí, como mis padres, a pesar del incremento del narcotráfico, los secuestros, las extorsiones y los asesinatos, se aferran a la costa, al arroz con frijoles y queso, al cuatete, a las puestas del sol en la playa, a sus difuntos enterrados en el camposanto. Otros se han ido para no volver a ser extorsionados. Pocos se atreven a denunciar. Acá muchos callan cuando son víctimas de algún delito, tratan de no sobresalir. Hay poca prensa local, las tiradas son ínfimas y sobresale la nota roja. La información se basa en rumores, dichos, hay escasa investigación y se tienen pocas certezas de lo que realmente está pasando. Nadie quiere ser periodista, nadie quiere ser blanco de los narcotraficantes.

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Acompaño a papá a ver una película en la televisión. Pasan Un domingo cualquiera, de Oliver Stone. Ese mismo director, en 1986, dirigió Salvador, protagonizada por James Wood. Parte de la película, que trata sobre un periodista atrapado en la guerra civil salvadoreña, fue filmada en Coyuca. Se ve el ayuntamiento, el mercado, el río y la playa. La ciudad aparece y desaparece entre el polvo y las balas, muy parecido a la realidad que se vive ahora.

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Suena el teléfono, una de mis tías que vive en Acapulco pregunta por mi abuela, mamá le dice que ha estado bien a pesar de la edad. El pueblo en el que vive mi abuela se llama San Salvador de las Pozas. Cuando la visito miro que el lugar parece abandonado. Muchos se fueron a trabajar a los Estados Unidos, pero otros han regresado, en parte por añoranza, pero sobre todo a consecuencia de las duras políticas migratorias de los gringos. Regresan y encuentran que el pueblo sigue casi igual. El viento alza el polvo y las ramas de las parotas se balancean, las nubes se aferran a los cerros y los perros flacos buscan escapar de las moscas. La diferencia es que ahora aparecen en las huertas cuerpos de jóvenes balaceados. Dicen las autoridades que eran narcomenudistas, pero los familiares, entre gritos y lloros, lo niegan. Nadie sabe en realidad por qué los mataron ni de dónde vienen las negras camionetas con el vientre lleno de hombres armados. Dicen que son de Michoacán, otros dicen que son de Acapulco o de Jalisco. Lo que sí saben es que cuando llegan se tragan a la gente y escupen sus restos en la madrugada. Después aparecen los políticos enfundados en blancas guayaberas, dan el pésame a las familias, prometen justicia, seguridad, desarrollo, educación, dicen estar indignados con lo sucedido, y luego se van con sus escoltas y se olvidan de sus palabras. Atrás, en el pueblo, la gente se queda con sus muertos. Antes, don Cruz, un viejo que era huesero y vivía bajo las faldas del cerro de la Campana, decía para impresionarnos, que si alguien quería ver al diablo sólo tenía que ponerse las pestañas de un perro muerto. Ahora no es necesario, el diablo viaja en relucientes camionetas negras con los vidrios polarizados, y le fascina el perico.

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Hoy la gente está encerrada. Casi nadie sale. No hay música. Pocas personas acuden a la playa. En las esquinas de la ciudad, en los rincones, en las huertas, aparecen cadáveres. Y a pesar de todo, los árboles de mango florecen, el río fluye hacia la barra, las olas caen una y otra vez en el mar abierto, y los pelícanos vuelan con las alas extendidas bajo un sol tibio. Como dice el escritor Fabián Casas, “El mundo es un lugar hermoso cargado de tristezas”.

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Es de noche, los grillos cantan y se oyen balazos en la lejanía. Las campanas de la iglesia también suenan a lo lejos, mi madre reza.

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FOTO: “Coyuca de Benítez, en la Costa Grande, siempre tuvo fama de gente brava. Los conflictos, en general, eran por la posesión de la tierra y muchas veces se resolvían a machetazos”. En la imagen, el cuerpo de un hombre asesinado en la Autopista Viaducto Diamante, en Acapulco, en noviembre de 2016./Bernardino Hernández/Cuartoscuro

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