El dispositivo de Agamben
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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Pobres de los franceses que todavía necesitan anunciar a un filósofo italiano como “el más francés de los filósofos italianos”. No sé si Giorgio Agamben (1942) sea eso que venden los galos o uno más de los a menudo fascinantes italianos intoxicados de germanismo, en su caso, tonsurado el caldo con las aguas de Foucault. Todo ello viene a cuento porque en París se acaba de publicar Homo Sacer. L’Integrale 1997–2015 (Seuil), de Agamben y en Verona Autoritratto nello studio (Nottetempo), libro ilustrado donde uno de los pensadores más influyentes de nuestros días le quita el cerrojo a su intimidad y nos permite pasear la mirada por sus libreros, fetiches y álbumes de familia.
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Antes de hablar, otro día y con mayor propiedad, de Homo Sacer, obra donde se despliega la sagacidad y la erudición, la pedantería y la hipersensibilidad de Agamben, conviene examinar un libelo (en el sentido estricto de la palabra, es decir, brevedad fácil de portar y de leer), desplegado a la venta en las cajas de las librerías europeas, traducido en francés como Qu’est–ce qu’un dispositif?, resumen, convenientemente popularizado, de las densas ideas del teórico romano. A Agamben, como a usted y como a mí, le aterra la dependencia desarrollada por los humanos ante esos dispositivos, los cuales, virtualmente (en ambos sentidos de la palabra), manejan nuestras vidas.
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A la sombra de Foucault pero sobre todo de la de su maestro directo en el seminario de Thor, Martin Heidegger, Agamben, para empezar pepenando algunas ideas contenidas en el número más reciente de Critique (enero–febrero de 2017), dedicada al italiano, es un filósofo nominalista –las cosas son como se llaman– y ello lo convierte en víctima frecuente de la confusión –humana, demasiado humana– entre las opiniones y los hechos, con un grado de sofisticación, sin duda, más alto que el del común de los mortales. Descree Agamben de la libertad individual, pues históricamente los hombres hemos estado sujetos al dominio supremo de los dispositivos, palabra empezada a usar por el profético Foucault y que para él significaba la forma mediante la cual nos atrapan los poderes. La Iglesia, la cárcel, la escuela y el manicomio fueron, a su manera, dispositivos–telarañas. Sorprendentemente, un adventículo muy probablemente diabólico, como el Iphone o su equivalente de Samsung, no es del todo nuevo para Agamben: sólo perfecciona e individualiza el dominio del nombre sobre la cosa.
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La argumentación foucaultiana de Agamben tranquiliza, acaso: vino viejo en odres nuevos. A diferencia de otros pensadores contemporáneos, contrapuestos con violencia entre sí, como John Gray o Zizek, el autor de Homo Sacer no ve del todo novedoso ese empoderamiento posterior a la Ilustración. Sí encuentra, en cambio, una peligrosa diferencia de grado. Dice Agamben, en Qu’ est–ce qu’un dispositif?, que nunca en la historia de la humanidad, al menos en las democracias más ricas, existió un cuerpo social tan sumiso y dócil ante el poder. El postcomunista Badiou afirma algo similar: ya hubieran querido tiranos como su admirado Mao tener un control megaorwelliano del individuo como el guardado celosamente por el poder en su almacén cósmico de megadata. Tiendo a pensar lo contrario: estamos en sociedades contenciosas abrumadas por el agotamiento de la democracia, por la insumisión virulenta del populismo de derechas, con una izquierda pasmada, en un mundo trágicamente indeciso entre la migración y la frontera. No veo sumisión. Veo un consenso amenazado.
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Hay dos maneras de descreer de Agamben. Una, del orden conservador, le diría que desde tiempos inmemoriales, las masas son serviles, gracias a la fe o a la coacción, ante el poder. Más dóciles que nosotros lo fueron los europeos durante la Edad Media, despojados de su vida terrena y hasta de la ultraterrena por la Iglesia Católica y sus señores, implacable en llevarlos a la guerra y en someterlos a todo cuanto regulase lo que antes se llamaba el feudalismo. Del otro lado del Atlántico no es necesario mirar una película de Mel Gibson para enterarse del sometimiento implacable –ajeno religiosamente a toda noción de individuo– padecido por los súbditos de los soberanos aztecas o mayas. Siempre, sólo en Occidente (lo siento) hubo insumisos y su destino fueron la hoguera y otros tormentos. ¿Para qué entonces, le diría un conservador a Agamben, preocuparse de la servidumbre voluntaria de las masas de hoy, cuando Foucault dixit, siempre la hubo y siempre la habrá?
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Un liberal podría enfrentar a Agamben en un terreno en el cual el italiano es ducho y sabio, la patrística. La libertad es un don de Dios derivado del libre albedrío: San Agustín versus Pelagio. Contra lo supuesto por la escuela de Frankfurt y por Foucault, el hombre se ha ganado su libertad política, día con día, al menos desde el Renacimiento, y en esa hazaña, diría Croce, nos batimos. Según las circunstancias, los adventículos esclavizan o liberan: millones de personas, amenazadas por la miseria, logran hacerse de teléfonos inteligentes para distraerse y sobrevivir. Otros llevan una existencia reptílica con su Iphone, como se la pasaron sus ancestros arriados hacia las iglesias, las mezquitas o los coliseos ideocráticos, aunque la fe también se derive, para algunas teologías, de la libertad.
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Yo veo, insisto, otra sociedad que la de Agamben. Aunque comparta sus pesadillas las encuentro sujetas a disiparse gracias al libre albedrío. Creo, como él, en la comunidad antes que en la identidad. Pero en uno de los ensayos de Homo Sacer, el dedicado a los campos de concentración nazis, aparecen los intocables entre sus víctimas, los llamados “musulmanes”, prosternados suplicando por la muerte más rápida, agónicos, despreciados por quienes todavía luchaban por sobrevivir. En estas creaturas Agamben –mañoso y morboso– cree observar a los hombres de nuestro siglo. El guiño no sólo es ofensivo para aquellas víctimas, sino un caso típico de confusión entre la idea y el hecho. También es el eje del llamado “biopoder” foucaultiano, que para el filósofo italiano caracteriza al dispositivo, dueño del cuerpo, de la muerte y de la vida. Judith Revel, en Critique, le dice no a Agamben. Los campos no “fabricaban” ni siquiera cadáveres, como lo dijo Heidegger en una de las escasas veces que se refirió a ese, para él, enojoso asunto. Se asesinó sistemáticamente sin ninguna razón, técnica o no, que lo amparase. Dejemos de leer a Heidegger a la sombra de Foucault, le exige Revel a Giorgio Agamben, rescatando, por enésima vez, a la Ilustración de sus enemigos. Dime qué dispositivo te usa y te diré quién te domina.
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FOTO: “Nunca en la historia de la humanidad, al menos en las democracias más ricas, existió un cuerpo social tan sumiso y dócil ante el poder”. En la imagen, un hombre camina frente al logotipo de la empresa Apple, en San Francisco, Estados Unidos.
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