“El encanto del rock debe reinventarse”

Ene 20 • Conexiones • 4109 Views • No hay comentarios en “El encanto del rock debe reinventarse”

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Explorador del vértigo y lo dionisiaco en géneros como el rock, el punk y el mismísimo pop, Simon Reynolds regresa con Como un golpe de rayo (Caja Negra), su más reciente libro, en el cual aborda el glam, esa suerte de pantomima de la libertad, el exceso y la lujuria que elevó a la cúspide a David Bowie. Aquí una entrevista con el crítico inglés

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POR LEONARDO TARIFEÑO

El primer contacto del inglés Simon Reynolds con el punk fueron “las blasfemias, la vehemencia y, sobre todo, el horroroso barullo” que salía del cuarto de su hermano. A la sorpresa le siguió la curiosidad, y luego la fascinación por “una contracultura que, aunque fragmentada, compartió la creencia de que la música podía cambiar el mundo”. Desde entonces, dedicaría su vida a entender, explicar y difundir lo mejor del soundtrack que lo rodeaba y expresaba la rebelión juvenil en cada rincón del planeta. Nacido en Londres en 1962, rápidamente se convirtió en uno de los principales críticos de la muy influyente revista Melody Maker, medio desde el que enriquecería el campo de la naciente crítica de rock con una intuición sociológica muy próxima a la que Greil Marcus consolidaría en su clásico ensayo Rastros de carmín (1989). Creador del término “post-rock” y escritor convencido de que “la crítica musical debería golpear con el raw power del que hablaba Iggy Pop”, Reynolds vuelve a intervenir en la cultura de su tiempo con Como un golpe de rayo (Caja Negra), volumen en el que, como en Post-punk y Retromanía, analiza un momento central del rock para desentrañar la sensibilidad de una época.

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Con la mira puesta en el glam de Marc Bolan y David Bowie, en Como un golpe de rayo piensa el futurismo irónico de Ziggy Stardust, reflexiona bajo el influjo de Gilles Deleuze e intenta seguir las lecciones de Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, “la primera obra maestra de crítica de rock, escrita un año antes de que el rock existiera”. Todo un desafío para un autor que no ignora que los nuevos hábitos de consumo cultural han transformado el impacto social de la música, en una época en la que aquel “horroroso barullo” ha dejado de escandalizar.

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¿Cree que la música aún es “el centro de la cultura joven, el pegamento que conecta todo con todo”, como en sus años de crítico en Melody Maker?

Me parece que la música tiñe la vida cotidiana de la gente joven –o de todas las edades, tal vez– sin ser, necesariamente, su centro. Hoy la música está en toda partes y es más accesible que nunca, pero parecería que se ha devaluado. Antes, parte de su valor se relacionaba con el hecho de tener al alcance sólo unas pocas cosas, lo que creaba una relación más intensa con ciertas piezas musicales en particular y la música en general. De una manera curiosa e inesperada, la facilidad del acceso a la música ha tenido un efecto más negativo que liberador, porque ahora nuestras elecciones no nos cuestan nada, y nuestra actitud actual hacia la música incluyen el desgano y cierta indolencia. Nuestra atención se ha desplegado hacia un rango más amplio de cosas, pero ha perdido intensidad.

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¿Lo dice en general o en el caso específico de los jóvenes?

En general. Mi percepción en el caso de los jóvenes es que, aún cuando la música tiene una presencia ambiental en sus vidas y obviamente les causa disfrute y placer, su rol en la formación de la identidad se ha reducido mucho. Hubo una época en la que cada tipo de música creaba una identidad: había una fuerza emocional-libidinal en la tribu urbana del heavy metal, otra en la del hip hop, y así. La sensación que teníamos los que nos involucrábamos con tal o cual género era la de apoyar una causa y formar parte de un movimiento. Actualmente los chicos son mucho más eclécticos, sobre todo porque pueden serlo: tienen un abanico muy amplio de música a su disposición, instantánea y gratis. Quizás por eso el ardor del fanatismo ya no es tan frecuente como antes.

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¿Ese cambio en el consumo social de la música supone una pérdida?

No necesariamente. Es un rasgo de la época: la música ya no representa la vanguardia de la cultura, como ocurrió en los sesenta, en los setenta con el glam rock, durante la era punk-postpunk o incluso en los noventa con el grunge, el rap y la cultura rave. En esas épocas, la gente le atribuía a la música una cualidad casi mesiánica. Por ejemplo, los fans de The Smiths veían al grupo como la fuente de su propia salvación. La música estaba muy relacionada con otros aspectos de la cultura popular, como la moda y el cine, pero siempre ocupaba el lugar privilegiado. Era lo que marcaba el pulso de la época, el zeitgest. La música actual, aún cuando mantiene sus funciones vitales de baile y entretenimiento, compite con otras zonas muy potentes en la economía de la atención, como los videojuegos, las apps, las redes sociales, los memes y YouTube. De hecho, a veces siento que a la juventud hipster la entusiasma más lo que tiene que ver con la comida que con la música.

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En sus libros siempre destaca la relación que las distintas formas del rock, tanto el postpunk como el glam, tuvieron con la innovación y el futurismo. ¿Cree que esos rasgos permanecen ligados al rock?

Creo que hoy ese sentido futurista lo encarnan, de una manera muy intensa y convincente, la cultura tech, las apps y las redes sociales. La sensación que nos hace decir “¡todo va demasiado rápido!” la tienes con tu teléfono, o incluso con un automóvil. Y esa misma sensación era parte de la música hasta los noventa, con la electrónica rave, el hip hop y el dancehall. El tema ahí es que los sonidos electrónicos y los procesos digitales representaron la idea de futuro durante mucho tiempo, y su uso quedó desgastado. Hay mucha música electrónica –minimal e hipnótica, pero también abstracta o rítmica disfuncional– que, si la escuchas ahora, te evoca la idea de futuro que había en el pasado. Son hipno-pulsos, micro-síncopas y procesos digitales de voces que se pueden rastrear hasta los años cincuenta, o antes aún.

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El hilo conductor de la música que le interesa especialmente, del punk garage al jungle, es lo “dionisíaco”. “No se trata de las canciones, se trata de ‘encenderse’”, ha dicho. ¿Podría ampliar más esa idea?

Bueno, primero debería aclarar que ésa no es la única música que me interesa. Me gustan mucho los discos que crean una atmósfera, como In a silent way, de Miles Davis, Another green world y Old land, de Brian Eno, y The plateaux of mirror de Eno y Harold Budd. Y dentro del rock me encantan algunas cosas que le sorprenderían a quienes sólo me conozcan por el libro Post-punk. Me gustan mucho los clásicos del soft-rock como Fleetwood Mac o la Joni Mitchell de Hissing of summer lawns, así como el roots reggae o el pop africano de King Sunny Adé. Pero también es verdad que buena parte de la música que me gusta busca el vértigo y “lo dionisíaco”, digamos. Una línea que va de “Shaking all over” de Johnny Kid and the Pirates a “You really got me” de The Kinks y “Loose” de The Stooges, y de ahí a “Zoo music girl” de The Birthday Party y “Feed me with your kiss” de My Blood Valentine… y más allá por supuesto, hasta la era electrónica de The Prodigy y The Mover.

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Hecha la aclaración…

Sí, bueno, lo de “no se trata de las canciones, se trata de encenderse” significa que para mí lo importante no es la canción en sí misma sino la incandescencia de la energía que surge a través de la estructura de la canción, como el fuego que enciende una casa. Claro que para que el fuego arda, necesitas la casa. Por ejemplo, creo que My Bloody Valentine funciona porque su trabajo se apoya en melodías agradables, aún cuando siempre se imponga la sensualidad abstracta de la guitarra. Sin esas estructuras, creo, no sería igual de disfrutable o efectivo.

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Dice que una de las tareas del crítico es “mantenerse entusiasmado”. En su caso, ¿qué lo entusiasma?

Bueno, cuando la crítica se vuelve un trabajo tienes un problema, porque no te puedes obligar a estar entusiasmado siempre. Y cualquier crítico con experiencia sabe que atravesará períodos de desinterés por la escena musical que lo rodea. En esos momentos, lo que hago es dedicarle más tiempo a cosas antiguas o remotas. Pero generalmente siempre hay algo en la actualidad que me interesa, y a veces sólo tengo que buscarlo fuera del circuito al que le presto atención.

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En Como un golpe de rayo señala que el pop debería ser “un lugar en el que lo sublime y lo ridículo se fusionen hasta volverse indiscernibles”. ¿Encuentra eso mismo en el pop actual?

No quise ser muy enfático en esa frase, como si el pop tuviera que ser de una manera y no de ninguna otra. Sólo fue una observación acerca de una cualidad que tuvo el glam. En cuanto a la pregunta, no, no veo nada de eso en ninguna variante pop actual. Aunque es cierto que quizás hay algo más o menos emparentado, pero que a mi manera de ver es negativo. Me refiero a cuando Miley Cyrus finge lamer las nalgas de un bailarín en una entrega de premios, el video “Look what you made me do” de Taylor Swift o el clip “Famoso”, de Kanye West. Siento que son aproximaciones un poco grotescas o abyectas al ridículo sublime que halló el glam, esa suerte de pantomima de la libertad, el exceso y la lujuria que quizás hoy sobreviva en ciertos videos de rap, donde la teatralidad gestual deja claro que algo así sólo puede existir en el mundo fantasioso de la música, nunca en la vida real.

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¿La muerte de David Bowie supone el final de una era?

Para alguien como yo, formado bajo el imponente poder de su figura, es cierto que parece que una era se ha ido con él. Cuando el momento le llegue a otras estrellas del nivel de Mick Jagger, Keith Richards o Paul McCartney, sin dudas sentiremos que la era del rock se habrá convertido en pasado. Hay que prepararse para el día en el que la música que definió nuestras vidas se convierta en una curiosidad histórica, cada vez más difícil de entender para la gente joven. En el caso de Bowie, es posible que la riqueza de sus ideas y valores le regalen una larga vida a su música. Además, muchos de sus fans luego se convirtieron en estrellas pop, así que su legado podría mantenerse vivo durante décadas. Pero, tarde o temprano, la era que lo produjo se volverá tan extraña, tan difícil de reconstruir –aún con la ayuda de libros como los míos– que a la gente joven le resultará imposible entender tanto sus logros como sus obsesiones. Definitivamente, todas las cosas deben pasar.

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¿El rock ha muerto o sigue vivo?

Creo que el encanto del rock no es algo inmóvil o esencial. Está claro que una banda que haga ahora lo que hicieron los Rolling Stones en 1966 o los Ramones en 1975 no va a tener ningún impacto. El contexto histórico del gesto tiene un peso invalorable en el poder de la música. Por eso diría que el encanto del rock debe reinventarse permanentemente. No alcanza con ser una banda de garage punk en el siglo XXI; lo que hay que ser, en todo caso, es el equivalente actual de lo que era una banda de garage punk en su tiempo, es decir, los mediados de los sesenta. Esto no significa que las bandas originales de garage punk –o los Stones o los Ramones– ya sean obsoletas. Todo lo que haya sido pertinente en su contexto histórico tiende a sobrevivir.

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Dice que no cree en “la música pop como púlpito o estrado”, una caracterización en la que ubica a Bob Dylan, John Lennon y Joe Strummer, entre otros. En su opinión, ¿cuál sería el vínculo más eficaz y creíble, si lo hubiera, entre música pop y política?

El problema no es tanto que yo no crea en la “música de púlpito”, sino que siento que no funciona. En las épocas de Dylan, Lennon, Strummer o Rotten, su poder se explicaba porque había grandes audiencias que se reflejaban en ellos. Los Beatles sintieron que se debían una canción como “Revolution” porque era lo que se esperaba de ellos en relación a lo que ocurría en 1968. Lennon escribió “Instant karma”, “Working class hero”, “Imagine” y las nada buenas canciones de protesta de Sometime in New York City, muy consciente de que había un público que les prestaría atención. Eso era lo que le daba poder a sus palabras y sus posturas. Y eso siguió así bastante tiempo más, con gente como Strummer o Bob Marley, y llega hasta las polémicas raciales de Public Enemy. Sin embargo, vale la pena preguntarse –y lo dice un fan de Public Enemy– por la idea misma de las canciones de protesta o con mensaje. ¿Realmente cambian la mente de las personas? ¿Son una amenaza para el establishment? Para mí, lo que hacen es darle fuerza a gente que ya concuerda con esas opiniones. Un logro bastante modesto en el camino a cambiar el mundo. Dicho esto, debo admitir que el fenómeno inglés de Grime4Corbyn, en el que jóvenes raperos marginales salieron a las calles a pedir el voto por el candidato laborista Jeremy Corbyn en las últimas elecciones, tuvo un efecto muy poderoso entre la gente que ni siquiera pensaba ir a votar. Este tipo de cosas demuestran que la música tiene poder, y es capaz de producir ejemplos inesperados a la hora de buscar cierto impacto político. Aunque subrayaría que, como sugería antes, para mí ese efecto no surge de las letras, sino de la influencia social de esos artistas y la admiración que despiertan entre mucha gente joven.

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FOTO: Reynolds comenzó su carrera en Melody Maker, una de las revistas musicales más importantes en Reino Unido. / Adriana Bianchedi

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