El espíritu de la desobediencia: reseña sobre “Segunda casa”, de Rachel Cusk

Mar 12 • Lecturas, Miradas • 1969 Views • No hay comentarios en El espíritu de la desobediencia: reseña sobre “Segunda casa”, de Rachel Cusk

 

Esta novela narra la historia de una mecenas obsesionada con un artista que conoció en París. Los hechos están inspirados en la faceta de D.H. Lawrence como pintor

 

POR ELOY URROZ
La nueva novela de Rachel Cusk, Segunda casa (Second House), puede leerse en distintos niveles: como una pura recreación de los meses que D. H. Lawrence pasó en el rancho Kiowa en Nuevo México antes y después de embarcarse en su travesía por México en 1923 y 1924, pero también como una alegoría sobre el poder y la obediencia que poco tiene que ver con el escritor y mucho más con la complicada relación entre un pintor inventado de nombre L y la propia narradora, una mecenas norteamericana obsesionada con traer a su casa al pintor que conoció en París en una reciente visita. En la realidad histórica, Mabel Dodge Luhan, la mecenas, sí invitó al novelista británico al rancho Kiowa luego de haber leído Sons and Lovers, pero también se da el caso de que Lawrence era pintor (aparte de novelista) y que sus cuadros fueron confiscados hacia el final de su vida “por obscenidad”. Segunda casa es, entonces, una novela en extremo inusual: la narradora le cuenta a un tal Jeffers su reciente historia con L y cómo esa visita ha trastrocado su vida para siempre. No se nos explica quién es Jeffers, pero quiero jugar con la idea de que no es otro que Jeffrey Meyers, el autor de una de las más hermosas biografías que conozco sobre Lawrence.

 

En Second Place, la narradora emplea el vocativo Jeffers para contarnos a nosotros su equívoca historia con L, donde lo hay todo excepto sexo, y es, acaso justo esta notabílísima ausencia, la que, poco a poco, irá crispando el drama que acaecerá en Second Place, pues esta “segundo casa” no es otra que el pequeño cottage que Tony, su marido, y la narradora, le han prestado a L durante su visita. Así, el relato transcurre entre estos dos espacios, la casa principal y ese “segundo sitio”, una cabaña un tanto alejada —en un claro del bosque—, donde se aloja el pintor y su joven amante, Brett. Otra vez, en la realidad histórica, Lawrence sí llevó a Taos a Dorothy Brett, una joven millonaria, que, al momento de los hechos, no es todavía su amante, sino que (curiosidad aparte) lo será un lustro después y por sólo dos frustrantes ocasiones. (Cusk altera, una vez más, la realidad histórica en aras de proveer de fuerza a su ficción). Junto con Dorothy Brett, Lawrence llevó a Frieda, su mujer, al rancho Kiowa, pero en la novela, ésta desaparece. Era indispensable que así fuera pues Frieda era una mujer demasiado voluntariosa y hubiese, acaso, contrarrestado la aterradora posesividad de la narradora, quien, a lo largo de la novela, no hace sino tratar (consciente o inconscientemente) de someter al pintor, de absorberlo, lo mismo que Mabel Dodge Luhan trató de hacer con el novelista, tal y como ella cuenta en sus memorias, Lorenzo in Taos. En una alrevesada vuelta de tuerca, la narradora se verá lentamente sometida, o acaso ambos se someten, pues Segunda casa es, sobre todo, una novela sobre la dominación donde, al final, no hay una respuesta indeleble sobre los efectos del poder entre individuos salvo, acaso, que llevan a la mutua destrucción. En alguna parte, L declara abiertamente que destruirá a su anfitriona. Y ella, por su lado, no intenta sino subyugarlo tal y como una madre pudiera hacer: “L había estado aterrorizado de mí, y tenía derecho a estarlo, claro, sobre todo a partir de esa charla sobre el deseo de querer destruirme a mí, quien, tal parecía, lo había destruido primero a él. Aunque, cabe decir, todo esto nunca me lo tomé personal, Jeffers; yo representaba la mortalidad pues era una mujer que él no conseguía obliterar o transfigurar con su deseo. En otras palabras, yo era su madre, la mujer que L siempre temió que lo devoraría” (la traducción es mía, 157). Es decir, la narradora es, al igual que Frieda —la esposa de Lawrence—, una suerte de madre sustitutiva. En uno magnífico ensayo de Isaiah Berlin, éste escribe que: “El tema central de la filosofía política es la pregunta: ‘¿por qué debería un hombre obedecer a otro hombre o a un conjunto de hombres?, o (lo que es lo mismo si se analiza), ¿por qué debería un hombre o conjunto de hombres interferir con otros hombres?’”. Casi pareciera que Rachel Cusk se hubiese dado a la tarea de responder a esta pregunta crucial: ¿por qué L debería obedecer a su anfitriona, y, por otro lado, por qué la narradora se empeña en ser obedecida justo por el hombre que menos obediente le será en la vida, el falocrático y egocéntrico L, el hombre que ha venido a su casa a destruirla?

 

En alguna parte de Segunda Casa, la narradora nos confiesa que, al casarse, el ministro discretamente le preguntó si desearía eliminar la palabra “obediencia” del ritual de matrimonio, a lo que ella respondió que de ninguna manera pues “le parecía que amar a alguien era estar preparado a obedecerlo” (la traducción es mía, 145). (¡Esto viniendo de la mujer más voluntariosa y absorbente que uno pudiera imaginarse!) Esta visión, sin embargo, concuerda perfectamente con las teorías de la obediencia que Lawrece construyó a partir de Aaron’s Rod y The Plumed Serpent y que culminan con Lady’s Chatterley’s Lover donde, para que el amor verdadero se consuma, la mujer debe voluntariamente obedecer al hombre. Lo irónico del caso es que ni en la realidad histórica Frieda von Richtofen lo obedeció ni mucho menos en la novela de Rachel Cusk la anfitriona se somete a su invitado. Al contrario, el auténtico espíritu de Segunda casa es, de principio a fin, el de la desobediencia: Justine, la hija, desobedece a la narradora; ésta desobedece a Tony, su marido, yendo una noche al cottage del pintor donde éste, para colmo, la desprecia y Brett, la amante, desobedece al pintor y lo abandona dejándolo a su suerte cuando éste sufre un accidente.
Pueden ambos, L y su anfitriona, afanarse y buscar el sometimiento (un sometimiento casi metafísico) del otro, pero eso es algo que, claramente, no iba a suceder. Como ya dije, este es un relato sobre la mutua y recíproca destrucción de dos voluntades. Al inicio dije que podía leerse también como una alegoría. En la última página de la novela se corrobora, creo, mi premisa: “La verdad no reside en ninguna suerte de afirmación de la realidad, pero más bien en un sitio donde lo que es real se mueve más allá de nuestra interpretación” (la traducción es mía, 180). Y ésa, creo, es la lección o moraleja del relato: nuestra interpretación no puede afincarse en ninguna realidad concreta u objetiva, sino en un espacio allende, mucho más lejano.

 

FOTO: Las obras pictóricas del escritor D.H. Lawrence fueron censuradas por ser consideradas “obscenas y promiscuas”/ Crédito de foto: Tomada del portal La fonda Taos

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