El extranjero, la otra historia
Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Al fin pude releer El extranjero (1942), de Albert Camus. Lo hice, como muchos otros lectores, por primera (y en mi caso, única) vez, en la temprana adolescencia y recuerdo que la elegante sencillez de la narración me invitó a un intento de imitación, escribiendo una historia similar ambientada en San Miguel Allende, donde pasé unos meses de vacaciones en compañía de mi madre, rodeado de enigmáticos y muy inspiradores “extranjeros” que iban llegando como veteranos de la guerra de Vietnam. Más tarde, tras esa previsible infatuación, vinieron las lecturas en teoría “serias”, sentenciosas y filosóficas, de Camus y ahora me encuentro con Meursault, caso revisado (2013), del periodista argelino Kamel Daoud (Mesra, 1970), novela ganadora del Premio Goncourt para primera novela y “revisión” del famoso caso literario.
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El propio Camus, a quien alguien llamó “el policía bueno” del existencialismo en contraste con el espinoso Sartre, en un texto para la edición universitaria estadounidense, presentó inmodestamente a Meursault como el único Cristo –dicho sea sin blasfemia, aclaro– que nos merecíamos, un hombre ajeno a las convenciones manidas de su tiempo, “condenado a muerte por no haber llorado en el entierro de su madre”. La trama de El extranjero es bien conocida: tras sepultar a su progenitora, Meursault regresa a la ciudad de Alger, donde se involucra en las pendencias de un vecino con un par de “árabes”, las cuales tienen como resultado el asesinato “absurdo” de uno de ellos por el protagonista, quien, juzgado, aduce que lo mató debido al calor quemante que caía sobre la playa. Mi relectura, por si interesa, fue grata, y de no saber nada de Camus, metodológicamente, me habría costado interpretar El extranjero, como era menester hacerlo, en calidad de “cuento filosófico”.
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Sólo leyendo Meursault, caso revisado (Almuzara), me di cuenta de que Meursault, quien inclusive sueña con la multitud que lo abucheará a la hora de ser guillotinado, sólo es condenado. Yo lo recordaba de otra manera. Es decir, pudo ser amnistiado, perdonado o quizá escaparse, lo que permite que el viejo hermano menor de Moussa, la víctima a la cual Camus priva de nombre y verdadero gentilicio, reconstruya la vida de él y su madre (viva y convertida en una madre coraje y no muerta, como la de Meursault) tras los hechos, aduciendo que el asesino no fue ejecutado. Esa supuesta impunidad obliga a los deudos de Moussa a buscar no sólo el cadáver escamoteado sino al asesino, sin éxito, convirtiendo Meursault, caso revisado, en una novela sobre el colonialismo, un llamado –siempre dentro de las libertades y los límites de la ficción– a tener en cuenta esa otredad que el joven Camus ignora en El extranjero, convirtiendo a Meursault en un Robinson existencialista y al innombrado Moussa en un Viernes, por fuerza colonizado.
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Pero Daoud también utiliza su novela para revisar –víctima él mismo de una fetua ordenada en 2014 por un imán salafista– el triste destino de Algeria tras esa independencia de 1962, que después de mucha sangre, suscitó esperanzas tristemente incumplidas: la antigua colonia francesa se convirtió en una más de las dictaduras dizque socialistas del alguna vez llamado Tercer Mundo, corrupta y despótica bajo el dominio de un partido único, mismo que tembló en los años noventa del siglo pasado cuando, sirviéndose de la democracia, los fundamentalistas islámicos ganaron las elecciones pero la victoria les fue birlada, provocando la guerra civil. Es curioso, acoto, que Frantz Fanon, el gurú de la Revolución argelina y de su derecho a la violencia contra el colonizador, mencione escasamente al Islam en Los condenados de la tierra (1961), lo cual revela no sólo lo muy judeocristiano que era el psiquiatra de origen martiniqués en su antioccidentalismo, sino la crudeza del cambio de época.
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Haroun, hermano de la víctima nunca reivindicada, finalmente se toma justicia por su propia mano y substituye a Meursault por otro francés, al cual asesina. Va a prisión y en ella, las nuevas autoridades independentistas no saben qué hacer con él. Si bien Moussa puede ser considerado un mártir, por haber sido muerto por un francés y bajo dominio colonial, el caso de Haroun pertenece al fuero común, ya siendo Algeria independiente y, curiosamente, el hermano menor no argumenta venganza alguna en su acto. En la comisaría, a la policía le da igual un francés menos, un francés más; pero estudiando el expediente de Haroun, descubren que no tomó parte, apolítico, acobardado o algo peor, de las actividades terroristas e independentistas del Frente de Liberación Nacional argelino, lo cual motiva la suspicacia de las autoridades, aunque acaban por liberarlo. Haroun, como lo dijo Daniel Gascón en una reseña de Meursault, caso revisado en Letras Libres, se convierte en otro “extranjero” en Argelia, ahora la revolucionaria, condenado a narrar en soledad una y otra vez obsesivo, su historia.
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La narración de Daoud es virtuosa por sí misma. Y también lo es como relectura, homenaje y crítica del clásico camusiano. En Meursault, caso revisado, el novelista se atreve a repetir, a variar, a replicar, a deformar El extranjero. Remeda hasta algunas escenas, sarcástico o enternecido. Es un ejemplo, me parece, de cómo se “interviene” en la tradición literaria sin tomarle el pelo al público lector. Daoud no “engorda”, por ejemplo, a Camus, como lo hizo un narrador argentino deformando “El aleph” borgesiano. El asunto, no trascendió por ser un dudoso ejercicio de estilo, sino por haber acabado en los tribunales. En Daoud, en contraste, hay un diálogo con Camus, el pied–noir opuesto a la independencia, postura que le enajenó el odio de la izquierda –en el momento en que ésta empezó su paradójica aventura nacionalista– y la historia argelina, una confrontación, desde el siglo XXI, con las ideas, prejuicios y certezas del escritor francés.
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Y no sólo eso: Daoud también ejerce una crítica estilística, un proceder destinado a lastimar el clasicismo camusiano mediante el dolor (aquel del cual el Meursault original se siente inmune), en cuanto a la ética. Y en relación a la estética, ofrece Daoud el esplendor narrativo del “cuentacuentos” árabe contra la pretendida geometría cartesiana del narrar del autor de El extranjero, quien, creo, se hubiera sentido muy honrado al leer Meursault, caso revisado. De inmediato, Albert Camus habría pergeñado, me imagino, una respuesta teatral o prosística. Al fin y al cabo, tanto él como Kamel Daoud, escriben para filosofar y consideran, acaso anticuados, que sólo la muerte, asociada a la libertad, es el problema decisivo.
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En la imagen, el escritor argelino Kamel Daoud. Crédito de foto: Mohamed Messara / EFE
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