El fantasista de la tribu
POR LEONARDO TARIFEÑO
@leotarif
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El día que invité a Juan Villoro a la Bombonera argentina para ver el clásico Boca-River, yo insistí en entrar al estadio por un acceso que no era el que nos correspondía. No lo hice a propósito, y cuando advertimos que algo iba mal ya era tarde para regresarnos. Entre los cantos de la muchedumbre, el olor a choripán y los cercos policiales, intenté explicarle a Juan que a esa altura era mejor avanzar e improvisar algo que buscar el camino correcto en el sentido contrario al de miles de personas alcoholizadas y enardecidas, dispuestas a saciar una furia indomable que enseguida nos identificaría como enemigos o turistas. A él no lo convencían mis argumentos, pero apoyó el plan de supervivencia exprés cuando notó la súbita aparición del ómnibus que transportaba a los jugadores de River, los invitados de honor a la hecatombe en marcha. “Habíamos llegado al corredor del ultraje, donde los que no asisten al estadio hacen su juego. Al día siguiente escuché al Beto Alonso, emblemático jugador de River, hablar por la radio de los objetos que había sentido caer en el techo del autobús”, recuerda Juan en la crónica “El aprendizaje del vértigo”, que cuenta esta misma historia. En ese momento, en lo que hablábamos a los gritos para poder escucharnos, el aluvión de insultos, piedrazos y amenazas muy creíbles nos acorraló entre la rabiosa hinchada local y el camión del equipo visitante. Sin que pudiéramos evitarlo, la marea de odio nos elevó hasta el último acceso a la cancha, donde a las autoridades les importaba más evitar una masacre que verificar nuestros boletos, y finalmente entramos protegidos por una horda que arrasaba con todo lo que se opusiera a su ira ancestral. Está claro que poner en riesgo la integridad física de un invitado no habla bien de un anfitrión. Pero también es cierto que, cuando quise disculparme, vi que él estaba muy contento.
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La anécdota es relevante porque convoca dos de las pasiones más reconocibles en la escritura de Villoro, el futbol y el periodismo, que en su vida y obra mantienen un paralelismo sugestivo. De acuerdo a lo que ha declarado en más de una ocasión, el futbol se le presentó al autor de Balón dividido como una rara compensación por el divorcio de sus padres. Mientras el núcleo familiar se disolvía, su padre, que “no era un gran fanático”, lo llevaba a los estadios para pasar un rato unidos por un entretenimiento capaz de distraer al niño de lo que ocurría en su casa. Por otro lado, tal como señala en el prólogo de Los once de la tribu (1995), su primer interés por el periodismo fue, también, vacacional. “El principal beneficio fue compensar la soledad de escribir ficción –dice–. Uno de los misterios de lo ‘real’ es que ocurre lejos: hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla”. En su infancia, Villoro descansaba de las angustias familiares a través de un Necaxa que en 1961 le había ganado al Santos de Pelé; muchos años más tarde, descubriría que sus visitas a “los misterios de lo ‘real’” le proporcionaban una nueva e inmejorable oportunidad de “salir al sol” y abandonar otro mundo hogareño repleto de fantasmas, nervios e incertezas: el del escritor encerrado en su estudio, en plena lucha con su imaginación. En ambos casos, la salida o paseo se transformaría en el mejor sinónimo de aventura, un entretenimiento que merecía ser contado. “Elegir un equipo es una forma de elegir cómo transcurren los domingos”, escribe en Dios es redondo. Convertirse en periodista sería su manera de alargar el fin de semana.
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Villoro llega al periodismo desde la ficción literaria, y tal vez por eso las primeras crónicas que reúne en un libro son las “imaginarias” de Tiempo transcurrido (1986). Unos años antes, Huberto Batis y Fernando Benítez lo habían invitado a escribir críticas de rock para el suplemento sábado de unomásuno. “Con célebre indulgencia, Batis y Benítez fingieron no advertir que su presunto crítico se apartaba del tema y, en muchas ocasiones, de la realidad. Así se inició mi trayectoria por las aguas de la crónica”, explica en Los once de la tribu. El origen periodístico de Villoro se constituye a partir de esa doble distancia establecida tanto con la redacción como con la idea de “realidad” que la prensa inventa para sí misma. Nunca tuvo el instinto desgastado del reportero full time, saturado de información y hastiado de las hipocresías que no siempre se pueden contar. Al contrario: su trabajo correspondía al de un escritor satelital, cuya órbita alrededor de las redacciones y de las historias le garantizaba una libertad creativa que él enriqueció con humor y curiosidad, quizás los rasgos más característicos del deslumbrante e inconfundible estilo narrativo que surca sus crónicas, columnas y reportajes.
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Villoro entra al mundo del futbol como una reparación dominguera del abismo familiar; al mismo tiempo, descubre la crónica gracias al futbol, donde habitan los héroes con los que forma la familia que elige. De hecho, el linaje de su pulso periodístico hay que buscarlo en esa doble herencia donde se cruzan el parentesco y el deporte que el periodista argentino Dante Panzeri definió como “dinámica de lo impensado”. En un rincón gravita el hechizo de su abuela, musa y protagonista de Palmeras de la brisa rápida (1989), la extraordinaria crónica de su relación con Yucatán; en otro, la influencia del legendario locutor Angel Fernández, narrador futbolístico que convertía al más aburrido de los juegos en un combate épico de indescifrables dimensiones. “¡Qué manera de cucharear el envío de Ubirajara, de destroncar al ‘Confesor’ Cornero, de jalar el gatillo cuando ya ‘Superman’ Marín achicaba el ángulo, kriptonita pura! ¡El ‘Hijo del coronel’ manda al ‘Confesor’ al Concilio de Trento! Esto es…¡el juego del hombre!”, improvisaba Fernández, inspirado por un gol. Casi en la misma línea de barroquismo metafísico, la abuela yucateca del futuro autor de Safari accidental gritaba “¡detengan el laberinto!” cuando pedía que los niños dejaran un momento de jugar. “Lo más interesante de sus historias era que estaban llenas de misterios insolubles”, apunta Villoro en Palmeras…, y tal vez no sea otro el objetivo que él mismo se plantea en sus crónicas. Como todo gran escritor, lo suyo no es develar enigmas, sino narrarlos. Sus mejores textos de no ficción reivindican la enseñanza de la abuela e incorporan el mensaje aprendido en los relatos de Fernández, para quien lo más importante no era lo que sucedía en la cancha sino el vibrante juego de metáforas, paráfrasis y comparaciones por el que de vez en cuando se colaba un gol. En “Rusos en Gigante”, Villoro investiga una presunta conspiración soviética en la Ciudad de México, de la que en definitiva no se sabe mucho más de lo que puede decir la propia paranoia; en “El guerrillero inexistente” explora el vínculo entre el mito zapatista y otros arquetipos culturales mexicanos, reflexión que profundiza la incógnita política planteada por el subcomandante Marcos; y en su libro 8.8. El miedo en el espejo (2010) une las piezas sueltas del destino, la fuerza de la Naturaleza y el cometido de la crónica, que “consiste en acercarse lo más posible a lo que no puede ser dicho”, para examinar el azar de la supervivencia y sus réplicas en una vida que ya no puede ser la de siempre. Entre sus historias y personajes se instalan su curiosidad y el humor, pero sobre todo, el atractivo de un estilo cuya mirada moldea y desmenuza los hechos. Y es que, así como la pasión por el futbol no tiene nada que ver con los resultados, el amor al periodismo no puede depender de una visión unívoca de lo real. Tal como enseña Angel Fernández, la gracia de la realidad es contarla, interpretarla y recrearla. Es lo que hace Villoro con una estrategia periodística que pasa por el ensayo, sobrevuela el cuento, visita el tono de las columnas que Jorge Ibargüengoitia publicaba en el Excélsior de la época de Julio Scherer y regresa convertida en el hilo que conduce a una historia que en realidad son muchas. O mejor dicho: para hablar de futbol, escribe sobre el gusto de Juan José Arreola por el ping-pong (Dios es redondo); y para contar la vivencia del terremoto chileno que sacó a la Tierra de su eje (8.8 El miedo en el espejo), primero esboza un insólito análisis personal de la relación entre la madurez y la pijama, convencido de que “dormir en camiseta y calzoncillos significa evadir la infancia y posponer la tercera edad”. Si en lugar de periodista fuera delantero, sería lo que en Italia llaman un “fantasista”, es decir, un creador de juego, un mago empeñado en buscar la salida inaudita hasta en la jugada más sencilla. En tanto reportero, Villoro se revela como un artista del regate, del camino lateral que pospone y profundiza el encuentro con la historia que va a contar. Una vez más, al igual que en su origen periodístico, se expresa a través de la distancia que le permite construir su mirada, en definitiva la gran protagonista de todas sus crónicas, donde la auténtica “dinámica de lo impensado” es el camino que esa mirada recorre hasta llegar a lo que pretende contar.
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La combinación de humor y curiosidad es buena para muchas cosas de la vida, pero sobre todo para hacer periodismo, disfrutar el futbol y vivir en México. Tal vez por eso su libro ¿Hay vida en la Tierra? (2012), donde reúne cien columnas periodísticas que exploran los enigmas de la cotidianeidad mexicana, es quizás uno de los más representativos de ese talante que, a su manera, traza el mapa de una mexicanidad posible. De la fascinación por la impuntualidad al gusto ritual por el exceso, pasando por los indescifrables niveles de amabilidad callejera a las molestias de la burocracia, los breves relatos compilados en ese imprescindible volumen retratan el día a día de una sociedad que no podría sobrevivir sin reírse de sí misma. Por otro lado, constituyen el núcleo de lo que el autor ha definido como “periodismo de tentación”, es decir, textos informativos en los que importa más la exploración que la noticia. “Los diarios necesitan información (la agenda del presidente, la catástrofe de turno, los goles del domingo, el estado del clima), pero también ofrecen textos de antojo que son lo contrario a una exclusiva: encandilan con algo que podríamos ignorar”, advierte en el prólogo de ¿Hay vida en la Tierra? Quizás fue su propia abuela quien le demostró a Villoro que las pequeñas historias podían ser grandes mientras evocaran un enigma. De Palmeras de la brisa rápida a ¿Hay vida en la Tierra?, la obra periodística de Villoro se apoya en esa certidumbre para indagar, como hubiera querido Angel Fernández, en el poder de un estilo que construye relatos sólo para ahondar esos misterios, de los cuales ninguno es mayor al del interés del lector por “algo que podríamos ignorar”. ¿Por qué alguien va a dedicarle tiempo que no tiene a un texto que no cuenta una noticia? Tal vez por la misma razón por la que el propio Villoro estaba tan contento en la cancha de Boca, minutos después de salvarse de ser arrollado por una hinchada segura de que durante poco más de 90 minutos se suspendían muchos de los códigos de convivencia que definen a la civilización. Lo que atrapa a un lector es lo mismo que conmueve al periodista: la emoción, el sentimiento, el enigma de la pasión. Justamente lo que él transmite en cada una de sus crónicas, pruebas narrativas de que todo artista del regate salta a la cancha no en busca de un resultado, sino para intentar la finta que nunca nadie podría olvidar.
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FOTO: Aficionados del Boca Juniors celebran el triunfo de su equipo sobre el River Plate en el estadio La Bombonera, Buenos Aires, Argentina. / Reuters
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