El fin de Europa
POR ARTURO ARANGO
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Treinta y nueve años después de su primera edición en alemán, la Editorial Sexto Piso publicó, en 2015, La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori, una de las grandes novelas europeas del siglo xx, que los lectores en lengua española merecimos leer desde mucho antes. Paradójicamente, el traductor José Aníbal Campos se preguntaba hace tan solo dos años por qué la obra de este autor “despierta un mayor interés y goza de una popularidad creciente en países de América Latina y en el mundo latino en general, todo lo contrario de lo que sucede, por ejemplo, en Alemania, donde parece ser un gran olvidado”.
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Aristides Subicz, protagonista y narrador de La muerte…, merece el mismo gentilicio que he usado para la novela, como también es justo para su autor. Al igual que Subicz, Von Rezzori nació en Czernowitz, Bukovina, en 1914, que era entonces el extremo oriental del Imperio Austrohúngaro. “Si se hubiera quedado inmóvil en su lugar de nacimiento”, ha escrito Juan Villoro, un agudo conocedor de su obra, “habría tenido tres nacionalidades: austrohúngara, rumana y soviética. Habría cruzado fronteras sin moverse”. Pero Von Rezzori, como Subicz, se desplazó por Europa y murió (esta vez sí a diferencia de su personaje) en la Toscana, en 1998.
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Quizás la gran virtud de esta novela sea su propia forma: el pretexto para poner en marcha la narración es la imposibilidad de Subicz para escribir una novela. Lo que leemos, a fin de cuentas, sería la reproducción de un copioso manojo de apuntes dispersos, más la explicación del propio Subicz de por qué no ha podido escribirla. “Resuma en tres frases de qué trata”, le ha pedido mister Jacob G. Brodny, el agente literario que ha comprado los derechos de la obra en proceso. La respuesta de Aristides alcanza las 828 páginas –en la edición en español. Yei Yi Brodny, además, es un judío francés que vive en los Estados Unidos.
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La conversación entre el autor y el agente literario ocurre en 1968, último de los años que abarca la novela. En esa fecha, Subizc ya está colocado en un estado de dispersión, de disolución. Se enfrenta a un material, a una vida (ya sea la suya) que le resultan inatrapables, al menos de la manera convencional. “Cualquier cosa que narre, da lugar a otra narración. Cualquier historia genera otras diez: un crecimiento celular híbrido que no es posible controlar a través de ninguna forma”, dice. La época, tanto como los personajes, se ha vuelto inasible, no hay manera de ordenarla, de encontrar su sentido. Ante el cuerpo minado por el cáncer de una de sus muchas amantes, Subizc regresa a la noción de las células que crecen de forma equivocada: “el cáncer como un fenómeno general de la época, la incapacidad para salvaguardar la forma: crecimiento híbrido y desordenado de todo, de todos, en correspondencia con la nueva imagen del mundo divulgada por la física: el cosmos como una explosión monstruosa. La forma como antinaturaleza, en una palabra”.
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En su desorden temporal, La muerte… abarca, al menos, cuatro momentos cruciales, consecutivos y distintos de la Europa del siglo xx: el período de entreguerras, cuando aún parecía posible regresar al ambiente de la Belle époque, la Segunda Guerra, la miseria de la posguerra, y la recuperación y el milagro económico, sobre todo de Alemania. Se puede leer, por supuesto, como continuación tanto de Proust como de Musil: comienza donde ellos terminan, y también a la manera de ambos.
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El primer punto de inflexión está colocado en marzo de 1938. Adolf Hitler visita Viena y el sol se detiene en el cielo durante tres días consecutivos. El narrador lo asegura: el sol estaba sobre cualquier otra parte del planeta, pero no sobre Viena. El Führer recorre las calles de la ciudad centroeuropea, la multitud lo aclama. Es el principio del fin.
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El segundo punto vendría a ser el juicio de Nurenberg. Allí Subizc, como años más tarde Hannah Arendt, ve desfilar por el banquillo de los acusados seres que ahora parecen demasiado pequeños, demasiado cotidianos, incluso humanos, en comparación con el genocidio que han cometido. Ante ellos, comprende que el sentido de la justicia puede escapar a cualquier evaluación racional. Las escalas dejan de estar al alcance del entendimiento humano.
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El último período se abre con el cambio de moneda: como por arte de magia, un nuevo marco comienza a circular y ya puede comprarse de todo. El bienestar material se ha reinstalado y, con él, el fin definitivo de la Europa en que nuestro protagonista nació y creció. Si al inicio podía decir “Busco una Europa que todavía era europea”, progresivamente se reconoce en un contexto dominado por la cultura norteamericana, ante la que no se ahorra denostaciones: “esa hora estelar de Europa jamás habría tenido lugar sin el regreso de la hija pródiga de Europa, América; sin la intervención y la revancha de América en la historia europea”. Aquella es una sociedad, dice, “que ha conseguido convertir la envidia social en el motor de un enorme dinamismo nacional”.
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No olvidemos que Subizc vive del cine: como “los cerdos del cine” califica invariablemente a los productores alemanes instalados en Hamburgo. Ahí se establece el dilema que no puede resolver entre la escritura fácil, comercial, que cumple como encargo bien pagado, y la escritura tan visceral como imposible que pospone hasta el infinito. En sí mismo, Aristides encarna el fin de la utopía humanista frente a la invasión del mercado, y mira por encima del hombro esa cultura para las masas que ha ganado la batalla a la alta cultura. “¿Para qué se escribe todavía realmente?”, se pregunta, “¿Acaso esas criaturas del área de servicio en la autovía no están ya bien servidas y ahítas con sus periódicos, sus películas, sus televisores y sus tiras cómicas?”
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Y en el fondo de todo, con su fracaso, Europa arrastra tras de sí a la humanidad toda. “¿Qué es, pues, nuestra cultura?”, vuelve a preguntarse: “La tradición según la cual nuestro origen y nuestra dicha suprema residen en un jardín. Es decir, un sitio según el cual a la caótica naturaleza le corresponde un orden y, con ese orden, un sentido”.
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El caos de la novela, su propia incapacidad para contar la época a la que ha llegado Aristides Subizc, es el sinsentido mismo de un tiempo histórico que aún nos abarca. Toda persona, como Caín, es un asesino en potencia, porque, a fin de cuentas, el ser humano “es una especie de microbio cósmico, un bacilo o un virus universal cuya expresa misión es la de destruir el planeta Tierra, y quizás no sólo el planeta”, asegura, como si viviera hoy mismo.
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FOTO: La muerte de mi hermano Abel, Gregor von Rezzori, México, Sexto Piso, 2015, 828 pp. / Especial
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