El funeral
Reproducimos dos capítulos de la nueva novela de Montiel Figueiras que comenzó a circular bajo el sello editorial Salto de Página. En este libro, el autor construye una trama a partir de la correspondencia de dos hermanos sicilianos separados en la niñez, que revela traumas de la posguerra y códigos de la mafia
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
Annata querida:
Creí que habrías olvidado el nombre con que papá te llamaba de cariño, bromeando con que tu alma se había ausentado para ceder el lugar a tu hermosura o alguna cosa rara por el estilo. Conozco la historia de Proserpina gracias a Madre Aradia, a quien le encantaba contarme relatos mitológicos y más aún si se relacionaban de algún modo con nuestro pueblo, con nuestra isla. Admiraba a Proserpina, recuerdo que decía, por ser la reina del inframundo, ama y señora de las tinieblas que a todos nos devorarán tarde o temprano y que la diosa abandonaba al concluir el invierno para regresar al lado de su madre y así dar inicio a la primavera, que pese a lo que todos piensan no tiene un origen luminoso sino oscuro. Madre Aradia falleció justo el primer día de primavera, hace ahora trece años como ya te mencioné. El trece era su número favorito y le fue fiel hasta la muerte. Su agonía, más bien sigilosa como solía ser ella misma, se prolongó precisamente trece días durante los que entró y salió de la conciencia hablando la mayor parte del tiempo en una lengua confusa que al parecer nadie comprendía y que llevó a algunos a suponer que se trataba de una lengua muerta. En ese batiburrillo logramos advertir que se repetía una palabra que podía ser el nombre de algo o alguien a quien invocaba con insistencia. Cuando expiró, Madre Aradia tenía setenta y ocho años, que es múltiplo exacto de trece. En ese momento estábamos con ella sólo papá y yo. Madre Aradia volteó hacia él, le dedicó una de sus extrañas sonrisas capaces de incendiar una habitación entera y le dijo con una voz que me estremeció por su tremenda claridad:
—Voy ya a la estrella verde. Te espero allá cuando cumpla trece.
Y con esto giró el rostro hasta quedar de perfil a nosotros, cerró los ojos, entreabrió los labios y se fue. Créeme, querida mía, cuando te digo que vi, sí, vi el alma de Madre Aradia al salir por su boca, un delgadísimo filamento de niebla azulada que subió enroscado en un arabesco hacia el techo del dormitorio donde se difuminó despacio. Recordé entonces la canción que Madre Aradia acostumbraba cantar como para sí misma y que hablaba de peregrinos en busca de una estrella verde. Miré a papá, que permanecía en silencio, y noté que una lágrima larga le resbalaba por la mejilla derecha. No sé cómo recuerdes a papá. Siempre fue un hombre más bien melancólico y reservado, poco dado a expresar sus emociones. A veces me hacía pensar en un cofre cerrado a piedra y lodo cuya llave había sido escondida en un sitio inaccesible. Esa reserva aumentó a partir de que tú y mamá se marcharon. Madre Aradia no pudo ocultar su júbilo cuando eso ocurrió. Con el tiempo me di cuenta de que nunca quiso a mamá, de que siempre anheló tener a su hijo único para ella sola y no compartirlo con nadie. Papá le correspondió ese amor a su manera. Se empeñó no sólo en elegir el féretro más bello y vistoso para Madre Aradia sino en trasladarlo casi sin ayuda hasta la carroza fúnebre para luego comenzar la procesión. Una vez que el ataúd estuvo en la carroza, papá se quedó observándolo unos instantes y después alzó los ojos al cielo como si aguardara una señal o se afanara por divisar la estrella verde. El sol le bañó la cara y me permitió distinguir fugazmente las facciones de Madre Aradia agitándose por debajo de las suyas: un reflejo ajeno usurpando el del rostro plantado ante el espejo.
Tuyo,
Alessandro.
PD. Una vez que termine de arreglar varios asuntos que papá dejó pendientes —vaya tarea la de ocuparse de lo que los muertos no alcanzaron a resolver—, prometo que iré a buscarte si es necesario hasta los confines del mundo para intentar recuperar el tiempo que hemos perdido y derretir la imagen de niños bañados en lágrimas con que quedamos congelados en la memoria. Por cierto, ¿crees que mamá pueda y sobre todo quiera acordarse de mí?
Annata querida:
Seguramente no lo recordarás, pero Madre Aradia era una de las mujeres más respetadas y a la vez más temidas de nuestro pueblo. Del mismo modo en que sus sonrisas siempre enigmáticas podían iluminar la estancia a donde ella entraba como si fuera un racimo de cirios pascuales encendidos por una mano invisible, una mirada suya clavada en los ojos de alguien que hubiera dicho algo inoportuno o que simple y sencillamente no era santo de su devoción —sus odios eran árboles con raíces tan largas y profundas como las de sus afectos— bastaba para fulminar a esa persona y obligarla a bajar la vista como si quisiera que se arrastrara en el polvo en pos de un perdón que jamás llegaría. Supongo que mamá fue receptáculo de varias de esas miradas hasta que un día decidió que estaba llena a rebosar y tomó la determinación de marcharse junto contigo para dividir nuestra familia en dos hemisferios: el femenino, a salvo de Madre Aradia, y el masculino, en poder absoluto de ella. No lo sé y quizá nunca lo sabré. Lo cierto es que mucha gente del pueblo venía a casa para pedir consejo y consuelo a Madre Aradia, que invariablemente tenía una palabra de aliento o sabiduría para quien la requiriera. Cuántas veces vi a hombres y mujeres entrar con las facciones descompuestas e incluso humedecidas por el llanto en el pequeño salón donde Madre Aradia despachaba a puerta cerrada y salir con el rostro seco e iluminado por un misterioso fuego interior y con las manos apretando uno de los remedios que se les obsequiaba a cambio de favores que para mí resultaban incomprensibles, insondables. Quienes más frecuentaban a Madre Aradia eran doce mujeres de edades indefinidas para mí que durante un buen tiempo se reunieron con ella en el salón una tarde por semana a las seis en punto. Cuando era niño me gustaba acercarme de puntillas a la puerta para pegarle la oreja y aguzar el oído. A veces sólo distinguía frases en un idioma que por más que me esforzaba no lograba entender; a veces escuchaba cánticos extraños aunque no carentes de belleza entre los que estaba el que hablaba de peregrinos en busca de una estrella verde. En una ocasión una de las mujeres abandonó intempestivamente el salón y me descubrió acuclillado junto a la puerta y ese fue el final de mi labor de espía: la reprimenda de Madre Aradia, y sobre todo la mirada que fijó en mí mientras me reprendía, permanecen intactas en mi memoria junto con los estremecimientos que me provocaron. Fueron justo esas doce mujeres, ya envejecidas por supuesto, las primeras en presentarse para rendir sus respetos a Madre Aradia como si ella misma les hubiera avisado de su muerte, ya que ni papá ni yo difundimos la noticia sino hasta después de resolver los trámites funerarios básicos. Las doce formaron un círculo alrededor del féretro y comenzaron a orar en esa lengua ininteligible que había oído en mi infancia. Las doce portaban en la solapa de sus sacos un broche donde reconocí la eglantina, la flor que Madre Aradia privilegiaba por encima de todas. Recordé sus palabras como si surgieran de un pasado remoto, reverberando a través de un túnel interminable:
—La eglantina, hijo, ha recorrido un camino largo. Viene desde la poesía de la Edad Media. Significa dolor, significa lágrimas. Quien te quiere, te hará llorar.
Tuyo,
Alessandro.
FOTO: Ambas imágenes forman parte de un álbum consagrado por entero a un funeral en Italia, obsequiadas al autor. Crédito de imagen: Cortesía Mauricio Montiel Figueiras /Salto de Página
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