Emmanuel Carrère: El gusto por la complejidad de lo real
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El escritor francés es de los que piensan que el periodismo sí puede contribuir a cambiar la realidad en que vivimos. Aquí una entrevista con el autor de El adversario, realizada durante su visita a la FIL de Guadalajara
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POR LEONARDO TARIFEÑO
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Guadalajara. El francés Emmanuel Carrère (París, 1957) es más que un buen o muy buen escritor. Se trata de uno de los pocos autores contemporáneos cuyo trabajo condensa y desarrolla una forma narrativa novedosa, un estilo único e inimitable que de El adversario (1999) a Calais (2016) resulta tan personal como una cicatriz. Novelista formado por la influencia de Truman Capote, guionista, cineasta y, sobre todo, creador de “novelas de no ficción”, el ganador del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances de este año es un narrador influyente, versátil y arriesgado, capaz de retratar con igual intensidad a un padre de familia convertido en asesino (El adversario), a un poeta ruso seducido por el fascismo (Limónov) o a un hombre lúcido pero desesperado —él mismo— listo para redescubrir la fe cristiana (El Reino).
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Hasta principios de los noventa, Carrère había escrito cinco novelas (entre ellas El bigote, elogiada por John Updike), varios ensayos y una biografía de Philip K. Dick, y después de Una semana en la nieve (1995), la noticia de un asesinato múltiple detonó su primera gran crisis creativa. El asesino, Jean-Claude Romand, había mentido durante 18 años acerca de su profesión, sus relaciones y su vida cotidiana, y, tras ser descubierto, mató a su esposa, sus hijos, sus padres y su perro. Carrère se propuso contar esa historia, pero no sabía cómo. Durante siete años, el autor exploró distintas formas de narrar aquéllo que lo impresionaba tanto, hasta que su intuición periodística lo llevó a los márgenes de la no-ficción. Desde entonces, sus libros funden el reportaje con la crónica, las memorias, el ensayo y la intriga propia de toda novela, siempre con una intención descarnada que se enfrenta a las distintas dimensiones de lo oculto, ya sea bajo las coordenadas de la muerte (De vidas ajenas), los enigmas psico-biográficos (Limónov) o ese misterio insondable y abismal que Carrère ubica libro tras libro en su propio yo.
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Estuvo siete años sin escribir entre Una semana en la nieve y El adversario. ¿Qué ocurrió para que pasara de la novela a la no-ficción?
Lo que ocurrió fue que me topé con los extraños y terribles sucesos que narraría en El adversario. Como cuento allí, la historia es la de Jean-Claude Romand, un hombre que mató a toda su familia tras demostrarse que todo lo que se sabía sobre su vida era falso. A mí esa historia me fascinó, y desde un primer momento empecé a buscar la forma de escribirla. Claro que fue un proceso muy largo y difícil porque ninguna de las maneras de narrarla que encontraba me resultaba satisfactoria. Una y otra vez, sentía que sonaba falsa. Hasta que, finalmente, me pareció descubrir que la historia reclamaba un tratamiento documental, en el que no se inventara ni agregara nada.
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Pero la novedad de El adversario no es tanto eso, sino el uso particular de una primera persona no protagónica, muy reflexiva.
Sí, junto a aquella convicción surgió la necesidad de contar la historia de Romand en primera persona. Era una decisión difícil, porque ya se sabe que el uso de la primera persona se considera un signo de arrogancia. A mí, en cambio, me pareció que mi caso era al revés, un auténtico ejercicio de humildad y transparencia. Era mi manera de decir que no buscaba una verdad objetiva, sino asumir mi subjetividad y dejar claro que ahí estaba yo, con lo que había visto, investigado y vivido, sin ninguna otra verdad entre las manos.
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¿Cómo fue ese proceso de siete años de búsqueda?
En ese tiempo pensé y pensé mucho, pero no fue lo único que hice, por supuesto. También hice algo de periodismo y escribí guiones. No estuve tirado en el colchón mirando el techo, aunque sí admito que fue un proceso bastante deprimente.
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Ha dicho que una de sus grandes influencias fue A sangre fría, de Truman Capote, que en sus propias palabras esconde un “malestar moral atroz”. ¿No hay una contradicción en reivindicar la transparencia en una narración como El adversario y, al mismo tiempo, señalar que su principal influencia fue un libro célebre por su falta de transparencia?
Es que A sangre fría es un gran libro, una verdadera obra maestra. Cualquier escritor que se proponga escribir sobre un caso criminal tiene que enfrentarse con su sombra, porque es un ejemplo notable de cómo narrar un hecho de estas características. Lo debo haber leído tres o cuatro veces, y de cada lectura he salido más y más impresionado. El poder que tiene, la belleza del estilo, es maravilloso. Pero es verdad que hay deshonestidad en sus raíces. Sabemos que Capote decidió borrarse a sí mismo en el texto, cuando en realidad fue parte importante de la historia. Y se borró no sólo por convicciones estéticas, sino porque su rol en el asunto fue horrible. Él quería que los criminales fueran ahorcados, porque sabía que de esa manera su libro tendría un gran final. Fingió tener una amistad con los asesinos, no hay dudas de que su actitud fue fraudulenta. Pero, ¿sabes?, yo siento que Capote se sintió muy culpable por todo eso. Claro que quizás me equivoque y esté “proyectándome”, como se dice en psicoanálisis.
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¿Qué tan importante fue A sangre fría mientras buscaba la forma adecuada para escribir El adversario?
Mucho. Pero no necesariamente para seguir sus pasos. Gracias a esas lecturas, me empeñé en encontrar una forma narrativa diferente a la que ya había usado Capote.
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Ya que mencionó el psicoanálisis, vale la pena recordar que en el discurso con el que inauguró esta edición de la FIL citó la frase “lo real es cuando uno se golpea”, de Jacques Lacan. ¿Cuáles han sido los principales golpes que le asestó la realidad?
¡Varios! Pero para poner un ejemplo: una vez fui a un pequeño pueblo de Rusia a filmar, primero, un reportaje televisivo, y, luego, un documental. Estuvimos mucho tiempo grabando escenas de la vida cotidiana del lugar, como las discusiones entre la gente, las peleas de los borrachos, cosas así. Y, obviamente, enseguida empecé a preocuparme porque lo que filmaba no iba a servir para nada, no tenía ningún interés. Seguí grabando, claro, con la esperanza de que sucediera algo. Y ese algo sucedió. Fue horrible, pero sucedió.
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¿Qué pasó?
Bueno, como luego conté en Una novela rusa, mataron a una joven que trabajaba en nuestro equipo como intérprete. A ella y a su niño de seis meses. Fue una experiencia terrible, un verdadero shock, pero así es la realidad. En una novela o en un guión nunca hubiera sido capaz de imaginar algo parecido. Y esa sorpresa lo cambió todo: el trabajo que fuimos a hacer a Rusia, mi percepción de la realidad, muchas cosas. A ese tipo de situaciones me refería con aquella frase de Lacan, porque la realidad tiene maneras terribles de golpear. Y, como dice esa cita, no hay nada más real que sentir esos golpes.
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Aunque los une la intención autobiográfica, sus libros son muy distintos entre sí. ¿Cómo elige sus temas?
Esa es una pregunta sencilla pero muy importante, para la que lamentablemente no tengo respuestas. ¿Qué es lo que más me importa? ¿La historia? ¿El personaje? ¿El tema? No lo sé. Y me encantaría saberlo, porque justamente ahora no tengo un libro entre manos y no sé sobre qué podría escribir. Ya me ha ocurrido y sé lo que pasa cuando uno descubre lo que más adelante será el libro. Lo describiré así: es la sensación de que uno tiene que escribir esa historia, que sólo uno puede contarla. Pero no sé cómo ocurre, ni por qué.
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¿Y cuándo sabe que tiene que escribir tal o cual historia?
Depende del libro. Recuerdo que cuando leí el primer artículo sobre el caso Romand, inmediatamente sentí que debía escribir algo al respecto. Me llevó siete años encontrar la manera, pero nunca dejé de sentir que había un vínculo entre esa historia y yo. En De vidas ajenas, en cambio, me ocurrió todo lo contrario. Incluso diría que yo casi no tuve ninguna injerencia en la decisión de escribir el libro, fueron los protagonistas los que me pidieron de una manera muy explícita que contara su historia. Por otra parte, con Limónov el origen también fue peculiar: yo estaba más o menos interesado en este personaje al que conocía desde hacía mucho tiempo, así que decidí escribir un reportaje sobre él para una revista. Después de convivir dos semanas en Moscú, escribí el reportaje y empecé a sentir que podía continuar e ir más allá, ya que un artículo no bastaba para narrar todo lo que veía en él. Y aún cuando empezaba a hacerse evidente que él se transformaría en el protagonista de mi libro, nunca estaba del todo seguro en el rumbo que tomaría la trama. Recuerdo, por ejemplo, que Jorge Herralde, mi editor en Anagrama, me dijo por entonces que contar la historia de quien para él era un “pequeño y desagradable fascista” era una locura. Y tenía razón, claro, pero yo no podía hacer nada porque cada libro tiene una trayectoria distinta. Y en cada uno es igual de difícil identificar una historia posible.
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En su discurso inaugural señaló la importancia de la generosidad cuando se escribe sobre personas reales, y admitió que en algunos libros suyos no fue lo generoso que debió haber sido.
Sí, sobre todo en Una novela rusa. Me refería a que hubo dos personas, mi madre y mi ex pareja, a las que no cuidé como tendría que haberlo hecho en esas páginas.
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¿Por qué en aquel momento tomó la decisión de ir “demasiado lejos”, y luego, o mejor dicho, ahora, se arrepiente de ello?
Bueno, no diría que estoy arrepentido; no he tenido que arrepentirme porque, afortunadamente, no ocurrió nada terrible. En aquel momento estaba trabajando en el libro y sentí, digamos, la necesidad interior de escribir lo que escribí. Pero insisto en que ahora no volvería a hacer algo así, es el tipo de asunto que no quisiera repetir.
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Ha hecho distintos tipos de trabajos periodísticos, incluido el reportaje Calais, sobre el campo de refugiados de esa ciudad. Después de tantas experiencias de reporteo, ¿cree que el periodismo tiene el poder de influir en la realidad y cambiarla?
Sí, sí lo creo. Porque para cambiar las cosas, primero hay que describirlas. O mejor dicho: describirlas, narrarlas, ya es una manera de transformarlas. Es el caso de lo que veo en México, donde sé que muchos periodistas arriesgan su vida con tal de describir lo que ven. Para mí, hay que tener algo de héroe para ser periodista hoy en México.
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Si tuviera que elegir las cualidades que todo periodista debiera tener, ¿cuáles serían para usted?
Coraje, sí. Sobre todo si uno es periodista en México, o si va a investigar asuntos controvertidos. Honestidad. Curiosidad, obviamente. Y agregaría una, muy importante: el gusto por la complejidad de lo real. Que la complejidad le guste, que no la vea como un problema o algo a evitar. Que sea sensible y consciente de la complejidad de las situaciones. Eso es muy importante para mí.
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¿Por ejemplo?
A ver, recuerdo que hace unos meses atrás, durante la campaña electoral en Francia, mi colega Michel Houellebecq dijo en una entrevista: “No conozco a nadie que vote al Frente Nacional de Marine Le Pen, y considero que para un escritor esto es una falta profesional”. Estoy completamente de acuerdo. Lo más importante e interesante en el periodismo es que te obliga a escuchar a gente que no siente como tú, que no está de acuerdo contigo y no tiene nada que ver con tus gustos e intereses. Esta es una de las grandes virtudes del periodismo y a mí me importa muchísimo.
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¿Es lo que más le importa de la profesión?
Es lo que más rescato. Yo siempre digo que en el periodismo hay dos familias: una es la del comentario, el análisis y la opinión; otra, la que cuenta historias. Ambas son muy respetables para mí, pero yo pertenezco a la segunda. No me gusta tener que expresar opiniones y creo que no soy bueno para eso. En cambio, sí me interesa ir a algún lado a ver lo que desconozco, o encontrarme con gente en las antípodas de lo que soy o pienso. Mi trabajo como periodista no es rodearme todo el tiempo con gente que piensa como yo. Es muy fácil tener amigos o compañeros que piensan como uno y son humanistas, ilustrados o más o menos de izquierda. Pero si eres periodista, tienes que cruzar esas fronteras y tratar con gente en el extremo opuesto de tus ideas. Escuchar a esa gente, tratar de entenderla y no juzgarla es parte fundamental del trabajo del periodista. Porque juzgar es muy fácil. Y yo creo que el periodismo, cuando se lo practica con honestidad, es una gran escuela de empatía.
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FOTO: Carrère, quien recibió el Premio de Literatura en Lenguas Romances, lamentó que éste ya no lleve el nombre de Juan Rulfo, escritor al que admira. / Especial
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