El hombre que vivió entre libros: Juan Gustavo Cobo Borda
Fallecido el pasado 5 de septiembre, el escritor y diplomático fue un hombre que vivió para la literatura y en su haber tuvo amigos tan singulares como Borges
POR RUBÉN DARÍO HIGUERA
De perfil, sentado al borde de la cama. La mirada puesta en un punto indeterminado que advierte a un hombre meditativo, casi ausente del mundo y casi ausente de sí mismo. Desde el pasillo que da a su habitación puedo verlo y escucharlo tras el primer saludo. La voz frágil, melodiosa, llega hasta mí y traspasa su apartamento para invitarme a seguir, la sigo desde una amplia sala con cuadros de María Paz Jaramillo, Alejandro Obregón y Alberto Sojo, algunos dibujos de Seguí, un grabado de Antonio Berni. Lo veo de frente, acomodándose sin prisas en la cama y clavando sus ojos en el libro que lleva entre sus manos –Seis paseos por los bosques narrativos, de Umberto Eco–, que luego deja a un lado para acomodar sus gafas y saludar.
En el mismo piso en el que vive, otro apartamento da morada a los libros que lo han acompañado a lo largo de la vida 28 mil ejemplares. Ahí mismo, un escritorio sostiene una máquina de escribir que descansa del martilleo constante al que durante años ha sido sometida, desde que a un joven Juan Gustavo le dio por escribir sus primeros versos. “Me ha acompañado por todo el mundo”, me dice, sentándose frente a ella para improvisar una frase. Tras los primeros golpeteos que llegan desde el escritorio, se escucha su voz, que lee en voz alta lo que la musicalidad de la máquina ha dejado consignado en una hoja en blanco: “Jorge Luis Borges, dios de las letras”.
La máquina ha sido testigo de su amor por Cavafis desde mucho antes de que Cobo Borda fuera a Atenas; de su pasión por la música y la literatura argentina dentro y fuera de Buenos Aires; de su amor por el Quijote, quien le contagió esa enfermedad incurable y pegadiza de hacerse poeta mucho antes de que viviera en España, en Madrid. Tres ciudades –tres países– en las que estuvo como diplomático, nutriéndose de costumbres ajenas, adquiriendo libros y agotando lecturas y paisajes. “La magia argentina es inagotable”, dice Cobo. “Están Borges, Maradona, Gardel y Charly García, que se tira desde los hoteles, qué cosa más genial”.
Su producción literaria cuenta con más de cincuenta libros, algunos de ensayo y crítica, unos más de poesía y varias antologías: todo bajo el criterio de su lectura y la arbitrariedad de sus gustos. Fue, además, editor de más de trescientos títulos en el Instituto Colombiano de Cultura y a él se deben libros como ¡Que viva la música!, de Andrés Caicedo y los Escolios, de Nicolás Gómez Dávila.
Conoció a Griselda, su esposa, durante un mitin peronista en Buenos Aires: “Leer y escribir, no hace otra cosa. No es capaz de cambiar ni un bombillo”, dice ella mientras me muestra todos los libros que ha escrito su esposo. Están ubicados en la sala de ese apartamento cuya función única es ser una de las más grandes bibliotecas personales de Bogotá. “No está todo catalogado, pero sí por países. La literatura colombiana está en el cuarto de servicio”.
¿Fue en el Liceo de Cervantes donde inició su pasión por la lectura y los libros?
Desde el colegio siempre me intrigaron mucho los libros. Yo era como todos los muchachos, muy farsante, entonces fingía que había leído el Ulises, pero nadie ha leído Ulises, salvo Umberto Eco, ningún otro lo ha leído completo, ni ha ido a comprar a Dublín el jabón con olor a limón como lo hizo don Umberto…, y quizá Joe Broderick. Me pasó una cosa curiosa, yo tenía la edición de Santiago Rueda, que era la única que circulaba en español en ese entonces. Un día descubrí en la biblioteca de mi padre, que era especialista en seguros y derecho marítimo, el Ulises traducido por José Salas Subirat, que escribía sobre seguros… Ahí me di cuenta de que la literatura era un perpetuo juego de investigación y pesquisas, y que a partir de algo minúsculo se iniciaban otras y nuevas experiencias.
Además de la poesía usted es un gran amante de la música y de la pintura, ¿fue una pasión adquirida por medio de los libros?
Me hace mucha gracia que cuando hice mi bachillerato en el Liceo de Cervantes, los padres agustinos, viendo que a mí me gustaba leer, me llevaran a formar la biblioteca del colegio, que no existía. Entonces nos fuimos a todas las editoriales y Seix Barral fue toda una revelación porque estaban los primeros libros de Heinrich Böll y la Estructura de la lírica moderna, de Hugo Friederich, con una antología de poemas que eran inaccesibles en español. Recuerdo que leí al poeta Gottfried Benn, médico de problemas sexuales en el Berlín de ese entonces; tenía unos poemas bellos en los que quedaban a medio decir las cosas; poemas, por ejemplo, sobre Chopin, a quien él imaginaba tocando en las casas de ingleses ricos. Desde ahí empecé a sentir pasión por la música y la pintura, entonces comencé a escribir sobre pintores como Remedios Varo, Botero o Alejandro Obregón.
¿Qué tan cierto es que usted empezó a escribir plagiando y robando versos de otros poetas?
Yo pensaba que nadie se daba cuenta de que yo me robaba versos de otros y andaba campante por el mundo mandando mis poemas. Cuando los enviaba yo estaba convencido de que había deslumbrado a alguien, pero luego la persona me decía que eso ya estaba en los Veinte poemas de amor, de Pablo Neruda, y cosas así. Me bajaba entonces de la nube de pensar que yo era el único que había descubierto a Neruda. Después fui más astuto y cauteloso, y empecé a robarlos de otros lados más difíciles de acceder; de esa forma evité que llegaran a denunciarme como cleptómano de poesía.
Fueron muy amigos con Alejandro Obregón. ¿Compartían el gusto por la poesía?
Una de las grandes alegrías es haber tenido la posibilidad de estar con ciertas personas que siempre me llevaron más allá de las cosas. Uno de ellos fue Obregón, que se sabía de memoria la poesía inglesa del romanticismo; comenzaba a recitarla en cualquier momento, preferiblemente después de las tres de la mañana y de varias botellas de whisky. Una vez me hizo la prueba de recitarme a Keats, en inglés, en el Parque Nacional a las tres o cuatro de la mañana. Yo estaba a punto del colapso y aun así decidió que a esa hora lo mejor era ir a despertar a Asseneth Velásquez, la directora de la galería Garcés, para preparar unos huevos pericos con coñac y seguir recitando los poemas. Esa fue la mejor universidad del mundo, no hay una mejor que esa.
Hizo parte del comité fundador de la Biblioteca Ayacucho, el proyecto editorial que reúne las grandes obras de la literatura latinoamericana. ¿Cómo es la anécdota de cuando le preguntaron por los autores para publicar?
Yo no creía lo que veía: estaban Ernesto Mejía Sánchez, Luis Alberto Sánchez, Leopoldo Zea, Gonzalo Rojas, Vargas Llosa, José Emilio Pacheco y Ángel Rama; las figuras más destacadas. Cada uno debía llevar una propuesta de libros para editar, los emblemáticos de cada país. Yo dije: María, El carnero, La vorágine, Asunción Silva y Vargas Vila. Ángel Rama, que me consideraba una especie de chino (niño) malcriado, me dijo: “Pero Cobo, lo hemos invitado para que nos aporte luces”. Yo quedé inhibido ante semejante paraninfo de sabios, pero Miguel Otero Silva levantó la mano y dijo: “Compañeros, me permito discordar con el ilustre profesor Ángel Rama que tanto nos ilumina, pero yo estoy de acuerdo con Cobo Borda por una razón muy sencilla: porque todos en un momento dado nos hemos masturbado con José María Vargas Vila y eso es razón más que suficiente para publicar sus libros”. Desde entonces una de mis líneas de investigación más sólida ha sido recoger testimonios de todos los que han sido lectores de Vargas Vila, algunos insinuando que también se masturbaron o, en todo caso, que su lectura fue fundamental: Jorge Amado, Vargas Llosa, Carlos Barral… Todos lo reconocen, hay una cosa hormonal, de bilirrubina, que los tenía perturbados.
Usted que fue amigo de Borges, dígame: ¿Qué tanto conocía y qué tanto le gustaba a él la literatura colombiana?
Mucho. En cierta ocasión salimos de una cena y en mitad de la calle se detuvo y recitó completa La perrilla, de José Manuel Marroquín. Se sabía a Silva de memoria y le gustaba mucho. Y, bueno, existe la famosa nota de Borges sobre María, de Isaacs.
¿Cómo recuerda hoy, después de tanto tiempo, a Borges?
Fue una persona sarcásticamente dulce, un hombre pertinente en su memoria, ya que si estabas hablando con él de repente salía con las citas menos imaginables de los Vedas o de Coleridge. Era como la gran memoria del mundo. Hospitalario, pero al mismo tiempo muy compenetrado con una Argentina profunda propia de su familia y de sus parientes militares. Y lo bueno de Borges es que nunca se acaba. No hay un escritor que tenga la misma resonancia. Tenía que ver con todo: detectives, Alicia en el país de las maravillas, Shakespeare, el tango, los arrabales…
Se conocieron acá en Colombia cuando usted estaba como subdirector de la Biblioteca Nacional…
Borges fue a la Biblioteca y se formó tal desorden que tuvimos que cerrar las puertas y fueron destrozadas por la gente que quería escucharlo. Entre ellos estaba William Ospina, que no sé si le sirvió de mucho su entusiasmo por Borges; no se justificó el viaje en el caso de él. Esa noche estábamos Jorge Eliécer Ruiz, Ramón Pérez Mantilla y Valencia Goelkel y no sabíamos qué preguntarle. De repente le dije que a mí me gustaba mucho un soneto sobre los espejos que él citaba repetidas veces, y Borges se sorprendió de que yo le recordara al poeta Enrique Banchs y dijo: “A mi amigo Enrique Banchs le pasó lo mejor que le puede pasar a un poeta: lo abandonaron, y gracias a eso pudo escribir un poema inmortal”. Al decir eso fue cuando la Biblioteca Nacional se derrumbó por la emoción y los aplausos.
Bogotá siempre ha estado presente en sus escritos. ¿Cómo es la relación que mantiene usted con la ciudad?
Una relación turbulenta, de fascinación y desprecio también. Pero en mi caso es una relación que no es cerebral, sino sobre todo ambiental. Uno se siente de la ciudad, se siente de los gestos de la ciudad, de esa falsa elegancia y al mismo tiempo de esa urbanidad sospechosa, para descubrir después que todo es un desastre. Las gentes de la ciudad y Bogotá misma están cubiertas por capas, capa sobre capa para ocultar la nada. Ahora me gusta más porque no salgo, entonces me parece muy bella. Al no salir, Bogotá es una ciudad fantástica. Es abominable que se haya convertido en un emporio de la cultura; en ese sentido, es mejor quedarse en la casa para dedicarse a leer y no participar de los debates de los poetas, ni de los ciclos para incrementar los índices de lectura.
Fundó la editorial La Soga al Cuello que no pasó de publicar dos libros. ¿Cómo es la historia de ese fracaso al que estaba destinada la editorial?
Fundamos La Soga al Cuello con Feliza Bursztyn, Darío Jaramillo y Sebastián Betancur. Era gracioso porque el primer libro se llamaba Consejos para sobrevivir, y como no nos podíamos sostener publicando solo un libro mío decidimos publicar El café en la sociedad colombiana, de Luis Eduardo Nieto Arteta. Buscamos a la viuda de Arteta y se entusiasmó cuando fuimos a pedirle permiso para publicar el libro. Cuando estábamos hablando con ella nos preguntó el nombre de la editorial y al decirlo se congeló todo, nos despidió y nosotros no tuvimos más opción que retirarnos; no sabíamos que su marido se había ahorcado con una corbata en el baño del Tribunal de Barranquilla. Como ves, estaba todo garantizado para que no funcionara. Publicamos mi libro e Historias, de Darío Jaramillo; ahí murió la editorial.
Usted tiene una biblioteca de 28 mil ejemplares. ¿Lectura o acumulación compulsiva?
No, no, los he leído todos, me faltan solo tres o cuatro. Lo fascinante es que con el paso del tiempo se te olvidan y vuelves a empezar.
¿Cuál será el destino de esos libros?
Son para mi hija Paloma, que es muy buena lectora. Ella sabe muy bien qué es lo que hay y qué es lo que a ella le gusta. Conoce tan bien la biblioteca que descubrió que yo tenía tres ediciones de la Ilíada. Alguna vez vino con los tres ejemplares y me mostró de forma irrefutable que en ninguno de ellos había pasado más allá de la página cuarenta; los tres estaban hasta ahí subrayados y el resto era de una pulcritud que demostraba que yo no había leído la Ilíada. Supongo que es porque uno llega hasta la página cuarenta y cierra el libro para ponerse a ver las muchachas desnudas en la última Playboy. Pero lo bueno es que los libros están en el aire. Todos citan a Helena, pero, por ejemplo, a mí Helena de Troya me parece fascinante es por un poema de Yorgos Seferis, donde deja claro que todos la amamos, precisamente, porque no estuvo en Troya.
¿Y dónde está todo lo que usted ha escrito? Sus manuscritos originales, sus cartas, sus inéditos literarios…
Están en Princeton y hay un valor suplementario y es que todos mis escritos están protegidos de bombas atómicas. Todos los manuscritos y cartas, comprometedoras o no. Las infamias y alborozos. Están allá, al igual que todas las cartas de Octavio Paz y las relaciones adúlteras de Elena Garro de Paz con Adolfo Bioy Casares, que también están protegidas de bombas. Como Donoso y Carlos Fuentes. Fue por Pepe Bianco, el secretario de redacción de la revista Sur, en Buenos Aires. Vinieron de Princeton a buscar su correspondencia y él les dijo que hablaran conmigo que estaba ahí de agregado cultural. ¡Yo encantado de estar protegido de bombas atómicas! Ahí entra uno en la egolatría total: Edgar Allan Poe, Henry James… Cobo Borda… Eso es lo más irrisorio que puede pasar en el mundo, pero allá están y ellos no las traspapelan como pasa con las bibliotecas aquí, en las que las cosas se pierden. Todo está archivado, clasificado y se puede consultar.
ECO fue una revista codiciada y admirada por muchos autores. ¿Cuál fue el éxito de esa revista?
Las revistas son los grandes laboratorios y cocinas donde se encuentra la gente y donde se preparan y se arman posiciones comunes, viajes, azares… Hay algo muy importante y muy latinoamericano, la complicidad en la lectura. Y eso lo hacía ECO, en donde convergieron autores como Silvina Ocampo, Lezama Lima, Julio Cortázar y Fernando del Paso. Ellos enviaban sus textos en sobres con estampillas y copias en papel carbón porque ya tenían el olfato y sabían que iban a ser apreciados y leídos, y, si no, por lo menos publicados.
¿De dónde surge la poesía? ¿Del corazón?
En realidad nace de todo, de la calle, del cine, de la pintura, de la mirada… Y siempre nace un poco de las musas, en el sentido de que ellas son las que se niegan y luego no contestan el teléfono y les pasa una cosa terrible y es que son absorbidas por las tareas y los trabajos. Por eso escribí La musa inclemente, porque ellas se entregan y luego se pierden, pensando en cosas más prosaicamente rutinarias: cumplir los plazos de jubilación. La poesía tiene que ver con el rescate de la belleza y con la irresponsabilidad.
¿Alguna vez hizo parte de la bohemia literaria?
No, pero me incitaron mucho. Guillermo Angulo siempre me dice: “Cobo, usted por qué dañó esa fama tan buena que estaba adquiriendo de bohemio, de pervertido y de marica, y se dedicó a escribirles a las señoras; qué mal terminó usted, Cobo, en la embajada, en instituciones y en la presidencia… Lástima, usted hubiera podido tener una espléndida carrera de bohemio”.
¿Qué quedó de la “generación desencantada”, el nombre que le dio la crítica a los escritores de su generación?
Que el país y el tiempo nos dieron la razón y cada vez estamos más desencantados y solos. Para eso la cura es solo una: leer sin pausas.
¿Si no trabajara con las palabras, con qué hubiera decidido trabajar?
Con una de las cosas más expresivas y que siempre está rondando con las palabras, que es su reverso: el silencio. Y cerca de la impotencia también de cómo dices las cosas. Por ejemplo, esa cosa tan terrible que es el horror que hemos vivido durante todos estos años, ¿cómo puedes llegar a decir eso? ¿Exorcizar o transformar no sólo la violencia, sino también el sadismo, esa brutalidad exacerbada que le ha tocado vivir a Colombia? Desde siempre hemos tenido esa cosa sádicamente abyecta de ver que el ser humano puede ser reducido, oprimido y degradado hasta unos niveles intolerables, y de ver cómo de alguna forma es casi imposible que la palabra llegue a redimir el crimen. Entonces sólo queda el silencio. El silencio que habla.
¿Cree que Colombia es como la describió en el poema “Colombia una tierra de leones”? ¿Un “país mal hecho, cuya única tradición son los errores?”
Me causó gracia que al salir el libro se lo di a Otto Morales y él por azar abrió en esa página y me dijo que no era así, que era un poema muy antipatriótico. A mí me sorprendió la reacción de él, que pese a todo lo que había visto y le había tocado vivir, mantenía la ficción de que Colombia sí existía. Pero lo mío no era una reflexión, sólo pensaba que en muchas circunstancias las cosas en este país no habían salido. Eso tiene que ver con un ensayo precioso de Hernando Valencia sobre Barba Jacob, en donde dice que los colombianos nunca han tenido una segunda oportunidad; sólo en el primer momento, cuando se inicia la vida, todos los logros son posibles, pero después no: se pierden esos logros, se enturbian, se dañan y luego no tenemos la fuerza o energía para volverlos a levantar y ponerlos en acción.
Ningún vicio viene solo. ¿Con qué otros vicios acompaña el de la lectura?
Mis otros vicios son la acumulación bibliográfica, hablar por teléfono y, sobre todo, la gula, que es el único pecado capital que se ostenta, como dijo Orson Welles, uno de mis grandes ídolos. En materia de comida me gusta mucho la del Mediterráneo y algunas cosas con raíz andina, como la comida peruana: la causa limeña me parece fundamental. La comida colombiana me parece una obra maestra del mestizaje y, como ya pasé de los cincuenta, puedo rendirle un homenaje a Hernando Téllez y decir que me gusta el ajiaco y el chocolate con colaciones.
¿Se considera más un lector o un escritor?
Lector. Y curiosamente el mundo parece haberme dado la razón porque para formar mi propia biblioteca primero me llevó de librero a Buchholz, esa torre de Babel de siete pisos ubicada en la avenida Jiménez; después me llevó a ver cómo los libros arman grandes bibliotecas trabajando en la Biblioteca Nacional y luego me llevó a ser editor para ver cómo se hacen los libros. Lo más fascinante es ver que me dio razón de ser, precisamente, cuando toda la gente anda dando lata con que se va a acabar el libro, cosa que está muy bien porque es mucho mejor vivir con algo que permanece en el apocalipsis total; hace que los libros adquieran más sabor, más gusto.
Participó en una edición del Diccionario, en la Academia Española. Supongo que es una forma fascinante de trabajar con las palabras, siendo usted poeta.
Era otra forma de hacer poesía. Para ese Diccionario estaban todavía vivos Camilo José Cela y el ensayista Pedro Laín Entralgo, que fue un gran médico y me dijo algo que me hizo mucha gracia: “Eduardo Carranza era bastante excesivo, quería ser más español que nosotros”. También estaba Francisco Ayala, al que le pregunté cómo llegó a los cien años y respondió: “A punta de vino y jamón serrano”. Debíamos llevar una palabra para discutir el porqué debería o no aparecer en el Diccionario. Alguien dijo que debía ser incorporada la palabra “lolitismo”, ya que aludía a las personas mayores que empiezan a experimentar una fascinación senil por las niñas jóvenes, por las nínfulas. Alguien, al fondo de la sala dijo: “Ah, sí, sí, como tantos académicos…”, y exigió que fuera aprobada; entonces, como puedes ver, fue un debate muy expedito y rápido y la palabra “lolitismo” pasó de la vida privada de los académicos a la vida pública del Diccionario.
Ha escrito mucho sobre poesía y erotismo, ¿cuál es para usted la relación que existe entre las dos?
Al igual que el erotismo, la poesía es la caricia más profunda, la intensidad que no desfallece, ya que vuelves a leerla y vuelves a vivirla. No se apaga ni se petrifica. Y en medio de todo esto que vivimos, sólo te quedan las palabras, la poesía, para no sentirte tan difunto.
Y el deseo…
Sí, esa especie de avidez e intriga, esa sospecha que te despierta la curiosidad. Por eso preferiblemente no hay que leer lo que esté de moda, no hay nada más letal que la novedad. Mira por ejemplo la biblioteca personal de Borges: hay libros hasta de matemáticas. Empiezas por Borges y luego terminas leyendo a Gibbons y la caída del Imperio romano. Ante eso nada más importa, ni el Centro Democrático ni José Obdulio Gaviria; importa Gibbons traducido por Borges.
¿Para trabajar qué prefiere, el día o la noche?
La noche, pero ahora soy insomne y es curioso porque empiezas a medir que faltan horas para despertarte y de pronto dices: ya no quiero leer más, qué fastidio leer para intentar dormir, lo único que quiero es dormirme insensiblemente, flotar.
FOTO: Juan Gustavo Cobo Borda nació en Bogotá el 10 de octubre de 1948/ Claudia Rubio/ Archivo El Tiempo
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