El hombre soviético

Ene 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 7633 Views • No hay comentarios en El hombre soviético

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

 

El día que le otorgaron a Svetlana Aleksiévich el Premio Nobel de Literatura en octubre pasado me encontré en la sala de espera de un consultorio a una colega a disgusto por una decisión que premiaba a una periodista, decía ella, no a un escritor o escritora. Sin haber leído en ese momento a la bielorrusa nacida en 1948, el primer autor postsoviético en recibir el premio, no alcancé sino a musitar una objeción de carácter muy general: el periodismo también puede ser gran literatura.

 

Yendo más lejos, la distinción entre fiction y non fiction es un invento más de Barnes & Noble que de la crítica literaria. Tan papanatas será un Derrida diciendo que en el fondo “todos son textos” que quien crea literatura sólo a lo inventado, en prosa o verso. Abundan los grandes escritores que anteriores a la dieciochesca divulgación del periodismo, escribieron para contar y darle razón de ser a lo que vivían: Tucídides, Marco Polo, Montaigne, Swift, Cortés y los posteriores cronistas de Indias, Voltaire y todos los enciclopedistas. Otros, contemporáneos de la propagación de la prensa, la ennoblecieron con sus ensayos, memorias y opiniones: el doctor Johnson, Hazlitt, Napoleón en Santa Helena, Chateaubriand. Y a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el auge del periodismo hizo ejercerlo a grandes escritores: Larra, Dickens, Twain, Dostoievski y tantos poetas modernistas hispanoamericanos hasta llegar a Chatwin y García Márquez, pasando por Orwell, sin contar a los Darwin y a los Marx, periodistas en sus respectivas maneras, científica y política. Recuerdo una genial disquisición de mi maestro Hugo Hiriart sobre por qué la gente prefería ver películas o leer libros basados en hechos reales que imaginarios. Lamentablemente he olvidado su conclusión.

 

Es difícil confiar en los suecos. Le han dado el premio a escritores de escaso peso, como el sincero Modiano, quien el año pasado se preguntó azorado “¿Por qué a mí?” y omitieron a varios de los clásicos indiscutibles del siglo pasado. Pero tras leer El fin del “Homo sovieticus” (Acantilado, 2016), de Aleksiévich, me parece que esa valerosa periodista lo merece tanto como sus compatriotas Bunin, Pasternak, Brodsky y Solzhenitsyn. De hecho este libro bien puede ser leído como una continuación y una crítica del legado de Solzhenitysin, cuyo Archipiélago Gulag, según cuenta uno de los cientos de narradores orales convocados por Aleksiévich, se pudre en las librerías de viejo de la ex Unión Soviética, cuando llegó a ser el artículo clandestino más preciado antes de la llegada, eufórica y trágica, de la Perestroika.

 

Debo advertir al lector que quien no tolere los horrores narrados en Archipiélago Gulag o en Vida y destino, de Grossman, debe abstenerse de El fin del “Homo sovieticus” donde se comprueba que la degradación de lo humano por el comunismo soviético, en todas sus épocas y modalidades, heladas o deshielos, fue un pozo sin fondo. Cuando se abrieron los archivos, durante la Perestroika, la ávida Aleksiévich, se lanzó sobre uno de los frutos prohibidos y leyó lo siguiente en una correspondencia hasta entonces secreta: “Eso no es pasar hambre. Cuando Tito sitió Jerusalén, las madres judías se comían a sus propios hijos. Cuando yo consiga que las madres de Moscú comiencen a devorar a sus hijos usted podrá decirme: ‘Aquí pasamos hambre’”. El firmante de esta carta no es ninguno de los jefes de la Cheka leninista, ni el propio Lenin, ni Stalin… sino su víctima más célebre: el generalísimo Trotski, mártir de los revolucionarios románticos en Occidente, quien con esa frase inclasificable, le respondió a un profesor angustiado en 1919.

 

La mayoría de los testimonios recogidos por Aleksiévich vienen o de los vencedores soviéticos de Hitler o de los decepcionados por la Perestroika, a la que defendieron, con Boris Yeltsin subido en un tanque, en agosto de 1991. El primer caso es de sobra conocido: nunca en la historia de la humanidad, los soldados victoriosos habían sido apresados y torturados por sus jefes. Pero así fue, gracias a la sospecha estalinista de que al cruzar Europa, el Ejército Rojo se impregnaba de capitalismo. Desde el primer intercambio de prisioneros entre la URSS y Finlandia –regalada por Hitler a Stalin en el pacto de 1939– mientras los fineses recibían flores y frutas, los soviéticos fueron precintados en vagones rumbo al Gulag. Los pocos soldados sobrevivientes regresaron ocho o diez años después a casa aun orgullosos de haber colocado la bandera roja en el Reichstag nazi. También ellos inventaron el chiste de que si llegaron raudos a Berlín –violadores de todas las mujeres alemanas, niñas y ancianas incluidas, encontradas a su paso– fue por su prisa de alejarse de Stalin o por morir dignamente en combate.

 

Aleksiévich misma se considera parte de la generación de Gorbachov. Ella, como miles de letrados, creyó en “un socialismo con rostro humano” y como la mayoría de quienes entrevistó, en la dura “bondad” del igualitarismo soviético, destruida por la transición vertiginosa, sin democracia, al capitalismo salvaje. Ello nos lleva a lo más relevante del libro: la soviética fue una sociedad universitaria y libresca, amante del teatro y del cine, que al carecer de libertades políticas, inventaba el mundo, con vodka o té, en las cocinas de cada uno de esos departamentos tan difíciles de conseguir. Sólo tenían a sus poetas, clásicos o prohibidos. Eso también lo perdieron y eso es lo que el hombre soviético, en extinción, extraña más, según la Nobel rusa: el perdido amor por libros. Ahora que censurarlos es irrelevante.

 

Casi todos los soviéticos hicieron una realidad existencial de esa lectura ortodoxa del Evangelio que convierte a todos los hombres en cómplices del pecado original. Según Svetlana Aleksiévich, la paciente transcriptora de sus conciudadanos, todos se sentían víctimas y no cómplices de esa caída irredimible. Pero la lectura de El fin del “homo sovieticus” arroja otra conclusión. El pueblo ruso es compasivo y sentimental, pero no bueno, asevera uno de los entrevistados. Es el más cruel de la tierra, dice, al grado que hoy día la mitad de los rusos, empezando por Putin, esa sombra, añoran a Stalin, quien cuando sus hijos, se lee allí, le pedían algo, les decía “Stalin no soy yo, es aquél” y señalaba su retrato en la pared.

 

El Holocausto se convirtió en una idea universal gracias a los valores de la Ilustración absorbidos por los judíos europeos, quienes tuvieron, además y como secuela del nazismo, un Estado nacional como custodio de la llama. Los soviéticos, salvo una honorable minoría liberal siempre irrisoria en influencia, no conocieron la autocrítica y si acaso se sintieron, no víctimas sino cómplices del horror más prolongado y sistemático de todos los tiempos, contaminados radioactivamente por el pecado.

 

*FOTO: El fin del “Homo sovieticus”, de la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich, aborda las brechas aspiracionales de la población rusa. En la imagen, militantes comunistas en un homenaje a Josif Stalin en la Plaza Roja de Moscú/EFE.

 

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