El infiernillo de Julio Torri

Dic 23 • Conexiones • 4117 Views • No hay comentarios en El infiernillo de Julio Torri

POR HUBERTO BATIS

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En entregas anteriores recordé mi ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras. Entonces había una prohibición para inscribirse viniendo de provincia; los interesados en ingresar a la UNAM debían ser del DF o egresados del sistema de preparatorias con “pase automático”, un derecho que mucha gente consideraba un escándalo porque suponían que el pase se refería a los exámenes. Yo traía unas cartas de presentación del gobernador de Jalisco, Agustín Yáñez, a quien le comuniqué mis deseos de venirme a la Universidad. Una carta era para don Alfonso Reyes, de El Colegio de México, quien me concedió una beca de investigador. Cada año teníamos que decirle cómo íbamos y nos preguntaba si queríamos otro año. Le decíamos que sí y nos lo concedía. Otra carta era para el Centro Mexicano de Escritores, para Margaret Shedd, la cual no estaba en México, pero yo fui admitido a las reuniones de becarios que más o menos dirigían Emilio Carballido o Luisa Josefina Hernández. El sistema que seguían era que uno leía los adelantos y todos le decían por turno lo que les parecía. Nadie se escapaba de opinar.

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Yo había cursado la Preparatoria en Ingeniería y buscaba estudiar una carrera de Filosofía y Letras. Yáñez le escribió a Nabor Carrillo, rector de la UNAM, quien dijo que siendo un alumno distinguido no habría problema para inscribirme en la carrera de Letras Españolas.

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Cuando entré en 1957, el director de la Facultad era el jurista Salvador Azuela, a quien sucedió un año después el pedagogo Francisco Larroyo. Ahí conocí a algunos maestros que fueron muy importantes para mí. Uno de ellos fue Julio Torri, quien me daba clase de “Español Superior”. En esas fechas él tenía 68 años pero ya lo veíamos viejecito. Tenía la voz muy baja. No se le entendía nada. La gente se aburría mucho en sus clases. Mis compañeros lo veían como un viejo ignorante, pero para mí era un anciano sapientísimo.

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A veces le dábamos aventón en el coche de nuestra compañera Tere Bisbal. Ella se iba por todo Insurgentes y dejaba a don Julio a un costado del Monumento a la Madre. Él vivía en la calle Plaza Carlos J. Finlay, que había sido parte de la antigua Estación Colonia, adonde llegaba el ferrocarril de pasajeros. No sé por qué un día me invitó a su casa. Era una sábado por la mañana y lo encontré bañando a jicarazos a varios niños de la calle en una tina que tenía al sol en el patio de su casa. Don Julio también tenía la costumbre de pasearse en bicicleta por las tardes. Yo lo acompañaba a pie y él adaptaba la velocidad de su bicicleta a mi paso. Hacíamos la ronda para saludar a sus amigas: las sirvientas que salían a regar los camellones y los pequeños jardines de las banqueteas, como se usaba antes de que el cemento lo invadiera todo. Aprovechaba para presentarme de apretón de mano.

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Era muy amable. Tanto que yo le hablaba para preguntarle detalles tontos que podía consultar en un diccionario, pero yo no tenía uno. Le preguntaba: “Don Julio, ¿cómo se escribe tal palabra?” Él me pedía que lo esperara e iba a consultar el diccionario. Se tardaba varios minutos y después regresaba a darme una respuesta. En el segundo año también me inscribí a la clase de Literatura Medieval que daba don Julio.

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También recuerdo mucho su biblioteca. A su muerte, en 1970, Miguel Capristán, uno de esos “buitres” que andaban zopiloteando a los moribundos, consiguió una copia de la llave. Descubrimos que don Julio tenía muchos libros forrados con tela del vestido de novia de su mamá. También conocimos lo que suelen llamar “El Infiernillo” de las bibliotecas, un área reservada para libros prohibidos por licenciosos. “El Infiernillo” de Julio Torri era muy escogido y valioso. Lo que más me llamaba la atención eran las revistas y programas de teatro pícaro en París, adonde él había viajado en sus años sabáticos. Pusimos una buena colección en varias cajas que marcamos especialmente dirigidas a la maestra María del Carmen Millán. Ella nunca quiso admitir que las había recibido porque en otra coyuntura se refirió a que había quemado varias colecciones obscenas de don Julio Torri.

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Otra de mis maestras en esos años fue María del Carmen Millán, quien me dio la clase de Investigaciones Literarias. Ella se permitía relacionarse con los alumnos de tal manera que nos dirigía, nos aconsejaba, actuaba como nuestra guía. Fue alguien muy importante en mi vida académica.

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Desde el primer año comencé a investigar El Renacimiento (1868) de Ignacio Manuel Altamirano con un ejemplar que me prestó varios años la maestra Millán.

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En 1970, el presidente Luis Echeverría nombró secretario de Educación Pública a Víctor Bravo Ahuja, quien tenía una buena amistad con María del Carmen, pues era muy amiga de su esposa. Entonces la designaron como directora de Publicaciones, Radio y Televisión de la SEP. A mí me llamó para trabajar con ella en el área de Publicaciones. El subdirector de Publicaciones fue Sergio Galindo, quien fue uno de mis grandes amigos, pues Angelita, su hija, fue mi alumna de la carrera en la materia de Investigaciones que me heredó María del Carmen. Me invitaban a comer frecuentemente y a pasar las fiestas navideñas con su numerosa prole.

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Foto: A petición de nuestros lectores, revelamos la identidad de las alumnas que en esta foto acompañan a Julio Torri en la fuente de Tlaloc, de la Biblioteca Centrla de la UNAM. De izquierda a derecha: Tere Bisbal, Guadalupe Carrión y Rosalba Fernández./Cortesía Huberto Batis.

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