El infierno no tiene límites

Jun 23 • Reflexiones • 4695 Views • No hay comentarios en El infierno no tiene límites

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El lugar sin límites, la novela de José Donoso (y la versión cinematográfica de Arturo Ripstein), nutrió la teoría queer, propiciando una revisión narrativa de las masculinidades

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POR SERGIO TÉLLEZ-PON

A Joaquín Hurtado

La novela El lugar sin límites, del chileno José Donoso, se publicó por primera vez en México en 1966; la edición más reciente, publicada por Alfaguara en 2017, incluye un prólogo del argentino Patricio Pron. Sin embargo, tal vez se recuerde más por la adaptación cinematográfica dirigida por Arturo Ripstein que, según IMDB (www.imdb.com), este 2018 se cumplen 40 años de su estreno. Justamente sobre el tiempo de esta obra y su permanencia, Pron escribe: “El lugar sin límites sigue sosteniendo un espejo en el que es doloroso mirarse, pero la incomodidad que la obra de su autor genera aún hoy es una manifestación de su actualidad, de la fuerza inagotable de su literatura”. La novela y, desde luego, la película también, contiene varios elementos que la hacen una fuente inagotable para la diversidad sexual y recientemente para la teoría queer, en la que por si fuera poco va implícita la supuesta represión homosexual del propio autor, según el testimonio que escribió su hija adoptiva, Pilar Donoso, en Correr el tupido velo (Alfaguara, 2010).

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El infierno, ese lugar sin límites, tiene una extensión en la tierra: un pueblo ficticio llamado El Olivo. El Olivo tuvo tiempos mejores, cuando era un paso obligado del tren, por eso se comerciaba y había tanta vida que la Japonesa Grande pudo instalar una casa de citas. Pero ahora, perdido en medio de la nada, el pueblo se hunde cada día en la decadencia gracias a don Alejo Cruz, el cacique local convertido en político, quien desde hace tiempo les prometió ponerles la luz eléctrica y desde luego no les ha cumplido y quien en su ambición quiere apoderarse de todo el pueblo hasta consumirlo. En ese ambiente desolado, sobrevive el prostíbulo de la Japonesa Grande que al morir de tristeza han heredado la Japonesita y la Manuela. La Manuela, tal vez el personaje más entrañable, es el travesti en ese lugar donde no hay restricciones sexuales, un burdel que sobrevive con unas cuantas prostitutas decadentes; por su parte, la Japonesita es hija del encuentro que tuvo la Japonesa Grande cuando sedujo al travesti y se lo llevó a la cama con chantajes. Un mal día, en El Olivo reaparece Pancho Vega, un típico macho latinoamericano pero que con algunas copas encima se deja seducir por las artes dancísticas de la Manuela.

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Desde ese engendro cometido por sus padres, la Japonesita tiene el destino marcado y al heredar el prostíbulo está condenada a un futuro sin alternativas, un pathos agudizado por el ambiente pero también una especie de camino trazado al desbarrancadero o, siguiendo el título de la novela, al infierno. La relación entre padre e hija es extraña en el sentido más queer del término, pues de entrada sabe que su padre es “una loca”. Así, a veces le llama en masculino o indistintamente en femenino. La escena de una discusión entre la hija y el padre travesti es muy ilustrativa en ambos sentidos: “Papá marica”, le espeta la Japonesita dejando en claro el oxímoron con un fuerte tono peyorativo; luego la Manuela le contesta: “una loca siempre alegra el burdel” y ella le replica “pero no una loca vieja y fea”. Las palabras que nombran, que definen al “raro” como tal, están aquí expresados claramente en voz de las dos personajas, una asumiendo conscientemente su papel y la otra reconociéndola sin eufemismos, sin tratar de evadir lo evidente.

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En ese espacio lúgubre pero sin límites sexuales que es el burdel, el travesti seduce al macho del pueblo que es ejemplo del macho latinoamericano. Al principio, un rumor de Pancho llega hasta los oídos de la Japonesita y la Manuela: “A las dos me las voy a montar bien montadas, a la Japonesita y al maricón del papá”. El pivote de toda la novela es cumplir dicho rumor, la trama gira en torno a ejecutar la amenaza. Según la “teoría del falo ciego” el hombre reafirma su hombría al acostarse con cualquiera, esos encuentros no lo denigran ni rebajan, al contrario, lo hacen más hombre porque puede darse el gusto de meterse con quien quiera. Al final, el macho ve vulnerada su masculinidad y cuando un tercero atestigua su baja pasión y por lo tanto puede dar cuenta a otros, de la violencia sexual pasan rápidamente a la violencia física por eso en revancha el travesti obtendrá su merecido por haber cruzado esa frontera. Así, el reencuentro de la Manuela con Pancho termina en tragedia y de esa manera se convierte en la primera escena transfóbica de la literatura y el cine latinoamericanos.

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Con respecto a la película dirigida por Ripstein, hay que decir que es bastante fiel a la obra de Donoso tal vez porque, como se rumora, el guion fue adaptado por otro par de escritores emblemáticos, Manuel Puig y José Emilio Pacheco. Sin embargo, según me confió Paz Alicia Garcíadiego, Puig no se atrevió a firmar el guion por temor a ser encasillado como “escritor gay”. Resulta por demás curioso que el autor de una novela tan emblemáticamente gay en Latinoamérica como El beso de la mujer araña (que llegó a ser obra de teatro, musical y también película) se negara a tal cosa y bajo ese argumento tan baladí. Además, también es curioso que haya sido dirigida por un director heterosexual porque, como me hizo notar Garcíadiego, ningún director gay se atrevió a hacerlo en los años del inicio de la liberación sexual, cuando unos meses después saldría a las calles la primera Marcha del Orgullo Gay y cuando al año siguiente publicarán aquí en México José Joaquín Blanco su crónica “Ojos que da pánico soñar” y Luis Zapata su novela El vampiro de la colonia Roma. A pesar de esas negativas, el filme se ha convertido en un ícono del cine nacional y en particular en un referente del cine con temática gay.

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Foto: Roberto Cobo en el papel de Manuela en El lugar sin límites (1978) de Arturo Ripstein. / Yolanda Andrade

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